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Authors: Milena Agus

Tags: #Relato, Romántico

La imperfección del amor (2 page)

BOOK: La imperfección del amor
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Maddalena había ido a toda prisa a casa de la condesa, que seguía ovillada en un rincón.

—A lo mejor he encontrado a un hombre que podría merecerte.

Pero la condesa se había tapado las orejas con las manos para no oírla.

—Un hombre bueno. Como tú, que eres la persona más buena que conozco. Seguro que él te merece.

—¿Quién?

—Ese señor que vive al otro lado del muro. Nos lo hemos cruzado en la calle. Ha llevado a Carlino a dar un paseo en Vespa y le ha regalado el casco, para cuando vaya a jugar fuera. Está preocupado por nosotros. Por la fachada interior, que se cae a pedazos. No le he visto la alianza en el anular izquierdo. Las otras veces que me lo encontré me había llamado la atención porque era muy gorda y brillante. Y, ahora que lo pienso, no he vuelto a oír el sonido del violín en sus ventanas, sólo el ruido de la radio y la televisión siempre encendidas. Y a esa señora hermosísima tampoco la he vuelto a ver, esa que a veces regaba y podaba; ahora el jardín está lleno de hierbajos.

—Pero esa señora era hermosísima.

—No me has dejado acabar. Cuándo vas a aprender a dejar que la gente termine de hablar sin interrumpir. Esa señora era hermosísima, sí, pero, primero, ahora ya no está, segundo, la suya era una belleza, cómo te diría yo, banal, tercero, era mala. Y él no quiere volver a saber nada de ella, a tal punto que se ha quitado el anillo del dedo y ha dejado que el jardín se llene de hierbajos del odio que le tiene a las flores que ella cuidaba.

• • •

Desde entonces la condesa de mantequilla no hace más que pensar en el vecino, feliz de que el destino se lo haya regalado a dos pasos de casa, e inventa estratagemas para superar esa linde entre un patio y otro, como plantar flores improbables en el parterre que consiguió cavar a la vera del muro, que al cabo de un minuto crecen exuberantes y pasan al otro lado, para poder asomarse y regar.

Noemi, la hermana mayor, no puede ni ver ese parterre y lo llama «el parterre de la injusticia», porque podría ser mucho más grande, en vez de una franja miserable. La cosa es que hace mucho, cuando se dividió el edificio, calcularon mal dónde debía alzarse el muro medianero entre el patio que quedó y el que habían vendido. Noemi quiso verlo claro, fue al Ayuntamiento y al Catastro a hacer las averiguaciones del caso, estudió la escritura de compraventa y descubrió el error cometido por los antepasados. Total, que se fue a ver al dueño para exigirle el trozo de terreno, pero el hombre no quiso saber nada. Entonces ella lo demandó y la causa sigue su curso.

El vecino no sabe nada de todo esto, porque está de alquiler, pero si lo supiera, por la forma en que se ocupa del jardín y por cómo deja que se llene de matorrales, seguro que no dudaría en ceder la franja de terreno que les corresponde a las condesas.

Es tal la manía que Noemi le tiene al parterre a la vera del muro que lo ha cercado con trozos de macetas rotas para separarlo mejor del jardín propiamente dicho, el que no está en litigio, el que ella cuida y donde se encuentran el estanque de los peces rodeado de rosas, una glorieta y debajo unas mesas de piedra y los limoneros, un níspero, un agave, las hortensias.

La casa del vecino está justo al doblar la esquina, entre el callejón y la otra calle principal, y hace tiempo formaba parte del mismo gran edificio de las condesas, todo construido alrededor del patio. Él vive en la planta baja, y después de un pasaje oscuro debajo de un arco donde se abre la puerta propiamente dicha del edificio, está su entrada independiente, una escalerita con varias macetas de flores ya secas que desde el patio lleva hasta una puerta acristalada.

Como el portón está siempre abierto, cualquiera podría entrar, pero a nadie se le ocurre ni en sueños, dado el carácter brusco y antipático del vecino.

Una vez que doblan la esquina, la condesa y Maddalena apuran el paso y lanzan miradas furtivas hacia el interior, todas coloradas, como si estuvieran cumpliendo vete a saber qué misión secreta. A veces llegan incluso a arrastrar a Noemi, que además del parterre tampoco soporta al vecino, porque el pedazo de terreno adquirido injustamente está abandonado y a ella le gustaría poner allí tierra de la buena, regar y plantar esquejes.

Esta idea entusiasma a la condesa, un jardín que el vecino vería florecer milagrosamente, pero Noemi habla por hablar y ni se le pasa por la cabeza darle una bonita sorpresa a nadie, sobre todo a quien no se la merece.

Capítulo 2

Maddalena y Salvatore no tienen hijos. Es lo que más desean en la vida. Pero tienen un gato a rayas, como un cachorro de tigre, chiquitísimo, que se llama Míccriu. Lo tratan como a un niño, aunque Míccriu no está por la labor de pasar por humano y quizá estuviese mejor antes, cuando en lugar de la cesta de mimbre y la cubeta y todas esas pelotitas y pajaritos de juguete, sólo era dueño de las rayas de su pelambre.

En cuanto a lo del niño, no han perdido las esperanzas, porque ninguno de los dos está enfermo. Eso han dicho los médicos. Y cada vez que hacen el amor podría ser el momento bueno. Pero los niños no quieren venir y, precisamente porque son dos personas perfectamente sanas, nadie sabe cómo curarlos. Tratan de vencer esa misteriosa imposibilidad de dar vida que llevan dentro con la comida y el sexo. El marido dice que su mujer tiene un cuerpo de estrella del porno, porque es bien pechugona, tiene cinturita de avispa, vientre plano, culo redondo, piernas largas.

Se gustan con locura. A lo mejor están almorzando y él le pide que le enseñe las tetas. Ella lleva siempre esos sujetadores que se abren por delante, así que se desabrocha la camisa y las tetas quedan sueltas, al aire, enormes y firmes. Entonces él se levanta de la mesa y se las chupa, y así dejan de comer y se van para el dormitorio.

Es la habitación más bonita de la casa, un espacio amplio con pinturas en los techos y el suelo con las refinadas baldosas de la fábrica Gerbino en colores verde, celeste, amarillito, rosa, las ventanas altas, cada una de ellas metida dentro de una hornacina, una cama inmensa de hierro forjado con sofisticados arabescos y colcha de brocado, un espejo de paneles. Delante del espejo hace
striptease
para el marido, a veces incluso con música, porque hizo un curso de baile y se le da muy bien. También les gusta hacer el amor en el coche. Ella se levanta la falda y le muestra que lleva liguero pero no braguitas. Estén donde estén, se paran y después les entran ganas de cantar, porque se sienten bien, pero además porque a lo mejor Maddalena se ha quedado embarazada.

También les gusta hacer el amor en la playa del Poetto. Salvatore no trabaja los sábados y por la mañana temprano, antes de que llegue nadie, se van a dar un paseo por la playa. Cuando se cansan, se tumban en la toalla y Maddalena lo provoca de todas las formas posibles y se embadurna los pezones con crema o le roza con el dedo el
lingam,
como llaman a la polla en el Kamasutra, después lo toma de la mano y hace que le acaricie con un dedo su
joni,
como llaman al coño en el Kamasutra, hasta que a él el
lingam
se le pone duro de un modo indecente y tiene que tumbarse boca abajo si, por casualidad, llega alguien.

Los días prohibidos para Maddalena y Salvatore son los más tristes, porque tampoco ese mes llega el niño, pero también son aquellos en que el deseo se acumula para los días futuros.

Maddalena está loca por su marido y, cuando él no está, se va al armario y besa sus trajes y aspira su olor.

Maddalena se sincera mucho con sus hermanas y con el ama de llaves, a la que llaman tata y a quien a veces se le escapan comentarios, pequeños detalles, y después, los que tienen imaginación, se ponen a fantasear y las fantasías no tienen límite.

Capítulo 3

Hace un tiempo la condesa de mantequilla decidió ir a buscar a la tata y hacerle un hueco en su casa. Regaló los preciosos muebles de la sala a cambio de una cama con escritorio y armario de aglomerado y un puf símil piel amarillo y verde.

La familia con la que hizo el intercambio ni siquiera le dio las gracias, pero ella está contenta, porque se trata siempre de gente pobre, que seguramente con esos muebles ganarán bastante; además, de esta manera el ama de llaves tiene su dormitorio independiente, aunque sea feo, feo con avaricia.

La sala era la única habitación cómoda de la condesa. La única donde valía la pena estar. La parte más preciosa de su casa, brillante con sus fulgores dorados, con sofás, sillones y taburetes tapizados en brocado, los marcos de madera bañada en oro y las muñecas preciosas. De las paredes colgaban los retratos de los antepasados y, más grandes que los otros, los de sus padres. Iban vestidos como en el siglo XIX, y la mamá de las condesas daba un poco de lástima con ese aire de «perdonadme si estoy ridícula, disfrazada con estos encajes y estas mangas abullonadas y, sobre todo, si he tenido tanta suerte».

En realidad todos la envidiaban, a su madre, por la suerte que había tenido al casarse con un hombre rico y noble, pese a ser una pobre desgraciada. Era hija de una
egua,
una puta, que la había tenido sin marido, después de un embarazo que no llegó siquiera a los siete meses, y fue tal el rechazo que le producía que, como nació el día de Reyes, la había inscrito en el registro civil con el nombre de Befana
[1]
. Después la dejó con las monjas, que la metieron en una caja y le daban leche a través de un agujero. Le faltaba la piel y nadie podía tocarla. Milagrosamente había sobrevivido.

Entretanto, su mamá
egua
se había casado y había tenido otros hijos, y su marido, que debía de ser buena persona, había hecho lo posible por que la niña fuese acogida en su casa y llamada Fana. A los tres años se encontró en un ambiente donde no conocía a nadie. Al principio incluso se alegró de dormir en una alcoba y de tener, todo para ella, mesita de noche, parte de un armario y una silla, en lugar del dormitorio inmenso de las monjas con sus filas de camas, pero estaba siempre solita, apartada de todos, y todas las mañanas vomitaba el café con leche en los pies de quien se acercara y después salía corriendo muerta de vergüenza. Su madre
egua
la mandó entonces con unas tías solteronas, hermanas de su marido, y al principio allí también estaba algo contenta, porque la alcoba era toda para ella, con ramitos de flores pintados en las paredes y hasta había una cómoda con espejo basculante y un montón de peines y cepillos y atomizador para el perfume. Pero todo era tan elegante que se sentía fuera de lugar, como una invitada, y ponía atención, como los invitados educados, en no hacer nada que pudiera disgustar a aquellas tías políticas, y de toda la casa inmensa prefería un silloncito que había en un rincón, debajo de una ventana, con geranios rojo fuego en el alféizar, y allí estudiaba, hacía los deberes y, si de ella hubiese dependido, también habría comido con el plato en el regazo.

Se volvió hermosa y de arpía no tenía nada, y el padre de las condesas, noble, rico y extravagante, acabó desposándola y llamándola Fanuccia. Por ella, y en vista de la hostilidad de la familia, había perdido gran parte del patrimonio que sus antepasados ya habían comenzado a dilapidar desde los tiempos en que el rey daba portazos y decía que nuestro Palacio Real era un tugurio.

Sin embargo, dicen que el padre no había dilapidado el patrimonio, sino que se lo había gastado en las curas que necesitaba la mamá de las condesas, enferma del corazón. O quizá de exceso de suerte, porque ella tampoco podía creer que se hubiese vuelto hermosa, después de haber sido aquel monstruito sin piel, y que se hubiese casado con el hombre que amaba, y tenido tres niñas, y que se hubiese ido a vivir a aquel fantástico palacio y que tuviera sirvientes y demás. Por eso, culpable de alterar el sistema mundo, que está claro que no prevé que la hija de una
egua
pase de una caja de zapatos al palacio más hermoso de la ciudad, trataba de ocultarse. Llevaba trajes desvaídos, a veces incluso un tanto gastados. Se recogía la cabellera tupida y ondulada en un moño. Caminaba encorvada, con zapatos siempre bajos y anchos. En cuanto se cruzaba con alguien, palidecía, y, si le hacían un cumplido, se venía abajo. A los sirvientes, sobre todo a la tata, que tenía su misma edad, inteligencia, bondad y belleza, pero que, sin duda, carecía de su suerte, les daba a entender que eran ellos quienes llevaban el gobierno de la casa, y que ella no tomaba ninguna decisión que no fuese bien recibida.

Tenía la impresión de que ovillándose y palideciendo aseguraría a todos que ella, en realidad, no había tenido suerte en absoluto y que no había que preocuparse por el sistema mundo.

Quienes viven desde entonces aquí, en Castello, dicen que las condesas parecían hijas del ama de llaves, que las criaba a su manera. Antes de ir al colegio, las niñas debían hacerse la cama. Hacérsela, y no alisarla. Y luego prepararse el desayuno, poner la leche al fuego, tostar el pan, lavar las tazas y el jarro. Maddalena y Noemi habían aprendido a hacer de todo y bien.

Pero la más pequeña no había aprendido nada. Al contrario, si la ponían a terminar un trabajo, lo echaba todo a perder.


Tenisi is manus de arrescottu!
—que traducido quiere decir: «Tienes las ruanos de mantequilla», le reprochaba el ama de llaves—.
Contessa de arrescottu!

Y el nombre se le quedó.

A veces se enfrentaba a la tata y le decía:

—¿Y si yo, así de repente, os sirviera un exquisito pastel de mantequilla y requesón, todo blanco y decorado? ¿Y si yo tocara las danzas húngaras al violín? ¿Y si cantara una ópera lírica entera con voz melodiosa? ¿Y si pilotara un avión?

Entonces la tata soltaba un «uff» y la mandaba a paseo.


Insàraza deppèusu zerriài a s'esorcista!
—que significa: «¡Entonces tendríamos que llamar al exorcista!».

Lo que la tata no quería era que se criaran diferentes a las demás niñas. Como ricas. La cosa es que después fueron siendo cada vez menos ricas, porque en aquella familia llevaban cien años vendiendo, pero el mayor daño al patrimonio lo habían causado las enfermedades de la mamá, hasta que la parte de vivienda que les correspondía del edificio grande y antiguo se había reducido a tres pequeños apartamentos de los ocho que había.

El ama de llaves se había casado tarde con un viudo de su pueblo, que ya tenía hijos mayores, pero durante su matrimonio tardío no parecía muy feliz. Se notaba que echaba de menos a sus condesitas. Echaba de menos la lluvia cuando golpeaba los cristales o cuando había tormenta y dormían todas juntas en la cama enorme y la oscuridad se quedaba fuera, a pesar de la pérdida de la madre y la muerte del padre al poco tiempo. Seguramente también echaba de menos a la condesa de mantequilla, que allí donde ponía las manos causaba daño y cuántas veces le había rezado al Señor para que se la llevara, pobrecita, porque había épocas en las que prácticamente no se tenía en pie y cuando volvía del colegio, vomitaba.

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