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Authors: Milena Agus

Tags: #Relato, Romántico

La imperfección del amor (8 page)

BOOK: La imperfección del amor
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Entonces el vecino le dice: «Venga, lloremos un poco, derramemos unas cuantas lágrimas también por las vacas», y la condesa ríe a carcajadas y con eso le basta para ir a la escuela al día siguiente.

Pero hace unos días ocurrió algo, el vecino se puso otra vez el anillo, y cuando le preguntó qué tal iba todo en su casa, la condesa no logró contestarle nada. Le temblaban las piernas y el corazón le latía con tal fuerza que a punto estuvo de hacerle estallar la caja torácica. Entonces salió corriendo y se metió en casa. Se ovilló en la cama y Maddalena y Salvatore no sabían qué hacer.

Salvatore le dijo que si por casualidad lloraba por un hombre, por lo del sexo, hacía mal y no entendía que el sexo es algo asqueroso y que habría que quitarse ese vicio, como el del tabaco.

Maddalena se quedó de piedra y entonces él le guiñó el ojo, como queriendo decir que no lo pensaba de verdad.

Carlino, que había notado la felicidad de su mamá cuando se ponía la bufanda, la extrajo de debajo de la almohada y le envolvió la cabeza, pero ella se puso a llorar con más fuerza.

Y así finalizó también la suplencia.

Por esto y por algo más. Según la condesa, los alumnos se burlaron de ella por su forma de hablar, por su manera de utilizar los acentos correctos, que a ellos les suenan ridículos. Los sorprendió imitándola y pronunciando las
oes
cerradas y diciendo cojones, coño y otras palabrotas que contienen la
o,
poniendo boquita de piñón. Ella intentó hablar con el acento de los pueblos, practicó, pero no le salía, y entonces se quedó bloqueada y a medida que se acercaba a la escuela se quedaba como muda. Nadie se lo cree, pero ella ya no puede dar clases y detesta sus propios acentos correctos y se avergüenza por no fallar ni uno. La culpa la tienen las clases de fonética del bachillerato y esa profesora presuntuosa y estúpida que quería que perdieran el acento sardo.

• • •

A la hora de siempre, en los días posteriores a estos hechos, el vecino la llamaba desde el muro y ella no contestaba, en parte porque seguramente él todavía llevaba el anillo y ella no quería verlo, y en parte porque se avergonzaba de su acento, en el que antes no se había fijado nunca.

Pero al final no pudo aguantar y al llamarla el vecino, corrió hasta el muro, y él ya no llevaba el anillo y cuando le contó lo del acento, él se enfadó con los alumnos, pero también con ella, que no se da cuenta de que tiene una voz bonita, dulce y musical, y eso es algo que a él le da tanta rabia que, si no fuera porque los separa el muro, le pegaría.

Y así volvieron los buenos tiempos. El ama de llaves regresó a casa y aunque está ida, porque tiene la mente confusa, al menos está y, en ciertos aspectos, es mejor que antes, una niña picara.

Tal vez siempre se había comportado incorrectamente y no quería que se notara. Roba comida de los platos ajenos y saca de la nevera todo lo que le gusta, o de las cacerolas mientras siguen en el fuego, se limpia con el dobladillo del vestido, se parte de risa si por la calle ve a alguien con un defecto evidente y pierde el tiempo holgazaneando cuando los demás hacen los trabajos de casa.

Desde que ya no es ella, va por ahí contando cosas absurdas en las tiendas donde dice que hace la compra, pero eso no es hacer la compra, porque se dedica a traer cosas inútiles que las condesas deben devolver a los tenderos.

Habla de la muerte de la madre de las condesas, de aquel día en que le había dicho que ya no conseguía dormir.

Se había acostado en el suelo y le había pedido que escuchara por enésima vez todos sus miedos. Que los hiciera desaparecer. Que ella entonces se dormiría tranquilamente.

Entonces, el ama de llaves le había contestado:
«Si, dedda mia»,
que quiere decir «sí, querida mía». Y había escuchado la retahíla de miedos con los brazos tendidos sobre ella, como un ángel.

La pobrecita temía que, pese al empeño que ponía en no hacerse notar, la suerte la abandonara, que sus niñas enfermaran y murieran, que llamaran al timbre o al teléfono, porque a lo mejor anunciaban desgracias, que sonara la sirena de las ambulancias, porque tal vez transportaban a un ser querido. También temía que muriese su marido o, si no se moría, que la abandonara por otra mujer. Temía a todas las mujeres, incluso al ama de llaves. ¿Y si perdían la cabeza y huían juntos, ella y su marido? Y, si nadie moría o huía, la mamá temía que las cosas cambiaran a peor. ¿Y si llegaba a padecer alguna dolencia que la dejara fea y asquerosa? ¿Y si el marido no volvía a tocarla? Él, que había sido el único que había podido tocarla y la había hecho feliz. Además, aunque no hubiese ninguna dolencia ni ninguna fealdad, llegaría la vejez. ¿Acaso no era monstruoso envejecer? Entonces él se buscaría otra más joven. Ella había oído todas esas historias de los hombres que se emparejan con jovencitas y abandonan a sus esposas viejas. ¿Y sus hijas? ¿Cómo evitar la infelicidad de los hijos? ¿Acaso tenía sentido gestarlos, sin la seguridad de que por lo menos estuvieran siempre contentos de haber venido al mundo?

A veces, la tata pensaba que una madre así no le servía de nada a las niñas. Y tampoco al marido. Un momento de alegría familiar, una fiesta, un día señalado podían estropearse por una noticia triste anunciada en el telediario, por una palabra inoportuna que alguien le había dicho, o que ella misma había dicho. Entonces desaparecía la alegría, la madre salía corriendo y la encontraban en su alcoba, sentada en su silloncito, con la cabeza entre las manos, desesperada por el error cometido y que no se perdonaba, o por el error que los demás habían cometido, porque seguramente no la querían. Pero después se arrepentía de haber estropeado la fiesta y se arrodillaba a los pies de su marido y le rogaba que la perdonase.

¿Por qué habría salido con vida de aquella caja de zapatos? ¿Por qué ella sí y tantos pobres sietemesinos no? Al menos si se hubiera merecido el marido, las hijas, la respetabilidad, la casa.

—Entonces gánatelos —le decía su marido.

—No soy lo bastante buena. Mi problema es que todo llegó sin motivo.

Por eso estaba segura de que de un momento a otro todo desaparecería de la misma manera que había aparecido.

Pero ¿cómo se puede vivir así, primero, desesperados por el exceso de mala suerte y después, igualmente desesperados por el exceso de buena suerte?

La tata no la entendía y le rezaba a Dios, si tenía que dejar así a esa criatura, más valía que se la llevara.

Entretanto, hacía lo que podía. Se arremangaba y cocinaba algún dulce para las niñas, cantaba con ellas alguna canción alegre, las llevaba de paseo mientras su mamá intentaba dormir, pero después regresaban, la encontraban despierta y siempre debía aumentar la dosis de pastillas.

El padre le había dado a entender muchas veces que la habría preferido a ella como esposa, lozana y siempre alegre. Fuerte. Y también como madre de sus hijas. Pero después, al morir su mujer, ya no fue el mismo, enfermó y se pasaba todo el santo día hablando de cómo era antes. De lo bonito que era antes. Y se había olvidado del infierno que era. Antes.

• • •

Aquel día, sin haber terminado siquiera la lista de sus miedos, al final, la pobrecita se había dormido tranquilamente y no se había despertado.

Ella había creído que a lo mejor había sido un error de los ángeles el haber hecho resistir a aquella hijita prematura de
egua
en la caja de zapatos, y ahora era mejor que los ángeles lo remediaran y se la llevasen.

Entre las otras cosas absurdas de la tata está su nueva forma de vestir. Antes se ponía siempre ropa oscura, mientras que ahora lleva un montón de colores y estilos, uno encima del otro, tipo falda de cuadritos con chaqueta de raso chino y pañuelo de cachemir indio y prendas de ese tipo. La condesa quiere que en su dormitorio la tata esté como una reina y Noemi ha dado su aprobación. Trasladaron allí la nevera y la cocina de gas, tal como quería el ama de llaves. Ahora te recibe sonriente, con la cabeza inclinada hacia un lado, en su dormitorio con las paredes impregnadas de fritanga y grasa.

Su dormitorio tiene la cama en el centro, con montones de almohadas y un Niño Jesús acostado, montones de sillas con los trajes en sus fundas, porque el armario sirve de aparador para las cacerolas y las provisiones. Alrededor de la cama, la nevera, la cocina de gas, la mesa puesta a todas horas para quien quiera comer. En las paredes, cuadros de la Virgen y las repisas con la preciosa colección de platos y soperas de Elias.

Todos menean mucho la cabeza en señal de desaprobación cuando ven a la tata por ahí, en alguna tienda, por ejemplo. Pero en la familia están acostumbrados a los meneos de cabeza, por la condesa de mantequilla, por Carlino, por la solterona Noemi, por Maddalena cuando le hace de mamá al gato, o baja a comprar pan vestida con camisetitas finas por las que se transparentan las tetas con los pezones duros.

Noemi cuida muchísimo al ama de llaves y baja a darle órdenes a la condesa sobre cómo hay que tratarla.

Pero la tata no se muestra en absoluto agradecida con Noemi y en cuanto se marcha, dice que es una
arrennegàda,
una rabiosa, y una
bagadía azzúda,
una solterona descarada, y que debería darle las gracias a Elias por haberse fijado en ella.

• • •

La condesa está algo más tranquila porque el anillo del vecino aparece y desaparece de su dedo anular izquierdo.

Adora al vecino y él, seguramente, se da cuenta.

—¡Qué barriga tengo! —a lo mejor dice el vecino.

—¡Usted es un hombre apuestísimo!

Cuando al vecino se le ve triste y la condesa le pregunta qué es lo que no funciona, él se encoge de hombros y responde que no tiene importancia, total, él vuela. Desde allá arriba, los cruceros en el mar son un juguete de esos que se encuentran en los huevos de Pascua de poco valor. Los campos de viñas son telones con los hilos de los hilvanes que asoman ordenados, marcando las líneas de las costuras. El muelle del puerto, que remata en una plataforma octogonal, es una piruleta. La estela espumosa de una lancha motora es humo. La aldea nurágica de Barumini, el mecanismo de un reloj. Los pastizales, un pijama de rayas blancas.

En cierta ocasión, la condesa le contestó que en su caso funciona exactamente igual, sólo que en lugar de volar, ella se asoma al muro. Y él sonrió con una sonrisa preciosa y daba la impresión de que se sentía mucho mejor.

La condesa siempre está inquieta por los peligros que corre el vecino.

—Me tiene usted preocupada. ¡Por esa costumbre suya de montar en Vespa, en barca, en avión, de sumergirse para pescar! —le dice.

—¿Le parece bien si me quedo todo el día en casa, quizá en cama?

• • •

Ahora el vecino invita a menudo a la condesa a dar una vuelta en Vespa y ella enseguida está lista.

Después de la primera vuelta en Vespa, el vecino tenía prisa y se marchó corriendo. La condesa no pudo quitarse el casco durante toda la tarde y en casa sólo estaban la tata y Carlino, que no sabían ayudarla y se reían como locos.

Cree que montar en Vespa con el vecino se parece muchísimo a eso que llaman felicidad y, seguramente, se siente una mujer normal, como las que veía en las motos desde la acera, abrazadas a sus hombres, y esto, lo de sentirse parte del sistema mundo, es algo hermosísimo.

Pero la felicidad y la normalidad desaparecen cuando el vecino no se asoma al muro y a ella el corazón le late con fuerza y vuelve a pensar en el suicidio.

El mejor suicidio sería ahogarse. Es tan torpe, nada tan mal, que todo el mundo se lo tragaría. En verano, en la playa, si consigue dejar a Carlino con alguien, practica para suicidarse. En el sentido de que se aleja mucho de la costa e intenta comprobar qué efecto produce ver la playa, la gente, a su hijo, allá lejos, pequeñitos, y estar en medio del mar azul oscuro y pensar en que no existe. Lo que pasa es que después le entra un miedo tan grande que regresa, nada un rato, se para otro rato y hace la plancha, moviendo sólo los brazos. Y así descansa. Hasta que al final el mundo vuelve a ser grande.

El otro día el vecino la llamó desde el muro.

—Me gustaría hablarle del niño —dijo—. Me ha contado, a su manera, pero yo lo entendí a la perfección, que en el parvulario organizarán una fiesta de fin de curso, Y que todos sus compañeros tienen un papel. Pero él no. Él no puede actuar. Las monjas quieren que lleve una rosa en la mano y se quede quieto, porque es retardado. A mí no me lo parece. Al contrario, lo considero un niño extraordinario. Sé que dos tardes por semana va a tocar a casa de su padre y que sabe muchas canciones. En el parvulario hay un piano. Él me ha dicho que cuando toca se divierte muchísimo y que entonces le da por portarse bien y no tiene ninguna necesidad de hacer
tavesuras
.

Y mientras imitaba la voz del niño, sonrió, y a la condesa le vuelve loca la sonrisa del vecino.

—Las monjas son unas dignísimas personas, deliciosas —las defendió la condesa—, y hacen cuanto pueden para que Carlino mejore.

—De todos modos, ya hablaré yo con esas delicias de monjas —concluyó el vecino—. Sólo quería avisarla de que diré que soy un pariente de ustedes. Lo mejor sería que el padre o el tío hablaran con ellas, pero en vista de que no lo hacen…

—El padre es una dignísima persona, pero no tiene tiempo, y su tío está demasiado preocupado porque no consigue tener hijos propios.

—De acuerdo, lo reconozco. Está usted rodeada de dignísimas personas, absolutamente deliciosas. Y como seguramente yo también soy una verdadera delicia, y dispongo de tiempo que perder porque no estoy ocupado fecundando a nadie, iré a hablar con las monjas.

Capítulo 17

«¡Noemi! ¡Noemi!», gritaban desde el jardín la condesa de mantequilla y Maddalena, para que su hermana bajara a ver el milagro de las flores plantadas fuera de estación. Pero Noemi no contestaba. Estaba claro que no quería darles el gusto. Siempre dice que arraigan las plantas que son una birria y no merece la pena.

Entonces dieron un paseo y a pesar de que no era la mejor estación para las plantas, a pesar de que Noemi lo descuida, el jardín estaba igualmente precioso.

Después la vieron, a Noemi, pájaro herido y sangrante tirado sobre un montón de trozos rotos y, a su lado, la tata rezando las oraciones para los difuntos.

Nos contó que Noemi entró en su dormitorio como una furia. Sacó de las repisas de las paredes y de las cajas la colección de platos y soperas de Elias y, plato a plato, sopera a sopera, los lanzó todos al jardín.

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