Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
No llevaba puestas más que unas bragas. Las persianas estaban cerradas y las cortinas echadas.
El hombre estaba detrás de ella. Le había rodeado el cuello con una tira suave de tela —quizá seda—, y la estaba apretando tanto que apenas podía respirar, y mucho menos gritar. También la estaba azotando con algo, una correa o una especie de fusta. Dolía, pero era soportable, como una azotaina no muy severa. Lo que la aterrorizaba era la seda ceñida a su garganta: pensaba que quería mataría. Pero cada vez que estaba a punto de desvanecerse, el hombre aflojaba ligeramente la presión del estrangulamiento, lo justo para dejar que su víctima recuperara un poco el resuello.
El hombre empezó a azotarla con más fuerza. El dolor se hizo tan intenso que ella pensó que no podría soportarlo. Y de pronto el látigo cesó, y el hombre se le acercó por detrás, hasta tan cerca que ella pudo sentir su aliento áspero en la espalda. El hombre la tocó; la señorita Acton no dijo dónde; y yo no pregunté. Mientras lo hacía, ella sintió que una parte del cuerpo de él —«una parte dura», dijo— entraba en contacto con su cadera. El hombre emitió un feo sonido, y luego cometió un error: la corbata que apretaba el cuello de ella se aflojó de pronto, y ella aspiró con fuerza y lanzó un grito, un grito tan fuerte y prolongado como se lo permitieron los pulmones. Y entonces debió de desmayarse. Lo siguiente que recordaba era que la señora Biggs estaba a su lado.
Mientras me contaba todo esto Nora guardaba la compostura, con las manos enlazadas sobre el regazo. Sin cambiar de actitud, me preguntó:
—¿Está disgustado conmigo?
—No —dije—. En sus recuerdos de la agresión, ¿era Banwell el agresor?
—Creí que sí. Pero el alcalde dijo que…
—El alcalde dijo que Banwell estaba con él el domingo por la noche, cuando fue asesinada la
otra
mujer. Si usted recuerda a Banwell como su agresor, debe decirlo.
—No lo sé —dijo Nora en tono quejumbroso—. Creía que sí. No sé. Estuvo detrás de mí todo el tiempo.
—Cuénteme lo de anoche.
Me contó lo del intruso que había entrado en su dormitorio. Esta vez, dijo, estaba segura de que era Banwell. Hacia el final del relato, sin embargo, se apartó de mí una vez más. ¿Me estaba ocultando algo?
—Ni siquiera tengo lápiz de labios —concluyó, muy seria—. Y esa cosa horrible que encontraron en mi armario… ¿De dónde se supone que he sacado yo eso?
Señalé un hecho obvio:
—Ahora lleva usted maquillaje. El más leve brillo en los labios, el más tenue colorete en las mejillas.
—¡Pero esto es de Clara! —protestó—. Me lo ha dado ella. Ha dicho que me sentaría bien.
Seguimos sentados en silencio. Al final, habló ella:
—No cree una palabra de lo que le he contado.
—No creo que quisiera mentirme.
—Pero lo hago —respondió ella—. Lo he hecho.
—¿Cuándo?
—Cuando he dicho que le odio —dijo ella, al cabo de una larga pausa.
—Cuénteme lo que se ha callado.
—¿A qué se refiere?
—Algo de la noche pasada; algo que le hace dudar de sí misma.
—¿Cómo lo sabe? —me preguntó.
—Usted dígamelo.
A regañadientes, confesó que en el episodio de la noche anterior había un detalle inexplicable. Su posición de espectadora privilegiada, desde la que había presenciado todo lo que le estaba pasando, no era la del nivel de sus ojos sino la de un lugar en lo alto de la alcoba, muy por encima de ella misma y de su agresor. De hecho se había visto yaciendo en el lecho, como si fuera un mero testigo de la escena y no la víctima.
—¿Cómo es posible eso, doctor? —exclamó, con voz suave—. No es posible, ¿verdad?
Yo quería consolada, pero lo que tenía que decide no era muy consolador que dijéramos.
—Lo que me describe es la forma en que a veces vemos las cosas en sueños.
—Pero si lo soñé, ¿cómo me hice esa quemadura? —susurró—. Yo no me quemé a mí misma, ¿o sí? ¿Lo hice?
No pude contestarle. Estaba considerando una posibilidad aún más lúgubre. ¿Podía haberse infligido ella misma las terribles heridas de la primera agresión? Intenté imaginarla hiriendo con un cuchillo o una navaja de afeitar su propia piel suave hasta sangrar… Me resultaba imposible creerlo.
De la zona sur de la ciudad nos llegó un fragor de voces humanas que acabó de pronto en una gran ovación lejana. Nora me preguntó qué podía ser aquello, y yo le dije que posiblemente los huelguistas. Los líderes sindicales habían convocado una marcha en respuesta a unos conflictos laborales que habían tenido lugar en la zona sur el día anterior. Un conocido agitador llamado Gompers había jurado convocar una huelga que paralizaría toda la industria de la ciudad de Nueva York.
—Tienen todo el derecho de ir a la huelga —dijo Nora, claramente deseosa de cambiar de tema—. Los capitalistas deberían avergonzarse de sí mismos, por emplear a todos esos obreros y no pagarles lo suficiente para que puedan mantener a sus familias. ¿Ha visto usted las casas donde viven?
Me contó que la pasada primavera Clara Banwell y ella habían visitado a familias que vivían en casas de vecindad del Lower East Side. Había sido idea de Clara. Así es como había conocido a Elsie Sigel y al chino por el que le había preguntado el detective Littlemore.
—¿Elsie Sigel? —repetí. La tía Mamie la había mencionado en su fiesta—. ¿La que se fugó a Washington?
—Sí —dijo Nora—. A mí me pareció absurdo que estuviera haciendo de misionera cuando hay gente que se está muriendo de hambre y que no tiene ni casa. Y Elsie trabajaba sólo con hombres, cuando quienes más sufren son las mujeres y los niños. —Clara, me explicó Nora, había hecho hincapié en visitar a aquellas familias abandonadas por el marido y padre, o en las que éste había muerto en accidente de trabajo. Clara y Nora habían conocido a muchas de estas familias, y habían pasado muchas horas en sus casas. Nora cuidaba de los más pequeños mientras Clara intimaba con las mujeres y los niños mayores. Empezaron a visitar a estas familias una vez a la semana, y les llevaban comida y cosas que necesitaban. En dos ocasiones había llevado a bebés al hospital, y les habían salvado de alguna grave enfermedad o de la muerte misma. Una vez, me contó Nora en tono sombrío, al saber que una chica faltaba de su casa, Clara y ella la habían buscado en todas las comisarías y hospitales de la zona, y al final la habían encontrado en el depósito de cadáveres. El forense les dijo que la chica había sido violada. Su madre no tenía a nadie que la consolara o ayudara. Clara hizo ambas cosas. Nora había visto una miseria indescriptible aquel verano, pero también —o eso creí entrever— el calor de un amor familiar desconocido para ella hasta entonces.
Cuando terminó su relato, seguimos allí sentados, mirándonos. Sin aviso previo, Nora dijo:
—¿Me besaría si se lo pidiese?
—No me lo pida, señorita Acton —dije.
Me cogió la mano y se la llevó hacia sí, y con el dorso de mis dedos se tocó la mejilla.
— No —dije, cortante. Me soltó al instante. Todo había sido culpa mía. Le había dado motivos para creer que podía tomarse la libertad que acababa de tomarse, y de pronto le había quitado el suelo de debajo de los pies—. Tiene que creerme —le dije—. Nada en el mundo me gustaría más. Pero no puedo. Sería aprovecharme de usted.
—Quiero que se aproveche de mí —dijo ella.
—No.
—¿Porque tengo diecisiete años?
—Porque es mi paciente. Escúcheme. Lo que cree sentir por mí…, no debe creer en ello. No es real. Es una creación del psicoanálisis. Le sucede a toda persona psicoanalizada.
Me miró como si yo estuviera bromeando.
—¿Cree usted que sus preguntas estúpidas me han hecho mirarle con mejores ojos?
—Piense en ello. En un momento dado siente indiferencia hacia mí. Luego furia. Luego celos. Luego… otra cosa. Pero no soy yo. No es por nada que yo haya hecho. ¿Cómo iba a serlo? Usted no me conoce. No sabe nada de nada de mí. Todos esos sentimientos vienen de otro lugar de su vida. Y afloran por esas preguntas estúpidas que yo le hago. Pero pertenecen a otra parte. Son sentimientos que usted siente por otra persona, no por mí.
—¿Cree que estoy enamorada de otra persona? ¿De quién? ¿No se referirá a George Banwell?
—Puede que lo haya estado.
—Nunca. —Hizo un genuino gesto de asco—. Lo detesto.
Me lo jugué el todo por el todo. Odiaba hacerlo, porque a partir de entonces me miraría con repugnancia; no era el momento de decírselo, pero era mi obligación.
—El doctor Freud tiene una teoría. Una teoría que tal vez podría aplicarse a usted, señorita Acton.
—¿Qué teoría?
Su desconcierto crecía por momentos.
—Se lo advierto: es desagradable en extremo. Bien, Freud cree que todos nosotros, desde muy temprana edad, albergamos…, deseamos secretamente…, bueno, en su caso él cree que cuando vio a la señora Banwell con su padre, cuando la vio arrodillada ante su padre, haciéndole una…
—No tiene por qué decirlo —me interrumpió.
—Cree que usted sintió celos.
Me miró fijamente, sin expresión alguna en el semblante.
Estaba teniendo dificultades para explicarme con claridad.
—Celos directos, físicos. Lo que quiero decir es que el doctor Freud cree que cuando vio lo que Clara Banwell le estaba haciendo a su padre, usted deseó ser quien estaba…, que usted acarició la fantasía de ser la que le estaba…
—¡Cállese! —gritó. Se tapó los oídos con las manos.
—Lo siento.
—¿Cómo puede saber él eso?
Estaba aterrorizada. Ahora se llevó las manos a la boca. Registré mentalmente su reacción. Oí sus palabras. Pero traté de creer que no las había oído. Sentía ganas de decir:
Debo de estar oyendo mal; por un instante me ha parecido oír que ha preguntado usted cómo lo sabia Freud
.
—No se lo he dicho a nadie, nunca —susurró, enrojeciendo hasta las orejas—. A nadie. ¿Cómo es posible que lo sepa?
No podía sino mirarla fijamente, sin expresión, como instantes antes me había mirado ella.
—¡Oh, soy
sucia
! —clamó, y echó a correr por el parque hacia su casa.
Cuando salió del Child's Lunch Room, después de hablar con Susie, Littlemore se dirigió a pie hacia la comisaría de la calle Cuarenta y siete, para ver si habían echado el guante a Chong Sing o a William Leon. En efecto, ambos hombres habían sido detenidos… un centenar de veces, le dijo a Littlemore el capitán Post, irritado. En las horas siguientes a las órdenes de búsqueda y captura, con sus correspondientes descripciones, de estos sujetos, habían recibido docenas de llamadas desde los cuatro puntos cardinales de la ciudad, e incluso de Nueva Jersey, llamadas de gente que creía haber visto a Chong. En el caso de Leon había sido aún peor: todo chino con traje y corbata era William Leon. Reardon era, pues, el único hombre del capitán Post que había visto realmente al escurridizo Chong Sing. El capitán lo iba enviando a aquellas comisarías que afirmaban haber detenido al señor Chong, y Reardon comprobaba que en todas ellas se había llevado a cabo una detención errónea.
—Esto no está bien. Hemos metido en el calabozo a media Chinatown y seguimos sin detenerlos a ellos. Tengo que decides a los chicos que dejen ya de detener gente. Mire. ¿Quiere probar con algunas de estas llamadas?
Post le lanzó a Littlemore el fajo del registro de llamadas en las que se afirmaba haber visto a los sospechosos que aún no habían sido comprobadas. El detective las examinó cuidadosamente, deslizando el dedo por las hojas manuscritas. Se detuvo hacia la mitad de una de las hojas, donde le llamó la atención una descripción de una línea:
Canal altura río. Chino visto trabajando muelles. Se ajusta descripción
sospechoso Chong Sing
.
—¿Tiene un coche? —preguntó Littlemore—. Quiero echar un vistazo a éste.
—¿Por qué?
—Porque hay arcilla roja en esos muelles —respondió el detective.
Littlemore se puso al volante del único coche de policía del capitán Post, acompañado de un agente uniformado. Tomaron Canal Street y enfilaron hacia el límite oriental de la ciudad, donde se ultimaba la construcción del inmenso Puente de Manhattan sobre el East River. Littlemore se detuvo a la entrada de las obras y se quedó mirando a los operarios.
—Ahí está —dijo, señalando a un hombre—. Es él.
No era difícil identificar a Chong Sing: un chino solo, bien visible, entre una multitud de obreros blancos y negros. Empujaba una carretilla llena de bloques de hormigón ligero.
—Vaya a por él —le dijo Littlemore al agente—. Si echa a correr, lo atrapo yo.
Chong Sing no corrió. Al ver al policía uniformado, agachó la cabeza y siguió empujando la carretilla. Cuando el policía le puso la mano en el hombro, Chong se entregó sin resistirse. Otros operarios se pararon a observar la detención sin incidentes, pero ninguno intervino. Cuando el agente volvió con Chong al coche de policía, donde les esperaba el detective Littlemore, los hombres habían vuelto al trabajo como si nada hubiera sucedido.
—¿Por qué huyó ayer, señor Chong?
—No huí —dijo Chong—. Tengo que trabajar, ¿lo ve? Tengo que trabajar.
—Voy a acusarle de complicidad en un asesinato. ¿Entiende lo que eso significa? Pueden colgarle.
Littlemore hizo un gesto para ilustrar esto último.
—Yo no sé nada —dijo el chino con voz lastimera—. Leon se fue. Luego salía olor de su apartamento. Eso es todo.
—Sí, claro —dijo el detective.
Littlemore ordenó al agente que llevara al detenido a la cárcel de las Tumbas. Y se quedó en los muelles. Quería echar un vistazo sin prisa. Las piezas del rompecabezas se estaban reajustando en la cabeza de detective, y empezaban a encajar poco a poco. Littlemore sabía que iba a encontrar arcilla al pie del Puente de Manhattan, y tenía el presentimiento de que George Banwell había pisado esa arcilla.
Todo el mundo sabía que Banwell estaba construyendo las torres del Puente de Manhattan. Cuando el alcalde McClellan adjudicó el contrato a la American Steel Company de Banwell, los periódicos de Hearst habían hablado de corrupción: condenaron al alcalde por favorecer a un viejo amigo y predijeron alegremente demoras, interrupciones y costes adicionales. Lo cierto es que Banwell levantó aquellas torres no sólo sin salirse del presupuesto sino en un tiempo récord. Había supervisado personalmente las obras, lo cual le dio a Littlemore la idea.