Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—¿A la cama? —le preguntó Brill—. Anoche se fue a la cama a las nueve…
Mientras el resto de nosotros se había retirado bien pasada la medianoche, después de cenar juntos en el hotel, Jung se había encerrado en su habitación nada más llegar y no había bajado a cenar con nosotros. Freud le preguntó a Jung si se encontraba bien. Jung le respondió que era su cabeza otra vez, y Freud me pidió que lo acompañara al hotel. Pero Jung no aceptó que lo ayudáramos, e insistió en que podía desandar fácilmente nuestros pasos. Así pues, Jung tomó el tren en dirección norte, mientras nosotros seguíamos viaje sin él.
Cuando el detective Jimmy Littlemore volvió al Balmoral el lunes por la tarde, acababa de entrar uno de los porteros, Clifford, que había trabajado el día anterior en el turno de noche. Littlemore le preguntó si conocía a la difunta señorita Riverford.
Al parecer Clifford no había recibido la orden de mantener cerrado el pico.
—Sí, claro. La recuerdo muy bien —dijo—. Guapísima.
—¿Habló con ella? —le preguntó Littlemore.
—No hablaba mucho. Conmigo, al menos…
—¿Se acuerda de alguna cosa en particular sobre ella?
—Le abría la puerta algunas mañanas —dijo Clifford.
—¿Hay algo de especial en eso?
—Termino el turno a las seis de la mañana. Las únicas chicas que uno ve a esas horas son chicas trabajadoras, y la señorita Riverford no tenía el menor aspecto de chica trabajadora, si sabe a lo que me refiero. Así que esos días salía a…, no sé, quizá a las cinco o cinco y media…
—¿Adónde iba? —preguntó Littlemore.
—No tengo ni idea.
—¿Y qué me dice de anoche? ¿Notó algo o vio a alguien fuera de lo normal?
—¿A qué se refiere con fuera de lo normal? —preguntó Clifford.
—Algo diferente, alguien a quien no hubiera visto nunca.
—Hubo un tipo… —dijo Clifford—. Se fue a eso de la medianoche. Con una prisa tremenda. ¿Viste a aquel tipo, Mac? No tenía una pinta muy normal, si le interesa lo que yo pienso.
El portero volvió a mirarme cuando Mac negó con la cabeza.
—¿Un pitillo? —dijo Littlemore dirigiéndole un gesto a Clifford, que aceptó y se guardó el cigarrillo, pues no les estaba permitido fumar en el trabajo—. ¿Por qué no tenía una pinta normal?
—No sé, porque no. De extranjero, quizá.
Clifford no fue capaz de articular su recelo de un modo más específico, pero afirmó rotundamente que el hombre en cuestión no vivía en el edificio. Littlemore tomó nota de su descripción: alto, delgado, de frente alta y pelo negro, bien vestido, de treinta cinco años o quizá algo más, con gafas y un maletín negro… El hombre subió a un coche de alquiler en la acera del Balmoral, y se dirigió hacia el centro. Littlemore siguió interrogando a los porteros durante otros diez minutos —ninguno recordaba al hombre de pelo negro entrando en el edificio, pero podía haber subido con un residente sin que nadie lo hubiera advertido—, y luego les preguntó dónde podía encontrar a las doncellas del Balmoral. Los porteros señalaron unas escaleras que descendían.
En el sótano, Littlemore se encontró en una estancia muy caldeada de techo bajo, llena tuberías vistas en las paredes. Había un grupo de doncellas doblando ropa de cama. Todas ellas conocían a la doncella de la señorita Riverford: Betty Longobardi. Pero le confiaron, en susurros, que no la encontraría en el edificio. Se había ido. Betty se había marchado del Balmoral muy temprano, sin despedirse de nadie. Y no sabían por qué. Betty era una persona de mucho carácter, pero también un cielo de chica. No aguantaba ninguna impertinencia, ni siquiera al director de noche. Puede que hubiera tenido otra trifulca con él la noche pasada. Una de las doncellas sabía dónde vivía Betty. Con tal información asegurada, Littlemore se volvió para irse. Y fue entonces cuando vio al chino.
Con una camiseta blanca y unos pantalones cortos oscuros, el hombre había aparecido en el sótano con una cesta de mimbre rebosante de sábanas recién lavadas. Depositó el contenido en la mesa donde descansaba el resto de la ropa blanca, y se iba ya cuando algo llamó la atención de Littlemore. El detective se quedó mirándole las gruesas pantorrillas y las sandalias. No es que fueran particularmente interesantes; ni tampoco sus andares, que se limitaban a deslizar un pie detrás del otro. El resultado, sin embargo, era fascinante. El hombre iba dejando en el suelo, a su espalda, dos estelas mojadas, y tales estelas aparecían salpicadas por una oscura y brillante arcilla roja.
—¡Eh…, usted! —gritó el detective.
El hombre se quedó inmóvil, con los hombros encorvados y dando la espalda al detective. Pero al instante siguiente echó a correr y desapareció tras una esquina con el cesto a cuestas. El detective salió tras él, dobló la esquina justo a tiempo para ver cómo el hombre empujaba unas puertas batientes al fondo del largo pasillo. Littlemore corrió por el pasillo, pasó las puertas batientes y se encontró en la lavandería estridente y cavernosa del Balmoral, donde los empleados trabajaban en tablas de lavar y de planchar, planchas de vapor y lavadoras de mano. Había negros y blancos, italianos e irlandeses, rostros de todo tipo, pero no chinos. Una cesta de mimbre vacía yacía de lado junto a una tabla de planchar, y se balanceaba suavemente como si acabaran de dejarla. El suelo estaba todo mojado, lo cual impedía ver cualquier posible rastro de pisadas. Littlemore levantó la punta del sombrero y sacudió la cabeza.
Gramercy Park, al pie de Lexington Avenue, era el único parque privado de Manhattan. Sólo los propietarios de las casas de enfrente de la delicada verja de hierro forjado tenían derecho a entrar en él. Cada casa disponía de una llave de la puerta del parque, que daba acceso a un pequeño paraíso de flores y verdor.
Para la chica que salía de una de aquellas casas a primera hora del atardecer del lunes 30 de agosto, aquella llave siempre había sido un objeto mágico, dorado y negro, delicado pero irrompible. Cuando era niña, la vieja señora Biggs, su sirvienta, solía dejarle llevar la llave en su diminuto bolso blanco mientras cruzaban la calle hacia la verja. Era demasiado pequeña para hacerla girar en la cerradura, pero la señora Biggs guiaba su mano y la ayudaba a hacerlo. Cuando la puerta cedía, era como si el mundo mismo se estuviera abriendo ante ella.
El parque se había ido haciendo más y más pequeño a medida que ella crecía. Ahora ella, con diecisiete años, podía hacer girar la llave sin ayuda alguna, por supuesto, y aquel día, a la caída de la tarde, lo hizo para entrar e ir andando despacio hasta su banco, aquel donde siempre se sentaba. Llevaba un montón de libros de texto y su ejemplar personal de
La casa de la alegría
. Seguía amando su banco, aun cuando el parque había llegado a ser de algún modo, al hacerse ella mayor, más un apéndice de la casa de sus padres que un lugar para refugiarse de ella. Su madre y su padre estaban fuera. Se habían retirado al campo hacía cinco semanas, y la habían dejado al cuidado de la señora Biggs y de su marido. Y a ella le había encantado que la dejaran sola.
El día era ya opresivamente caluroso, pero el banco estaba a la sombra fresca de un castaño y de un sauce. Los libros descansaban en el banco, sin abrir, a su lado. Dos días después sería septiembre, un mes que llevaba anhelando lo que se le antojaba ya una eternidad. El siguiente fin de semana cumpliría dieciocho años. Y tres semanas después se matricularía en el Barnard College. Era una de esas chicas que, pese a su ferviente deseo de vivir una vida diferente, había ido difiriendo el hecho de hacerse mujer todo lo posible: cuando tenía trece, catorce y quince años aún se aferraba a sus muñecos de peluche mientras sus compañeras de colegio hablaban ya de medias, barras de labios e invitaciones sociales. A los dieciséis años, los muñecos de peluche habían sido al fin relegados a los estantes más altos de un armario. A los diecisiete, era ágil, de ojos azules y sobrecogedoramente hermosa. Llevaba el pelo rubio y largo recogido detrás con una cinta.
Cuando las campanas de la iglesia de Calvary dieron las seis, vio cómo el señor y la señora Biggs bajaban apresuradamente la escalera principal de la casa: les quedaba poco tiempo para hacer las compras antes de que cerraran las tiendas. Hicieron una seña con la mano a la chica, que les devolvió el saludo. Minutos después, secándose las lágrimas, echó a andar despacio hacia la casa, apretándose los libros de texto contra el pecho, mirando la hierba y los tréboles y el vuelo de las abejas. Si se hubiera vuelto hacia la izquierda habría visto, al fondo del parque, a un hombre que la miraba desde el otro lado de la verja de hierro forjado.
Hacía tiempo que este hombre venía observándola. Llevaba un maletín negro en la mano derecha y vestía de negro, con demasiada ropa, de hecho, para el calor que hacía. No quitaba los ojos de la chica ni un momento mientras ésta cruzaba la calle y subía las escaleras hacia la puerta de su casa, una bonita casona de piedra caliza con dos pequeños leones de piedra que montaban una vana guardia a ambos lados de la entrada. Vio cómo la chica abría la puerta sin necesidad de utilizar la llave.
El hombre había visto asimismo cómo los viejos sirvientes salían de la casa. Miró a derecha e izquierda, y por encima del hombro, y echó a andar hacia la casa. Rápidamente se acercó a ella, subió las escaleras, tanteó el pomo de la puerta y comprobó que no la habían cerrado con llave.
Media hora después, el silencio de la noche de verano de Gramercy Park se vio rasgado por un grito, el grito de una jovencita. Surcó el aire de un extremo al otro de la calle, y quedó suspendido en él mucho más tiempo del que hubieran autorizado a imaginar las leyes de la física. Poco después, el hombre salió atropelladamente por la puerta de atrás de la casa de la chica. Un pequeño objeto no más grande que una moneda salió despedido de sus manos al dar él un traspié en los escalones. El objeto golpeó en la losa de pizarra y se alzó al aire en un rebote increíblemente alto. El hombre a punto estuvo de caer al suelo, pero recuperó el equilibrio, pasó como un rayo por delante del cobertizo del jardín y salió al callejón trasero.
El señor y la señora Biggs oyeron el grito. Volvían de la compra, cargados de bolsas de comestibles y de flores. Horrorizados, entraron a trompicones en la casa y subieron las escaleras tan raudamente como se lo permitieron las piernas. En el segundo piso, la puerta del dormitorio principal estaba abierta, cuando no debería estarlo. Y la encontraron dentro. A la señora Biggs se le cayeron las bolsas de las manos. Medio kilo de harina se esparció por el suelo en torno a sus viejos zapatos negros, levantando una pequeña polvareda blanca, y una cebolla amarilla rodó hasta los pies desnudos de la chica.
Estaba en medio del dormitorio de sus padres, vestida tan sólo con una combinación y otras prendas de ropa interior que no debían contemplar los ojos de la servidumbre. Tenía las piernas desnudas. Y los largos y delgados brazos alzados por encima de la cabeza, con las muñecas atadas por una gruesa cuerda, que a su vez se hallaba sujeta al gancho del que pendía una pequeña araña; los dedos de la chica casi tocaban sus prismas de cristal. La combinación estaba toda rasgada, como si la hubieran desgarrado los golpes de un látigo o una vara. Una larga corbata o fular masculino blanco apretaba con fuerza el cuello de la chica y pasaba entre los labios.
No estaba, sin embargo, muerta. Sus ojos, como enloquecidos, miraban fijamente, sin ver. Miraban a aquellos viejos sirvientes, tan familiares, no con alivio sino con una especie de terror, como si fueran asesinos o demonios. Todo su cuerpo tiritaba, pese al calor. Trató de gritar de nuevo, pero ningún sonido salió de su garganta; era como si hubiera gastado ya toda su voz.
La señora Biggs recuperó la presencia de ánimo y ordenó a su marido que saliera de la habitación y fuera en busca de la policía. Luego, con suma cautela, fue hasta la chica y trató de calmarla, y procedió a soltarle la tela que le ceñía mandíbulas y garganta. Cuando le liberó la boca, la chica empezó a hacer todos los movimientos que normalmente acompañan al habla, pero seguía sin poder articular sonido alguno: ni una palabra, ni un suspiro. Cuando llegaron los policías, se quedaron consternados al ver que la chica no podía hablar. Y aún les aguardaba una mayor consternación. Le dieron papel y lápiz, y le pidieron que escribiera lo que había sucedido.
No puedo
, escribió la chica. ¿Por qué no?, le preguntaron los policías. Y ella respondió:
No puedo acordarme
.
Eran casi las siete de la tarde del lunes cuando Freud, Ferenczi y yo volvimos al hotel. Brill se había ido a casa, cansado y feliz. Creo que Coney Island es el lugar preferido de Brill de toda Norteamérica. Una vez me dijo que cuando llegó a este país con quince años, solo y sin un centavo, solía pasarse días enteros en el paseo marítimo entarimado, y a veces noches enteras debajo de él. Sea como fuere, para mí no era nada obvio que lo primero que gustase Freud de Norteamérica hubiera de incluir forzosamente el espectáculo de la Incubadora de Bebés Prematuros Vivos o de la Alegre Trixie, la dama de trescientos kilos de peso, anunciada con la arrobada frase publicitaria: ¡SANTO CIELO! ¡QUÉ GORDA! ¡QUÉ INCREÍBLEMENTE GORDA!
Pero Freud parecía encantado, y lo comparó con el Prater de Viena, «sólo que a escala gigantesca», apostilló el Maestro. Brill incluso lo persuadió para que alquilara un traje de baño y se uniera a nosotros en la enorme piscina de agua salada del Steeplechase Park. Freud demostró ser un nadador más poderoso que Brill o Ferenczi, pero por la tarde tuvo un acceso de molestias prostáticas. Nos sentamos, por tanto, en un café del paseo entablado, y allí, en medio del estridente clamor de las montañas rusas y el martilleo más regular de las olas, tuvimos una conversación que jamás podré olvidar.
Brill había estado ridiculizando el tratamiento que prescriben los médicos norteamericanos a las mujeres histéricas: curas de masajes, curas de vibraciones, curas de agua…
—Mitad curanderismo y mitad industria sexual —dijo.
Describió a continuación una enorme máquina vibradora recientemente adquirida (por cuatrocientos dólares) por un colega conocido suyo, nada menos que profesor en la Universidad de Columbia—. ¿Saben lo que estos médicos están haciendo realmente? Ninguno lo admite, pero están haciendo que sus pacientes femeninas lleguen al clímax.
—Parece sorprenderle —dijo Freud—. Avicena aplicaba el mismo tratamiento en Persia hace novecientos años.