Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—¿Metió usted algo o sacó usted algo de este dormitorio?
—No soy una ladrona —dijo la chica.
—¿Movió algún mueble o ropa de sitio?
—No.
—Muy bien —dijo el
coroner
Hugel—. Puede irse.
—Acabe con esto cuanto antes —dijo el señor Banwell.
Hugel alzó los ojos hacia el propietario del Balmoral. Sacó una pluma y un papel y preguntó:
—¿Nombre?
—¿De quién? —dijo Banwell, con un gruñido que hizo encogerse al director—. ¿Mi nombre?
—El nombre de la joven muerta.
—Elizabeth Riverford —respondió Banwell.
—¿Edad? —preguntó el
coroner
Hugel.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Tengo entendido que tiene usted amistad con la familia.
—Conozco a su padre —dijo Banwell—. Es de Chicago. Banquero.
—Ya veo. ¿No tendrá su dirección, por casualidad? —preguntó el
coroner
.
—Por supuesto que tengo su dirección.
Los dos hombres se miraron fijamente.
—¿Sería tan amable —le preguntó Hugel— de facilitarme esa dirección?
—Se la daré a McClellan —dijo Banwell. Hugel volvió a hacer rechinar los molares.
—Yo estoy al frente de esta investigación, no el alcalde.
—Veremos durante cuánto tiempo sigue usted al frente de esta investigación —le respondió Banwell, que ordenó al
coroner
por segunda vez que acabara con el asunto. La familia Riverford, explicó Banwell, quería que el cuerpo de la joven fuera enviado a casa, algo que él pensaba hacer inmediatamente.
El
coroner
dijo que de ninguna manera iba a permitirlo: en casos de homicidio, el cuerpo de la víctima debía por ley ponerse bajo custodia para la realización de la autopsia.
—No este cuerpo —le respondió Banwell. Luego le dijo al
coroner
que llamara al alcalde si necesitaba alguna aclaración sobre sus órdenes.
Hugel respondió que no acataría ninguna orden salvo la de un juez. Si alguien trataba de detenerle cuando procediese a llevar el cuerpo de la señorita Riverford al centro de la ciudad para realizarle la autopsia, él mismo se encargaría de que ese alguien fuera procesado para que recayera sobre sus espaldas todo el peso de la ley. Al ver que tal advertencia no obtuvo el eco deseado en el señor Banwell, el
coroner
añadió que conocía a un periodista del
Herald
a quien el asesinato y la obstrucción a la justicia le parecían de gran interés periodístico. Banwell cedió a regañadientes.
El
coroner
había traído consigo su vieja y voluminosa cámara de cajón. Y se puso a utilizada, reemplazando la placa expuesta tras cada nueva y humosa explosión del flash. Banwell le advirtió que si las fotografías iban a parar al
Herald
, podía tener la certeza de que jamás volvería a encontrar un empleo ni en Nueva York ni en ninguna otra parte. Hugel no respondió; en aquel momento un extraño gemido empezó a llenar el aire del dormitorio; era como el callado son de un violín llevado a su nota más alta. No parecía proceder de ninguna fuente concreta; llegaba a un tiempo de todas partes y de ninguna. Fue ganando en intensidad, hasta convertirse casi en un fuerte lamento. La doncella gritó. Y cuando dejó de gritar, el sonido había cesado por completo.
El señor Banwell rompió el silencio:
—¿Qué diablos ha sido eso? —le preguntó al director.
—No lo sé, señor —contestó el director—. No es la primera vez. Quizá alguna de las instalaciones que van por las paredes.
—Bien, averígüelo —dijo Banwell.
Cuando el
coroner
terminó de sacar las fotografías, anunció que se marchaba y que se llevaría consigo el cadáver de la joven. No tenía intención de interrogar al servicio ni a los residentes del Balmoral —no era su trabajo hacerla—, ni de esperar a que llegara el detective Littlemore. Con aquel calor, explicó, la descomposición se extendería con rapidez si el cuerpo no era refrigerado de inmediato. Con la ayuda de dos ascensoristas, trasladó el cuerpo de la joven al sótano en un montacargas, y de allí a un callejón contiguo, donde el chófer del
coroner
le estaba aguardando.
Cuando, dos horas después, llegó el detective Jimmy Littlemore —y no de uniforme—, se llevó un buen chasco. A los recaderos del alcalde les había llevado algún tiempo encontrar a Littlemore. El detective estaba en el sótano de la nueva jefatura de policía, aún en construcción en Centre Street, haciendo prácticas de tiro. Las órdenes de Littlemore eran llevar a cabo una concienzuda inspección del escenario del crimen. No sólo no encontró ningún escenario del crimen, sino tampoco a persona asesinada alguna. El señor Banwell no quiso hablar con él. Y el personal del Balmoral resultó asimismo sorprendentemente lacónico al respecto.
Y había una persona a quien el detective Littlemore no tuvo siquiera oportunidad de entrevistar: la doncella que había encontrado el cadáver. Después de la partida del
coroner
Hugel y antes de la llegada del detective Littlemore, el director del edificio había llamado a la joven a su despacho y le había tendido un sobre con la paga de un mes, menos un día, por supuesto, dado que estaban a 30 de agosto y no a 31. El director informó a la chica de que estaba despedida.
—Lo siento, Beny —le dijo—. Lo siento de verdad.
Antes de que se levantara ninguno de mis invitados, examiné los periódicos de la mañana del lunes en la suntuosa rotonda del Hotel Manhattan, donde la Universidad de Clark nos había alojado a Freud, Jung, Ferenczi y a mí mismo durante la semana. (Brill vivía en Nueva York y no necesitaba alojamiento.) Ninguno de los diarios ofrecía información alguna sobre Freud y sus próximas conferencias en la Universidad de Clark. Tan sólo el
New Yorker Staats Zeitung
dedicaba un par de líneas a anunciar la llegada de un tal «doctor Freund de Viena».
Nunca quise ser médico. Era el deseo de mi padre, y sus deseos eran órdenes para nosotros. Cuando tenía dieciocho años y vivía con mis padres en Boston, un día le informé de que iba a ser el especialista en Shakespeare más insigne de los Estados Unidos. Podría ser el especialista en Shakespeare más insigne o más torpe del país, me respondió él, pero tendría que encontrar el modo de costearme yo mismo mis estudios en Harvard.
Su amenaza no hizo el menor efecto en mí. Me tenía sin cuidado toda la tradición harvardiana de la familia, y me encantaría, le hice saber, estudiar en cualquier otra universidad. Fue la última conversación que tuve con él en toda mi vida.
Irónicamente, habría de obedecer la orden de mi padre después de que ya no tuviera ningún dinero que pudiera escatimarme. La quiebra de la banca Coronel Winslow en noviembre de 1903 no fue nada comparada con el pánico neoyorquino de cuatro años después, pero sí lo bastante para mi padre. Lo perdió todo, incluido el dinero de mi madre. Su cara envejeció diez años en una sola noche; en un abrir y cerrar de ojos le aparecieron hondas arrugas en la frente. Mi madre dijo que debíamos compadecerle, pero a mí no me daba ni un ápice de lástima. En su entierro —al que evitó asistir una enorme cantidad de ciudadanos del compasivo Boston— supe por primera vez que, de seguir mis estudios universitarios, me pasaría a medicina. No sabría decir si mi decisión la dictó algún aspecto práctico que acababa de descubrir u otra razón de índole distinta.
Era a mí, según estaban las cosas, a quien había que compadecer, y fue la Universidad de Harvard la que tuvo piedad de mí. Después del funeral de mi padre, notifiqué a la universidad que al acabar el curso dejaría los estudios, pues los doscientos dólares de la matrícula ya estaban definitivamente fuera de mi alcance. El presidente Eliot, sin embargo, me hizo el gran favor de dispensarme del pago de esa suma. Probablemente concluyó que los intereses a largo plazo de Harvard serían mejor servidos no dando la patada al tercer Stratham Younger que pisaba el Yard,
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sino condonando a aquel huérfano el pago de la matrícula en previsión de posibles futuras recompensas. Fuera cual fuere su motivación, quedaré eternamente agradecido a Harvard por haberme permitido seguir en sus aulas.
Sólo en Harvard habría podido asistir a las famosas clases de neurología del profesor Putnam. Yo ya era para entonces un estudiante de medicina que había ganado una beca, pero no era mucho más que un aspirante a médico muy poco brillante. Una mañana de primavera, en una por lo demás árida disertación sobre las enfermedades nerviosas, Putnam se refirió a la «teoría sexual» de Sigmund Freud como la única aportación interesante en el tema de las neurosis histéricas y obsesivas. Después de la clase, le pedí bibliografía. Putnam me remitió a Havelock Ellis, que aceptaba los dos descubrimientos más radicales de Freud: la existencia de lo que Freud llamaba el «inconsciente» y la etiología sexual de la neurosis. Putnam me presentó también a Morton Prince, que a la sazón empezaba a publicar su revista sobre psicología patológica. El doctor Prince manejaba una extensa colección de publicaciones extranjeras. Resultó que había conocido a mi padre; y al poco me contrató como corrector de pruebas. A través de él tuve acceso a prácticamente todo lo que Freud había publicado hasta el momento, desde
La interpretación de los sueños
a la pionera
Tres ensayos
. Mi alemán era bueno, y pronto me vi consumiendo la obra de Freud con una avidez que no había experimentado en años. La erudición de Freud resultaba impresionante. Sus escritos eran como filigranas. Sus ideas, en caso de ser correctas, habrían de cambiar el mundo.
Pero cuando me entregué definitivamente, sin embargo, fue al tener conocimiento de la solución propuesta por Freud para el
Hamlet
de Shakespeare. Freud lo trataba como de pasada; era apenas una digresión de doscientas palabras en mitad de su tratado sobre los sueños. Y hela ahí: una respuesta absolutamente nueva al más famoso enigma de la literatura occidental.
El
Hamlet
de Shakespeare ha sido representado miles y miles de veces, más que ninguna otra obra en cualquier lengua. Es la obra sobre la cual más se ha escrito de toda la literatura universal. (No cuento la Biblia, por supuesto.) Pero hay un vado extraño en el corazón de este drama: toda la acción se basa en la incapacidad para actuar de su protagonista. La obra consiste en una serie de evasivas y excusas utilizadas por Hamlet para justificar la postergación de su venganza contra el asesino de su padre (su tío Claudio, ahora casado con la madre de Hamlet y rey de Dinamarca), subrayada por angustiados soliloquios en los que se vilipendia a sí mismo por su parálisis; el más famoso de los cuales, cómo no, es aquel que comienza por
Ser o no ser
. Sólo después de que sus dilaciones y errores hayan traído la ruina —el suicidio de Ofelia; el asesinato de su madre, que bebe un veneno que Claudio ha preparado para Hamlet; y su propio fin a causa de la herida de la espada envenenada de Laertes—, Hamlet, en la escena final, da muerte a su tío tríplemente merecedor de ella.
¿Por qué no actúa Hamlet? No por falta de oportunidad, ciertamente: Shakespeare le brinda a Hamlet las mejores ocasiones imaginables para matar a Claudio. Hamlet incluso lo reconoce
(Ahora podría hacerlo
), pero se echa atrás. ¿Qué lo detiene? Y ¿por qué estos titubeos inexplicables —esta aparente debilidad, esta casi cobardía— llevan tres siglos fascinando a los auditorios de todo el mundo? Las mentes literarias más grandes de nuestra era, Goethe y Coleridge, trataron sin éxito de sacar la espada de esta roca, y centenares de mentes menos dotadas se han estrellado también contra este enigma.
No me gustaba la respuesta edípica de Freud. De hecho, me disgustaba profundamente. No quería creer en ella, al igual que no quería creer en el complejo de Edipo en sí. Necesitaba refutar las escandalosas teorías de Freud; necesitaba encontrar dónde estaba el fallo, pero no lo lograba. Con la espalda contra un árbol, me sentaba día tras día en el Yard, durante horas enteras, estudiando minuciosamente a Freud y Shakespeare. El diagnóstico de Freud sobre
Hamlet
llegó a antojárseme cada vez más irresistible, no sólo porque ofrecía la primera solución total al enigma de la obra, sino porque explicaba por qué nadie más había sido capaz de resolverlo, y al mismo tiempo dejaba clara la razón por la que la tragedia del príncipe de Dinamarca poseía tal garra universal e hipnótica. Teníamos, pues, un científico que aplicaba sus descubrimientos a Shakespeare. y veíamos cómo la medicina se ponía en contacto con el alma. Cuando leí esas dos páginas de
La interpretación de los sueños
del doctor Freud, mi suerte futura estaba echada. Si no podía refutar la psicología de Freud, dedicaría mi vida a ella.
Al
coroner
Charles Hugel no le había gustado lo más mínimo el extraño ruido que salía de las paredes del dormitorio de la señorita Riverford; era como el gemido de un espíritu emparedado que anhelase volver a la vida. El
coroner
no podía quitarse aquel sonido de la cabeza. Además, algo faltaba en aquel dormitorio; estaba seguro de ello, pero no sabía qué. Cuando volvió a su despacho en el centro, Hugel llamó para que le enviaran un mensajero y mandó a éste calle arriba en busca del detective Littlemore.
Pero otra de las cosas que no le gustaban a Hugel era la ubicación de su despacho. El
coroner
no había sido invitado a mudarse a la luminosa y flamante nueva sede de la policía o a la primera comisaría de policía que se construía en el Old Slip neoyorquino, edificios ambos dotados de teléfonos. Los jueces habían conseguido no hacía mucho su Partenón. Pero él, no sólo examinador médico jefe de la ciudad sino asimismo funcionario con atribuciones judiciales, y mucho más necesitado de equipamiento moderno, había sido abandonado en el destartalado edificio Van den Heuvel, con su enlucido desconchado y su moho y, lo peor de todo, sus techos con manchas de humedad. Aborrecía la visión de aquellas manchas, de bordes irregulares de una tonalidad amarilla parduzca. Y las aborrecía especialmente aquel día: las veía más grandes, y se preguntaba si el techo no se agrietaría del todo y se desplomaría sobre su cabeza. Por supuesto, un
coroner
debía estar junto a un depósito de cadáveres; lo comprendía perfectamente. Pero lo que no entendía en absoluto era por qué no se había construido un depósito nuevo y moderno en la nueva jefatura de policía.