La interpretación del asesinato (33 page)

Read La interpretación del asesinato Online

Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
4.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cómo saben que Jones se acuesta con su criada? —respondió Brill.

—No debemos sacar conclusiones —dijo Freud—. Pero es rigurosamente cierto que alguien ha conseguido gran cantidad de información sobre nosotros.

Brill se sacó un sobre del bolsillo del chaleco, y de él sacó un trocito cuadrado y con los bordes mellados de papel quemado, con algunos caracteres mecanografiados legibles. Se veía con claridad una
ü
(así, con diéresis). Un espacio o dos a su derecha había una letra que era quizá una H mayúscula. Y no podía leerse nada más.

—He encontrado esto en la sala de mi casa —dijo Brill—. Me han quemado el original de la traducción. El original de Freud. Y han puesto las cenizas en mi apartamento. La próxima vez quemarán el edificio entero. Lo dicen en el telegrama: «hizo llover azufre y fuego»; «deténgase antes de que sea demasiado tarde». Si publico el libro de Freud van a matarnos a Rose y a mí.

Ferenczi trató de rebatirle, arguyendo que sus miedos eran desproporcionados, pero Freud le interrumpió:

—Sea cual sea la explicación, Abraham —dijo, poniendo una mano en el hombro de Brill—, dejemos el libro a un lado por ahora. El libro puede esperar. No es tan importante para mí como lo es usted.

Brill inclinó la cabeza y puso una mano sobre la de Freud. Me pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Y en ese preciso momento llamó a la puerta un camarero, que entró con el café y la bandeja de pastelillos que había pedido Freud. Brill se enderezó. Aceptó una taza de café.

Parecía enormemente aliviado por el último comentario de Freud; como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Se sonó la nariz, y, ya en un tono completamente diferente —su tono habitual, medio jocoso—, dijo:

—No es por mí por quien debería preocuparse, de todas formas. ¿Se ha fijado en Jung? ¿Sabe usted, doctor Freud, que Ferenczi y yo pensamos que Jung está psicótico? Es nuestro meditado dictamen médico. Dígaselo, Sándar.

—Bueno, yo no diría psicótico —dijo Ferenczi—. Pero veo síntomas de que en cualquier momento puede venirse abajo.

—Tonterías —dijo Freud—. ¿Qué síntomas?

—Oye voces —respondió Ferenczi—. Se queja de que el suelo de Brill no es firme bajo sus pies. Se interrumpe en medio de una conversación. Y cuenta a todo el que acaba de conocer que a su abuelo lo acusaron falsamente de asesinato.

—Se me ocurren explicaciones diferentes a la psicosis —dijo Freud.

Vi que tenía algo en mente, pero no dio más detalles. Me estaba preguntando si sacar a colación la asombrosa interpretación del sueño de Freud sobre el conde Thun, pero no tenía la certeza de que Freud se lo hubiera contado a Brill y a Ferenczi. Pero enseguida supe que quien se lo había contado era el propio Jung.

—¡Y encima dice que usted soñó con él hace diez años! —exclamó Brill—. Ese hombre está loco.

Freud tomó aire y respondió:

—Caballeros, saben tan bien como yo que Jung alberga ciertas creencias sobre la clarividencia y el ocultismo. Me alegra comprobar que comparten ustedes mi escepticismo al respecto, pero Jung no es ni mucho menos el único que habla de una «visión más amplia».

—Una visión más amplia —dijo Brill—. Si yo profesase esa visión más amplia, usted diría que veo visiones. Él también tiene una visión más amplia del complejo de Edipo. Ya no acepta la etiología sexual, ¿lo sabía?

—Usted querría que así fuese —replicó Freud con calma—. Así lo apartaría de mi lado. Jung acepta la teoría sexual sin reservas. De hecho va a presentar un caso de sexualidad infantil en Clark la semana próxima.

—¿De veras? ¿Le ha preguntado lo que tiene pensado decir en Fordham?

Freud no respondió, pero miró a Brill detenidamente. —Jelliffe me dijo que Jung y él han estado hablando del tema, y que Jung está muy preocupado por la tendencia a exagerar el papel del sexo en la psiconeurosis. Ésa fue su palabra:
exagerar
.

—Bueno, es cierto que no quiere exagerar esa importancia —cortó Freud—. Tampoco yo quiero hacerlo. Escúchenme, los dos. Sé que han tenido que sufrir el antisemitismo de Jung. Me dispensa a mí, y por tanto arremete con redoblado brío contra ustedes. Sé muy bien también, se lo aseguro, de las dificultades de Jung respecto de la teoría sexual. Pero han de recordar que para él fue más duro que para ustedes seguirme. Y será más duro también para Younger. Un gentil deberá superar una resistencia interior más fuerte. Y Jung no es sólo cristiano, sino hijo de pastor.

Nadie dijo nada, así que yo aventuré una objeción:

—Disculpe, doctor Freud, pero ¿qué diferencia hay en el hecho de que uno sea cristiano o judío?

—Mi querido muchacho —respondió Freud con brusquedad—, eso me trae a las mientes una de esas novelas del hermano de William James, ¿cómo se llama?

—¿Henry, señor?

—Sí, Henry. —Pero si me imaginaba que Freud iba a contestar a mi pregunta, estaba muy equivocado. Se volvió a Ferenczi y a Brill, y dijo—: ¿Preferirían ustedes que hiciéramos del psicoanálisis un asunto nacional judío? Por supuesto que es injusto que ascienda a Jung, cuando hay otros que llevan más tiempo conmigo. Pero nosotros los judíos tenemos que estar preparados para soportar cierto grado de injusticia si queremos seguir nuestro camino en el mundo. No nos queda más remedio. Si me hubiera apellidado Jones, no les quepa la menor duda de que mis ideas, a pesar de los pesares, habrían encontrado muchas menos resistencias. Fíjense en Darwin. Desaprueba el Génesis, y es aclamado como un héroe. Sólo un gentil puede llevar el psicoanálisis a la tierra prometida. Tenemos que lograr que Jung no ceje en su defensa de
die Sache
. Todas nuestras esperanzas dependen de él.

Lo que Freud dijo en alemán significa
la causa
. No sé por qué empleó esas palabras Freud, en lugar de las inglesas. Durante varios minutos nadie habló. Empezamos a desayunar. Brill, sin embargo, no comió nada. Se mordía las uñas. Di por supuesto que la conversación sobre Jung había terminado, pero volvía a equivocarme.

—¿Y qué hay de sus desapariciones? —preguntó Brill—. Jelliffe me contó que Jung se había ido del Balmoral no más tarde de la medianoche del domingo, pero el empleado de recepción asegura que no volvió al hotel antes de las dos. Son dos horas de las que no sabemos nada. Jung dice que al día siguiente se pasó toda la tarde durmiendo en su habitación, pero el empleado afirma que estuvo fuera hasta el atardecer. Usted llamó a la puerta de la habitación de Jung el lunes por la tarde, Younger. Yo también lo hice, e insistí bastante. No creo que estuviese dentro. ¿Dónde estaba, entonces?

Le interrumpí:

—Disculpe. ¿Ha dicho que Jung estaba en el Balmoral el domingo por la noche?

—Eso es —respondió Brill—. En casa de Jelliffe. Usted estuvo allí anoche.

—Oh —dije—. No me había dado cuenta.

—¿Cuenta de qué? —preguntó Brill.

—De nada —dije—. Ha sido sólo una coincidencia extraña.

—¿Qué coincidencia?

—La otra chica… La que fue asesinada… La mataron en el Balmoral. —Me moví en la silla, incómodo—. El domingo por la noche. Entre la medianoche y las dos.

Brill y Ferenczi se miraron.

—Caballeros —dijo Freud—, no sean ridículos.

—Y Nora fue agredida el lunes por la tarde —señaló Brill—. ¿Dónde?

—Abraham —dijo Freud.

—Nadie está acusando a nadie —dijo Brill en tono inocente, pero con una gran excitación dibujada en el semblante—. Sólo le estoy preguntando a Younger dónde está la casa de Nora.

—En Gramercy Park —le respondí.

—Caballeros —dijo Freud—. No voy a seguir escuchando esto.

Tocaron a la puerta. Abrimos, y entró en la habitación el mismísimo Jung. Nos saludamos, con frialdad, como era de esperar. Jung, que no se daba cuenta de nuestra incomodidad, se echó azúcar en el café y preguntó si habíamos disfrutado en la cena de Jelliffe.

—Oh, por cierto, Jung —dijo Brill—, le vieron el lunes.

—¿Cómo dice? —dijo Jung.

—Usted nos dijo —continuó Brill en tono de reproche que se pasó la tarde del lunes durmiendo en su cuarto. Pero resulta que lo vieron en la ciudad.

Freud fue hacia la ventana sacudiendo la cabeza. La empujó hasta abrirla de par en par.

—Nunca he dicho que estuviera en mi habitación toda la tarde —replicó Jung sin alterarse.

—Es extraño —dijo Brill—. Juraría que sí lo hizo. Y eso me recuerda, Jung, que estamos pensando en visitar Gramercy Park. Supongo que no nos acompañará, ¿me equivoco?

—Ya entiendo —dijo Jung.

—Entender ¿qué? —preguntó Brill.

—¿Por qué no lo dice sin rodeos? —le contestó Jung.

—No tengo la menor idea de lo que está hablando —respondió Brill.

Trataba deliberadamente de parecer un mal actor que finge ignorar algo sin demasiado éxito.

—Bien: me vieron en Gramercy Park —dijo Jung en tono frío—. ¿Qué va a hacer, denunciarme a la policía? —Se volvió hacia Freud—. Así que me ha hecho venir aquí para interrogarme… Bien, creo que me disculpará si no desayuno con ustedes. —Abrió la puerta para marcharse, pero se detuvo y se quedó mirando con fijeza a Brill—. No tengo nada de lo que avergonzarme.

Dada la celebridad del difunto general Sigel, la policía no tuvo ninguna dificultad en localizar la dirección de su nieta Elsie. Vivía con sus padres en Wadsworth Avenue, cerca de la calle Ciento ochenta. Un agente de la comisaría de Washington Heights, desplazado a esa dirección, acompañó al señor y la señora Sigel, y a la sobrina de ambos Mabel, al edificio Van den Heuvel. Allí, en una sala de espera del depósito de cadáveres, los recibió el detective Littlemore.

Éste supo por ellos que su hija Elsie, de diecinueve años, faltaba de casa desde hacía casi un mes; desde el día en que no volvió de una visita a su abuela Elie en Brooklyn. A los pocos días de su desaparición, los Sigel habían recibido un telegrama de Elsie, de Washington D. C., diciendo que estaba allí con un joven, con quien, evidentemente, se había casado. Rogaba a sus padres que no se preocuparan por ella, y les aseguraba que estaba bien, y les prometía volver a casa en otoño. Los padres habían conservado el telegrama, y se lo mostraron al detective. En efecto, había sido enviado desde un hotel de la capital de la nación, Y el nombre de Elsie figuraba al pie, pero no había forma de verificar que fuera ella quien realmente lo había enviado. El señor Sigel aún no había dado parte a la policía de la desaparición de su hija, y esperaba con ansiedad volver a tener noticias de ella y poder evitar el escándalo.

Littlemore les mostró a los Sigel las cartas que había encontrado en el baúl. Y éstos reconocieron la letra de su hija. El detective les enseñó luego el colgante de plata y el sombrero con el remate de un ave que llevaba puesto la joven muerta. Ni el señor ni la señora Sigel habían visto antes estos objetos, declararon por tanto que no pertenecían a Elsie. Pero su sobrina Mabel les contradijo. El colgante era de Elsie; se lo había regalado a su prima en junio.

Littlemore llevó a un lado al señor Sigel, y le dijo que sería mejor que echara una mirada al cadáver que había aparecido en el baúl del apartamento de Leon. Bajaron a la morgue, y al principio el señor Sigel no pudo identificar el cuerpo: estaba demasiado descompuesto. En tono sombrío, le dijo al detective que sabría si se trataba de ella si podía mirarle la dentadura. El colmillo izquierdo de Elsie estaba muy torcido hacia un lado. Y así estaba exactamente el colmillo izquierdo del cadáver que yacía sobre la losa de mármol.

—Es ella —dijo el señor Sigel con voz queda.

Cuando los dos hombres volvieron a la sala de espera, el señor Sigel lanzó una mirada glacial y acusadora a su esposa. La mujer pareció entender: tuvo un acceso de convulsiones. Nos llevó un buen rato tranquilizarla. Y luego el marido contó la historia.

La señora Sigel hacia apostolado en Chinatown. Llevaba años trabajando duro para convertir a los infieles chinos al cristianismo. El pasado diciembre había empezado a llevar a Elsie al centro misionero. Elsie se había tomado la labor con una pasión que hacía las delicias de su madre pero que al tiempo contrariaba a su padre. Pese a la rotunda desaprobación paterna, la joven empezó a ir sola a Chinatown varias veces a la semana, y empezó a dar unas clases dominicales de Sagradas Escrituras. Uno de sus más fervientes educandos, recordaba con amargura el señor Sigel, había osado llamar a la puerta de su casa en cierta ocasión, hacía unos meses. El señor Sigel no recordaba su nombre. Littlemore le mostró una fotografía de William Leon; el padre de Elsie cerró los ojos mientras asentía con la cabeza.

Cuando los Sigel se hubieron ido de la morgue, de regreso a una vida en la que habrían de soportar tanto su aflicción como su celebridad —los periódicos les esperaban ya a la salida—, el detective Littlemore se preguntaba dónde estaría el señor Hugel. Littlemore había supuesto que el
coroner
desearía realizar él mismo la autopsia y oír de primera mano lo que tenían que decir los Sigel. Pero el
coroner
no se había presentado en la morgue. Uno de sus ayudantes médicos, el doctor O'Hanlon, había examinado el cadáver, e informó a Littlemore de que la señorita Sigel había muerto por estrangulación, y de que llevaba muerta tres o cuatro semanas; añadió, al final, que el
coroner
Hugel estaba arriba, en su despacho, y que no mostraba el más mínimo interés por el caso.

XVII

La exquisita Clara Banwell, ataviada con un vestido verde a juego con sus ojos, estaba desvistiendo a la igualmente exquisita, aunque casi desesperada Nora Acton, tranquilizándola, confortándola, infundiéndole confianza. Al llegar a la casa poco después de que se hubiera ido el detective Littlemore, Clara había despedido airosamente a todo el mundo de la alcoba de Nora, tanto a familiares como a policías. Cuando Nora estuvo desnuda, Clara le preparó un baño de agua fría y la ayudó a meterse en la bañera. Nora, sollozando, le rogó a Clara que le dejara hablar: le habían sucedido tantas cosas horribles.

Clara puso dos dedos en los labios de Nora.

—Calla —dijo—. No hables, cariño. Cierra los ojos.

Nora obedeció. Clara bañó a la joven con cuidado, le lavó el pelo, le limpió con delicadeza las heridas, aún no curadas del todo, con un suave paño mojado.

—No me creen —dijo Nora, conteniendo las lágrimas.

—Lo sé. No te preocupes.

Clara trataba de consolar a la atribulada chiquilla. Pidió a la señora Biggs, que vagaba en vilo por el pasillo, que trajera la pomada que había dejado el doctor Higginson.

Other books

First Love by Clymer, J.E.
The Blind Spy by Alex Dryden
Black Like Me by John Howard Griffin
The Warriors by John Jakes
Absolute Zero by Anlyn Hansell
A Dark Autumn by Rufty, Kristopher
Promise Bound by Anne Greenwood Brown