La interpretación del asesinato (47 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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Nora sacudió la cabeza mientras se mordía el labio inferior.

—Quería hundir a Banwell, ¿no es cierto? —le pregunté—. ¿Iba a decir que quien se lo hizo fue él?

—Sí.

—Pero estaba mintiendo.

—Sí. Pero lo demás…, casi todo lo demás era verdad.

Parecía implorar comprensión solidaria. Yo no sentía ninguna. No era extraño que dijera que la transferencia no tenía nada que ver con ella. No la había psicoanalizado en absoluto.

—Me ha dejado en ridículo —dije.

—No era mi intención… No pude… Es tan…

—Todo lo que me ha contado es mentira.

—No. Banwell trató de poseerme cuando yo tenía catorce años. Y volvió a intentarlo cuando tenía dieciséis. Y vi a mi padre con Clara. Aquí mismo, en esta sala.

—Me dijo que había visto a su padre y a Clara en la casa de verano de Banwell.

—Sí.

—¿Por qué me mintió en eso?

—No lo hice.

La mente me dio vueltas; daba palos de ciego. Y entonces recordé: la casa de verano de sus padres estaba en los Berkshires, Massachusetts. No estábamos en absoluto en la casa de verano de sus padres. Estábamos en la casa de verano de George Banwell. Los criados la conocían tan bien no porque fueran sus criados, sino porque había frecuentado aquella casa a menudo. La situación se volvió súbitamente frágil, como si pudiera quebrarse en cualquier momento. Me puse en pie. Ella me cogió de la mano y alzó los ojos hacia mí.

—Se hizo todas esas cosas usted misma… —dije—. Se azotó usted misma. Se hizo esas marcas usted misma. Se quemó usted misma.

Sacudió la cabeza.

Me vinieron a la mente toda una serie de recuerdos.

El primero: yo ayudando a Nora a montar en un coche a la puerta del hotel; mis manos le habían ceñido por entero la cintura, incluida la parte baja de la columna, Y ella ni se había inmutado. Cuando le toqué el cuello para despertarle la memoria que había perdido —lo cual era mentira—, la sujeté otra vez por la parte baja de la columna. Y tampoco esta vez dio la menor muestra de acusar mi tacto.

—No tiene heridas —dije—. Las simuló. Se las pintó en la piel, Y no permitió que nadie la tocara. Nunca la agredió nadie.

—No —dijo ella.

—¿No la agredió nadie o no porque niega lo que digo?

—No —repitió ella.

La cogí por las muñecas. Soltó un gritito ahogado.

—Le estoy haciendo un pregunta muy sencilla. ¿La azotó alguien? Ahora no me importa quién lo hiciera. ¿Algún hombre…, Banwell u otro cualquiera, la ha azotado alguna vez? Sí o no. Dígamelo.

Sacudió la cabeza.

—No —susurró—. Sí. No. Sí… Pensé tanto, de tal forma que iba a morir…

Si no hubiera sido tan horrible, el hecho de que cambiara de historia cuatro veces habría resultado hasta divertido.

—Enséñeme la espalda —dije.

Sacudió la cabeza.

—Sabe que es verdad. El doctor Higgings se lo dijo.

—Lo engañó a él también.

Le agarré la parte de arriba del vestido, lo desgarré, lo dejé caer hasta debajo de los hombros. Dejó escapar un grito ahogado, pero no se movió ni trató de impedírmelo. Ni una sola marca en los hombros. Le miré la parte alta del pecho: desnuda, intocada. Le di la vuelta. No parecía tener heridas en la espalda, pero no podía verle muy abajo por que un corsé blanco, de encaje, la cubría desde los omóplatos hacia abajo.

—¿Va a desgarrarme también el corpiño?

—No. Ya he visto suficiente. Vuelvo a la ciudad, y usted se viene conmigo. —Sí, tal vez tenía que estar recluida en una institución mental, después de todo. Y, si no en una institución mental, al menos sí a cargo de alguien, no a mi cargo, desde luego. Ni siquiera estaba dispuesto a cargar con la responsabilidad de haberla acompañado a la casa de campo de los Banwell—. La llevo a casa.

—Muy bien —dijo ella.

—Oh, ¿ya no le preocupa que puedan encerrarla en un manicomio? ¿Otra mentira de las suyas?

—No. Es cierto. Pero tengo que irme de aquí.

—¿Me toma por tonto? —le pregunté, sabiendo de antemano que la respuesta era sí—. Si corriera el riesgo de que la encerraran no querría irse de aquí por nada del mundo.

—No puedo pasar la noche en esta casa. El señor Banwell acabaría enterándose. Los criados podrían mandarle un telegrama desde el pueblo esta noche.

—¿Y? —le pregunté.

—Vendría a matarme —dijo Nora.

Reí con desdén, pero ella se limitó a mirarme. Estudié sus mendaces ojos azules con tanta hondura como me fue posible. O bien se creía lo que estaba diciendo, o bien era la mayor mentirosa con que me había topado en la vida, que lo era.

—Otra vez me está tomando por tonto —dije—. Pero voy a creer que quiere decir exactamente lo que dice. Banwell sabe que lo ha acusado de ser su agresor; puede que tenga razones para tenerle miedo, pese a haberse inventado la agresión. En cualquier caso, con mayor razón he de llevarla a casa.

—No puedo ir así —dijo ella, mirándose el vestido desgarrado—. Me pondré algo de Clara. ¿Me espera?

Llegaba ya a la puerta cuando la llamé en voz alta, y le pregunté:

—¿Por qué me ha traído aquí?

—Para decirle la verdad.

Abrió la puerta doble y se apresuró escaleras arriba, pegándose el vestido contra el pecho con ambas manos. Por fortuna, no había ningún miembro de la servidumbre y nadie pudo verla. Porque de otro modo habrían llamado a la policía para denunciar una violación.

XXIV

— Yo no digo que él la matara, señor. Lo que digo es que está escondido en alguna parte.

El detective Littlemore estaba hablando con el alcalde McClellan en el despacho de éste, avanzada la tarde del viernes. Se estaba refiriendo a George Banwell.

—¿Qué pruebas tiene? —preguntó un exasperado McClellan—. Rápido, detective. No puedo concederle más de cinco minutos.

Littlemore pensó en contarle lo del baúl que él y Younger habían encontrado en el cajón, pero decidió no hacerlo porque el examen del baúl no había revelado nada concluyente hasta el momento, y, en primer lugar, porque no tenía que haber bajado al cajón.

—He tenido noticias de Gitlow, señor. Desde Chicago. Ha hecho comprobaciones en la policía. Ha revisado todo el callejero. Ha examinado el libro azul.
[18]
No vino de Chicago, señor. En Chicago nadie ha oído hablar de Elizabeth Riverford.

McClellan se quedó mirando dura y largamente al detective.

—Estuve con George Banwell el domingo por la noche —dijo—. Se lo he dicho ya tres veces.

—Lo sé, señor. Y estoy seguro de que la señorita Riverford no pudo estar con ustedes, allí donde estuvieran, sin que usted se diera cuenta, ¿me equivoco, señor?

—¿Qué?

—Estoy seguro de que el señor Banwell no se llevó en secreto a la señorita Riverford allí donde ustedes fueron, y la mató alrededor de medianoche, y luego la llevó de vuelta a la ciudad y la dejó en el apartamento para que pareciera que fue asesinada allí. No sé si me sigue, señor alcalde.

—Santo cielo, detective.

—Sólo que no sé dónde estuvieron, señor, o cómo llegó allí el señor Banwell, o si estuvieron juntos todo el tiempo.

McClellan respiró hondo, y dijo:

—Muy bien. El domingo por la noche, señor Littlemore, cené con Charles Murphy en el Grand View Hotel, cerca del Saranac Inn. La cena la organizó ese mismo día George Banwell. El señor Haffen era otro de los invitados.

Littlemore se sobresaltó. Murphy era el jefe de Tammany Hall. Louis Haffen, uno de los hombres de Hall, había sido presidente del distrito del Bronx, hasta el domingo anterior.

—Pero si Haffen acaba de ser destituido, señor. Por el gobernador Hughes.

—Hughes estaba a unas manzanas de allí, en la casa del señor Colgate, con el gobernador Fort.

—No comprendo, señor.

—Estaba allí, detective, para escuchar las condiciones que Murphy pondría a cambio de nombrarme candidato de Tammany a la alcaldía.

Littlemore no dijo nada. La noticia lo dejó asombrado. Todo el mundo sabía que el alcalde era enemigo declarado de Tammany Hall. Y había jurado no tener tratos con individuos como Murphy.

McClellan prosiguió:

—George me convenció para que asistiera. Adujo que, con la destitución de Haffen, Murphy podía estar dispuesto a negociar. Y lo estaba. Quería que le diese a Haffen el cargo de interventor. No enseguida, sino dentro de un mes o dos. Si yo accedía, el juez Gaynor dimitiría. Y me proclamarían candidato. y las elecciones serían mías. Si les daba mi palabra, se comprometían ante el gobernador aquella misma noche.

—¿Y qué dijo usted, señor?

—Les dije que el señor Haffen no necesitaba cargo alguno, pues había malversado un cuarto de millón de dólares de la ciudad mientras desempeñaba el último. George estaba muy decepcionado. Quería que aceptara. Sin duda se ha aprovechado de nuestra amistad, Littlemore, pero se ha ganado cada dólar que la ciudad le ha pagado. En realidad, le he hecho el último pago esta semana: ni un centavo más de lo presupuestado en un principio. Y no, no veo cómo pudo haber matado a la señorita Riverford en Saranac Inn. Dejamos el Grand View a las nueve y media o diez; pasamos por la casa de Colgate y volvimos a la ciudad todos juntos. Vinimos en mi coche, y llegamos a Manhattan a las siete de la mañana. No creo que perdiera de vista a Banwell más de cinco o diez minutos en toda la noche. Por qué nos ha mentido sobre la ciudad de residencia de la familia de la señorita Riverford es un misterio para mí… Si es que lo ha hecho. Puede que haya querido decir que viven no en Chicago exactamente, sino en alguna de las poblaciones de los alrededores.

—Estamos comprobándolo en este momento, señor.

—De todas formas, él no pudo mataría.

—No creo que lo hiciera, señor. Y quería descartarlo. Pero estoy cerca, señor. Muy cerca. Tengo una buena pista para dar con el asesino.

—Cielo bendito, Littlemore. ¿Por qué no me lo ha dicho antes? ¿Quién es?

—Si no le importa, señor, no sabré hasta la noche si la pista es buena. Si me permite esperar hasta entonces…

El alcalde accedió a lo que le solicitaba el detective. Pero antes de despedir a su subordinado le entregó una tarjeta con un número de teléfono.

—Es el teléfono de mi casa —dijo—. Llámeme al instante. A cualquier hora. En cuanto descubra algo.

A las ocho y media de la tarde del viernes, Sigmund Freud oyó que llamaban a la puerta de su habitación del hotel. Estaba en albornoz, y debajo de él llevaba pantalones de etiqueta, camisa blanca y pajarita negra. Al abrir se encontró ante un hombre alto y joven, con aire de encontrarse física y moralmente exhausto.

—Younger —exclamó Freud—. Santo Dios, tiene un aspecto horrible…

Stratham Younger no respondió. Freud pudo ver de inmediato que le había sucedido algo. Pero ya no le quedaban demasiadas reservas de comprensión solidaria. Para él el desaliño de su amigo representaba el desarreglo general en el que habían caído las cosas desde su llegada a Nueva York. ¿Todo norteamericano había de verse por fuerza envuelto en algún tipo de desastre? ¿No podía al menos uno llevar la camisa metida como es debido en los pantalones?

—He venido a ver cómo se encuentra, señor —dijo Younger.

—Aparte de no haber cenado y haber perdido a mi seguidor más importante, bastante bien, gracias —respondió Freud—. La anulación de mis conferencias en su universidad constituirá, cómo no, otra fuente de satisfacción añadida. Mi visita a su país está resultando un rotundo éxito.

—¿Ha ido Brill al
Times
, señor? —preguntó Younger—. ¿Ha averiguado si el artículo es genuino?

—Sí. Es genuino —dijo Freud—. La entrevista la concedió Jung.

—Mañana iré a ver al presidente Hall, doctor Freud. Leí el artículo. Son habladurías; habladurías anónimas. Estoy seguro de que puedo persuadir a Hall de que no cancele las conferencias. Jung no dice nada en contra de usted.

—¿Nada en contra de mí? —Freud rió burlonamente, recordando su última conversación con Jung—. Ha repudiado a Edipo. Ha rechazado la etiología sexual. Niega incluso que las experiencias de la niñez de un hombre sean el origen de sus neurosis. Y el resultado es que el
establishment
médico se ha apresurado a brindarle su apoyo, en lugar de brindármelo a mí.

Los dos hombres siguieron en el umbral de la habitación de Freud, uno a cada lado. Freud no invitó a Younger a entrar. Ninguno de los dos hablaba.

Quien rompió el silencio fue Younger:

—Tenía veintidós años cuando leí por primera vez sus escritos, señor. En cuanto los leí, supe que el mundo ya no seguiría siendo el mismo. Las suyas son las ideas más importantes del siglo. Norteamérica está hambrienta de ellas: tengo esa certeza.

Freud abrió la boca para responder, pero la respuesta murió en sus labios. Se suavizó.

—Es usted un buen muchacho, Younger —dijo, suspirando—. Lo siento. En cuanto a lo del hambre, yo no apostaría mucho a ese respecto: un hombre hambriento es capaz de comer cualquier cosa. Y, hablando de comer, Brill ha vuelto a invitamos a cenar. Ferenczi está de camino hacia allí. ¿Viene usted también?

—No puedo —dijo Younger—. No conseguiría mantener los ojos abiertos.

—Por el amor de Dios, ¿qué ha estado haciendo todo este tiempo? —le preguntó Freud.

—Me resultaría un poco difícil describir mis últimas veinticuatro horas, señor. Y al final he estado con la señorita Acton.

—Ya veo. —Freud observó que Younger esperaba que le invitase a entrar, pero no le apetecía hacerlo. De hecho, Freud se sentía tan exhausto como todo parecía indicar que tenía que estarlo Younger—. Bien, ya me lo contará todo mañana.

—Mañana…, muy bien —respondió Younger, e hizo ademán de irse.

Al percatarse de la decepción de Younger, Freud añadió:

—Ah, quería decirle algo. Que debemos pensar en Clara Banwell.

—¿Señor?

—Toda vida familiar se organiza alrededor de la persona más dañada que hay en ella. Sabemos que Nora prácticamente ha sustituido a sus padres por los Banwell. La cuestión es determinar qué persona de ese grupo humano ha sufrido las mayores heridas psicológicas.

—¿Cree usted que puede ser la señora Banwell?

—No debemos presuponer que tenga que ser Nora. La señora Banwell es una persona de carácter fuerte, como a menudo lo son los narcisistas, pero los hombres de su vida sin duda la han maltratado de un modo profundo. Banwell, su marido, sin ninguna duda. Ya oyó lo que Clara Banwell dijo.

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