Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—¿La memoria es la causa de la amnesia? —preguntó McClellan.
—La memoria de la agresión, junto con recuerdos más profundos reavivados por ella, no puede aceptarse. Y por tanto se reprime, lo que da lugar a la amnesia.
—¿Recuerdos más profundos? —repitió el alcalde—. Me temo que no le sigo.
—Una agresión del tipo de la padecida por esta joven —dijo Freud—, por brutal y terrible que sea, a su edad no debería ser suficiente para causarle la amnesia. La víctima recuerda, siempre que en los demás aspectos esté sana. Pero cuando la víctima ha vivido ya en el pasado otro episodio de esta naturaleza, y tan traumático que la memoria debe de haberlo reprimido y borrado por completo de la conciencia, la nueva agresión puede producirle amnesia, porque no es posible recordarlo sin desenterrar también recuerdos de la agresión antigua, algo que la conciencia no permitiría.
—Santo Dios —dijo el alcalde.
—¿Qué se puede hacer? —preguntó el doctor Higginson.
—¿Puede curarla? —quiso saber el alcalde—. Ella es la única capaz de darnos una descripción de su agresor.
—¿La hipnosis? —sugirió Ferenczi.
—No la recomiendo en absoluto —dijo Freud—. No la ayudaría en nada, y los recuerdos que hace aflorar la hipnosis no son fiables.
—¿Y qué me dice de…, de ese
psicoanálisis
, como lo llaman ustedes? —preguntó el alcalde.
—Podríamos empezar mañana mismo —respondió Freud—. Pero debo advertirles: el psicoanálisis es un tratamiento intensivo. Tendremos que ver a la paciente todos los días, y como mínimo durante una hora.
—No veo ninguna dificultad en ello —declaró McClellan—. La cuestión es qué hacer con la señorita Acton esta noche. —Los padres de la joven pasaban el verano en su casa de campo de Berkshire, y no era posible ponerse en contacto con ellos. El doctor Higginson sugirió llamar a algunos amigos de la familia, pero el alcalde dijo que no le parecía conveniente—. Acton no querría que se supiera ni una palabra del asunto. La gente podría creer que su hija había sufrido algún daño permanente.
La señorita Acton oyó casi con certeza esto último. Vi que nos escribía una nota. Fui hasta ella y me la entregó.
Quiero ir a casa
, decía.
Ahora mismo
.
Nada más leerla, McClellan le dijo a la joven que no podía permitirlo. Se sabía de criminales, le advirtió, que volvían a la escena del crimen. El agresor podía estar espiando la casa incluso en ese mismo momento. Temeroso de que pudiera identificarle, tal vez pensaba que su única esperanza de escapar a la justicia era dar muerte a su víctima. Volver a Gramercy Park estaba por tanto descartado por completo, al menos hasta que su padre regresara a la ciudad y pudiera garantizar su seguridad. Al oír esto, la expresión de la señorita Acton cambió de nuevo, e hizo un gesto con las manos que expresaba una emoción que no pude identificar.
—Ya lo tengo —anunció el alcalde McClellan.
La señorita Acton, explicó, se alojaría en el Hotel Manhattan, donde nos hospedábamos nosotros. Él mismo pagaría sus habitaciones. La acompañaría la señora Biggs, la vieja ama de llaves, que se cuidaría de traer vestuario y otros enseres necesarios de Gramercy Park. La señorita Acton permanecería en el hotel hasta que sus padres volvieran del campo. Esta solución no era sólo la más segura sino la más conveniente para el fin que se perseguía: comenzar el tratamiento.
—Hay otra dificultad —dijo Freud—. El psicoanálisis requiere que quien lo conduce dedique cierto tiempo a él de forma continuada. Es obvio que yo no puedo dedicar tal tiempo, y tampoco mi colega Ferenczi, aquí presente. ¿Qué dice usted, Younger? ¿Se encargaría usted del caso?
Freud vio mi vacilación; comprendió que deseaba tratar el asunto con él en privado, y me llevó hacia un lado.
—Debería ser Brill —dije—. No yo.
Freud me miró fijamente, con la mirada que podía taladrar la piedra. Y me respondió con voz suave:
—No tengo la menor duda de sus facultades, muchacho. Su historia clínica lo prueba sobradamente. Quiero que se encargue de la señorita Acton.
Era a un tiempo una orden que no podía desobedecer y una expresión de confianza cuyo efecto en mí no puedo describir. Acepté.
—Bien —dijo en voz alta—. Es toda suya. Yo supervisaré el trabajo mientras siga en los Estados Unidos, pero será usted, doctor Younger, quien lleve a cabo el psicoanálisis. Siempre, por supuesto —añadió, volviéndose hacia la señorita Acton—, que nuestra paciente se muestre tan dispuesta a la experiencia como nosotros.
Las mejillas hundidas del
coroner
Hugel, advirtió el detective Littlemore el martes por la mañana, parecían más huecas que nunca. Las bolsas de los ojos tenían a su vez otras bolsas, y los círculos oscuros otros círculos. Littlemore estaba seguro de que sus descubrimientos levantarían el ánimo del
coroner
.
—Muy bien, señor Hugel —dijo el detective—. Volví al Balmoral. Y espere a oír lo que voy a contarle.
—¿Habló con la doncella? —preguntó Hugel inmediatamente.
—Ya no trabaja allí —respondió el detective—. Fue despedida.
—¡Lo sabía! —exclamó el
coroner—
. ¿Consiguió su dirección?
—Oh, no me costó gran cosa dar con ella. Pero escuche esto: volví al dormitorio de la señorita Riverford a echar una ojeada a esa cosa del techo… Ya sabe, esa especie de pomo al que según dijo usted la habían atado. Pues tenía razón. Había hebras de cuerda en él.
—Estupendo. Las guardó, ¿no? —dijo Hugel.
—Las tengo. Y el pomo también —dijo Littlemore, y al punto apareció en el semblante del
coroner
una desagradable expresión de aprensión. El detective prosiguió—: No me pareció sujeto con demasiada fuerza, así que me subí a la cama, le di un buen tirón y lo arranqué del techo.
—No le pareció que estuviera sujeto con demasiada fuerza —repitió el
coroner—
, así que le dio un buen tirón y lo arrancó. Excelente trabajo, detective.
—Gracias, señor Hugel.
—Quizá la próxima vez destroce todo el dormitorio. ¿Ha roto alguna otra prueba?
—No —respondió Littlemore—. No entiendo cómo pudo desprenderse tan fácilmente. ¿Cómo pudo sostener el peso de la chica?
—Bueno, está claro que lo hizo.
—Pero hay más, señor Hugel. Algo muy gordo. Dos cosas. —Littlemore describió al desconocido que abandonó el Balmoral hacia la medianoche del domingo con un maletín negro—. ¿Qué le parece, señor Hugel? Podría ser él, ¿no?
—¿Están seguros de que no era un residente?
—Completamente. No lo habían visto nunca.
—Con un maletín, dice usted… —dijo Hugel—. ¿En qué mano? —Clifford no lo sabía.
—¿Se lo preguntó?
—Por supuesto que sí —dijo Littlemore—. Tenía que cerciorarme de la desteridad del tipo.
Hugel gruñó con desdén.
—En fin, tampoco es nuestro hombre, de todas formas.
—¿Por qué no?
—Porque nuestro hombre tiene el pelo gris, y vive en el edificio —dijo el
coroner
, animándose—. Sabemos que la se ñorita Riverford no recibía visitas regulares. Sabemos que no recibió ninguna visita del exterior el domingo por la noche. ¿Cómo pudo el asesino entrar en su apartamento, entonces? La puerta no fue forzada. Sólo existe una explicación: llamaron a la puerta, y ella abrió. Ahora bien, ¿una chica que vive sola, abriría la puerta a cualquiera? ¿De noche? ¿A un desconocido? Lo dudo mucho. Pero sí le abriría a un vecino, a alguien que viviera en el edificio; a alguien al que estuviera esperando, y al que quizá había abierto su puerta otras veces.
—¡El tipo de la lavandería! —dijo Littlemore. El
coroner
se quedó mirándole.
—Ésa es la otra cosa, señor Hugel. Escuche con atención. Estoy en el sótano del Balmoral cuando veo a un chino que deja huellas de pisadas con arcilla. Arcilla roja. Cogí una muestra. La misma arcilla que vi en el dormitorio de la señorita Riverford, estoy seguro. Puede que él sea el asesino.
—Un chino —dijo el
coroner
.
—Traté de detenerle, pero escapó. Un empleado de la lavandería. Quizá el tipo entregaba la ropa limpia en el apartamento de la señorita Riverford el domingo por la noche. Así que ella le abre la puerta, y él la mata. Luego él se vuelve a la lavandería, y no se ha enterado nadie.
—Littlemore —dijo el
coroner
, inhalando profundamente el aire—. El asesino no fue el chino de la lavandería. El asesino es un hombre rico. Sabemos ese dato.
—No, señor Hugel. Usted supuso que era rico porque la estranguló con una cara corbata blanca de seda. Pero si trabajas en una lavandería lavas continuamente corbatas blancas de seda. Puede que el chino cogiera una de esas corbatas y matara a la señorita Riverford con ella.
—¿Y el móvil? —preguntó el
coroner
.
—No lo sé. Puede que le guste matar chicas, como aquel tipo de Chicago. Oiga, la señorita Riverford es de Chicago. ¿No cree que…?
—No, detective. No lo creo. Ni creo que su chino tenga nada que ver con el asesinato de la señorita Riverford.
—Pero la arcilla…
—Olvídese de la arcilla.
—Pero ese chino echó a correr cuando…
—¡Basta de chinos! ¿Me oye, Littlemore? No hay ningún chino en este asunto. El asesino mide como mínimo un metro ochenta. Y es blanco. Los pelos que encontré en el cuerpo de la joven son caucásicos. La doncella: la doncella es la clave. ¿Qué le dijo la doncella?
Bajé a desayunar unos quince minutos antes de la hora en que debía llamar a la señorita Acton. Freud estaba sentándose en ese momento. Brill y Ferenczi estaban ya en la mesa. Brill, con tres platos vacíos ante él, daba cuenta de un cuarto. Le había dicho el día anterior que la Universidad de Clark corría con los gastos de sus desayunos. Y recuperaba, por así decir, el tiempo perdido.
—Estamos en Norteamérica —le dijo a Freud—. Se empieza con avena tostada con nata y azúcar, y luego pierna de cordero caliente con patatas fritas, un cesto de galletas con levadura y mantequilla fresca, y por último tortitas de trigo sarraceno con sirope de arce de Vermont. Me siento en la gloria.
—Yo no —respondió Freud. Al parecer tenía algún problema digestivo. Nuestra comida, explicó, era demasiado pesada para él.
—Para mí también —se quejó Ferenczi, que sólo tomaba una taza de té. Y añadió, con tristeza—: Creo que fue la ensalada con mayonesa.
—¿Dónde está Jung? —preguntó Freud.
—No tengo ni idea —respondió Brill—. Pero sé adónde fue el domingo por la noche.
—¿El domingo por la noche? El domingo por la noche se fue a la cama —dijo Freud.
—Oh, no. No se fue a la cama —replicó Brill, en lo que a todas luces quería ser un tono tentador—. Y sé con quién estuvo. Miren, se lo enseñaré. Miren esto.
De debajo del asiento Brill sacó un grueso fajo de hojas de papel, quizá unas trescientas, sujeto con gomas elásticas. En la hoja de encima se leía:
Ensayos escogidos sobre la histeria y otras psiconeurosis
,de Sigmund Freud; traducción y prólogo de A. A. Brill.
—Su primer libro en inglés —dijo Brill, tendiéndole el fajo a Freud con un orgullo radiante que nunca le había visto antes—. Será una sensación, ya verá.
—Me da usted una enorme alegría, Abraham —dijo Freud, devolviéndole el original—. De verdad. Pero nos estaba usted contando algo de Jung.
La cara de Brill se oscureció. Se levantó de la silla, alzó la barbilla y declaró con altivez:
—Así es como trata usted la obra de mi vida durante los últimos doce meses. Algunos sueños no necesitan interpretación: necesitan acción. Adiós.
Acto seguido volvió a sentarse.
—Lo siento. No sé lo que me ha pasado —dijo—. Por un momento pensé que era Jung. —La interpretación de Jung que acababa de brindarles (realmente notable) hizo desternillarse a Ferenczi, pero dejó impasible a Freud. Aclarándose la garganta, Brill atrajo nuestra atención hacia el nombre de su editor, Smith Ely Jelliffe, que aparecía en la portada del original—. Jelliffe dirige el
Journal of Nervous Disease
—dijo Brill—. Es médico, rico como Creso, muy bien relacionado, y, gracias a mí, otro converso a la causa. Dios, voy a hacer de esta Gomorra un paraíso del psicoanálisis. Ya verán. En fin, nuestro amigo Jung tenía una cita secreta con Jelliffe el domingo por la noche.
Resultó que Jelliffe, cuando Brill recibió el original de sus manos aquella mañana, había mencionado que el domingo por la noche había invitado a Jung a cenar en su apartamento. Jung no nos había dicho nada de aquella cita.
—Al parecer el principal tema de conversación fue la ubicación de los mejores burdeles de Manhattan, pero escuchen esto —continuó Brill—. Jelliffe ha pedido a Jung que dé una serie de conferencias sobre psicoanálisis la semana que viene en la Universidad de Fordham, de los jesuitas.
—¡Pero eso es estupendo! —exclamó Freud.
—¿Lo es? —preguntó Brill—. ¿Por qué Jung y no usted?
—Abraham, yo estaré dando conferencias todos los días en Massachusetts a partir del martes que viene. No podría dar conferencias en Nueva York al mismo tiempo.
—Pero ¿a qué viene ese secreto? ¿Por qué ocultar su entrevista con Jelliffe?
Ninguno de nosotros tenía respuesta a esta pregunta.
A Freud, sin embargo, no parecía preocuparle, y comentó que sin duda tenía que haber una buena razón para esa reticencia de Jung.
Durante todo este tiempo yo había tenido en la mano el grueso original de Brill. Había leído las dos primeras páginas, y al pasar a la siguiente me sorprendió encontrarme con una página casi completamente en blanco, apenas cinco líneas impresas: centradas, en cursiva, con letras de molde. Eran, me pareció, unos versos bíblicos.
—¿Qué es esto? —pregunté, mostrándoles la página.
Ferenczi cogió la página de mi mano y la leyó en voz alta:
QUITAOS EL PREPUCIO DEL CORAZÓN
VARONES DE JERUSALÉN:
NO SEA QUE MI IRA SE DISPARE COMO FUEGO
Y SE INFLAME Y NO HAYA QUIEN LA EXTINGA,
POR LA MALDAD DE VUESTRAS OBRAS.
— Jeremías, ¿no? —dijo Ferenczi, mostrando un conocimiento de las Escrituras considerablemente superior al mío—. ¿Qué hace Jeremías en este libro sobre la histeria?
Más extraño aún, a pie de página —Ferenczi había puesto el original en el centro de la mesa— se veía el sello de una cara estampada en tinta: una especie de demacrado sabio oriental, con turbante, larga nariz, barba aún más larga y ojos muy abiertos e hipnóticos.