Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—Me están tendiendo una trampa —terció Banwell—. McClellan, estuve con usted todo el domingo por la noche. En el Saranac Inn. Sabe que no pude matarla.
—No es así como lo verá el fiscal —le replicó Littlemore—. El fiscal dirá que usted hizo que alguien llevara en coche a la señorita Riverford al Saranac, y que se escabulló de la cena con el alcalde, y que se reunió con ella en algún sitio, y que durante ese encuentro la asesinó. Luego hizo que la llevaran de vuelta al Balmoral, donde parecería que había muerto. Y se imaginó que el alcalde le serviría de coartada. Lástima que dejara sus iniciales en el cuello de la víctima. Eso es lo que dirá el fiscal, señor Banwell.
—Yo no la maté, se lo aseguro —dijo Banwell—. Y puedo probarlo.
—¿Cómo puedes probarlo, George? —le preguntó McClellan.
—
Nadie
ha matado a Elizabeth Riverford —dijo Banwell.
—¿Qué? —dijo el alcalde—. ¿Está viva? ¿Dónde?
Banwell negó con la cabeza.
—Por el amor de Dios —exclamó McClellan—. Explícate.
—No existe tal Elizabeth Riverford —dijo Banwell.
—Nunca ha existido —añadió Littlemore.
Banwell expelió el aire de los pulmones. Hugel inspiró profundamente. El alcalde protestó:
—¿Quiere alguien explicarme qué está pasando aquí?
—Fue el peso de la chica lo que primero me hizo sospechar —dijo Littlemore—. El informe del señor Hugel decía que la señorita Riverford medía un metro sesenta y cinco, y pesaba cincuenta y dos kilos. Pero el gancho del techo del que estaba colgada no podía soportar todo ese peso. Se habría roto al instante. Lo probé yo mismo.
—Pude equivocarme en estatura y peso —adujo Hugel—. Estaba sometido a una presión enorme.
—No, no se equivocó, señor Hugel —dijo Littlemore—. Lo hizo a propósito. Y tampoco mencionó que el pelo de la señorita Riverford no era realmente negro.
—Por supuesto que era negro —dijo Hugel—. Todos los que estuvimos en el Balmoral testificaremos que era negro.
—Era una peluca —dijo Littlemore—. La encontramos en el baúl de Banwell.
Hugel recurrió al alcalde:
—Ha perdido el juicio. Alguien le está pagando para que diga esas cosas. ¿Por qué iba yo a falsear deliberadamente la apariencia física de la señorita Riverford?
—¿Por qué, detective? —preguntó McClellan.
—Porque si hubiera dicho a todo el mundo que Elizabeth Riverford medía un metro cincuenta y ocho y pesaba cuarenta y siete kilos, y tenía el pelo rubio y largo, las cosas se habrían puesto realmente difíciles cuando la señorita Nora Acton apareciese con idénticas heridas al día siguiente, el mismo día de la desaparición del cuerpo de la señorita Riverford… ¿No es así, señor Hugel?
En el momento mismo en que Clara entró por la puerta de su habitación, Nora se echó en sus brazos.
—Querida mía —dijo Clara—. Gracias al cielo que estás bien. ¡Estoy tan contenta de que me hayas llamado!
—Se lo voy a contar todo —exclamó Nora—. He intentado mantenerlo en secreto, pero no puedo.
—Lo sé —dijo Clara—. Me lo has dicho en tu misiva. Está bien. Cuéntalo todo.
—No lo entiendes —replicó Nora, al borde de las lágrimas—. Me refiero a
todo
.
—Lo entiendo. Está bien.
—No se ha creído que me hayan hecho el menor daño —dijo Nora—. El doctor Younger. Piensa que me he pintado las heridas.
—Qué horror.
—Me lo merezco, Clara. Todo ha salido mal. Me siento tan mal. Todo para nada. Sería mejor estar muerta.
—Calla. Necesitamos algo que nos calme los nervios. A las dos. —Fue hasta el aparador, en el que había una licorera medio llena y varias copas—. Ven. Oh, qué brandy más horrible. Pero voy a servimos un poco. Lo compartiremos.
Le tendió a Nora una copa con unos dedos de un licor dorado que se agitaba en su interior. Nora nunca había bebido brandy, pero Clara la ayudó a probarlo y, en cuanto hubo superado la primera sensación de quemazón interna, a que apurase lo que quedaba; la inclinación excesiva de la copa hizo que se le derramara un poco en la delantera del vestido.
—Vaya —dijo Clara—. ¿Es mío este vestido que llevas puesto?
—Sí —dijo Nora—. Lo siento. Hoy he ido a Tarry Town. ¿Te importa?
—Por supuesto que no. Te sienta tan bien. Mis cosas siempre te vienen a la perfección. —Clara sirvió otro dedo de brandy en la copa, y bebió un poco, cerrando los ojos al hacerlo. Luego acercó la copa a los labios de Nora—. ¿Sabes? —dijo—. Compré este vestido pensando en ti. Y estos zapatos iban a ir a juego con él. Éstos, los que llevo puestos. Toma, pruébatelos. Tienes unos tobillos tan finos. ¿Por qué no dejamos de pensar y nos dedicamos a vestirte de punta en blanco, como solíamos hacer?
—¿Te parece? —dijo Nora, tratando de sonreír.
— ¿Quiere decir que Elizabeth Riverford era Nora Acton? —le preguntó un perplejo alcalde McClellan al detective Littlemore.
—Puedo probarlo, señor —dijo Littlemore. Hizo un gesto en dirección a Betty mientras se sacaba del bolsillo otra fotografía—. Señor alcalde, Betty, aquí presente, fue la doncella de la señorita Riverford en el Balmoral. Y ésta es una fotografía que encontré en el apartamento de Leon Ling. Betty, diles a estos señores quién es esta mujer.
—La de la izquierda es la señorita Riverford —dijo Betty—. El pelo lo lleva diferente, pero es ella.
—Señor Acton, ¿podría mirarla usted ahora, por favor? —Littlemore le tendió a Harcourt Acton la fotografía de Nora Acton, William Leon y Clara Banwell.
—Es Nora —dijo Acton.
McClellan sacudió la cabeza.
—¿Nora Acton estaba viviendo en el Balmoral con el nombre de Elizabeth Riverford? ¿Por qué?
—No estaba viviendo en el Balmoral —gruñó Banwell—. Iba allí unas cuantas noches a la semana, eso es todo. ¿Qué está mirando? Mire a Acton, ¿por qué no le mira a él?
—¿Lo sabía? —le preguntó con incredulidad McClellan a Harcourt Acton.
—Por supuesto que no —respondió por su marido la señora Acton—. Nora debe de haber actuado por su cuenta.
Harcourt Acton guardó silencio.
—Si él no lo sabía, es un maldito necio —declaró Banwell—. Pero yo nunca la he tocado. La idea fue de Clara, de todas formas.
—¿Clara también lo sabía? —dijo McClellan, cada vez más incrédulo.
—¿Saberlo? Lo organizó ella. —La voz de Banwell se quebró. Luego prosiguió—: Ahora suélteme. No he cometido ningún crimen.
—Salvo atropellarme ayer con el coche —dijo el detective Littlemore—. Además del intento de soborno de un agente de la policía, del intento de asesinato de la señorita Acton y del asesinato de Seamus Malley. Yo diría que ha tenido una semana muy ocupada, señor Banwell.
Al oír el nombre de Malley, Banwell trató de levantarse del suelo, pese a las esposas que lo sujetaban al pasamanos. En la conmoción, Hugel se precipitó hacia la puerta. Ambos hombres fracasaron en su respectivos intentos, Banwell se lastimó las muñecas, y al
coroner
lo atrapó el agente Reardon.
—Pero ¿por qué, Hugel? —preguntó el alcalde.
El
coroner
no respondió.
—Santo Dios —prosiguió el alcalde, aún dirigiéndose al
coroner—
. Usted sabía que Elizabeth Riverford era Nora. ¿Fue usted el que la azotó? Dios santo…
—No, no fui yo —exclamó el
coroner
, en tono lastimero, aún sujetado por Reardon—. Yo no azoté a nadie. Yo lo único que quería era ayudar. Tenía que conseguir que lo condenaran. Ella me prometió… Yo no sería capaz de… Ella lo planeó todo… Me dijo lo que tenía que hacer… Me prometió…
—¿Nora? —preguntó el alcalde—. ¿Qué diablos le prometió Nora?
—Nora no —dijo Hugel. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Banwell—. Su mujer.
Nora Acton se quitó los zapatos y se probó los de Clara. Los tacones eran altos y puntiagudos, pero el cuerpo del zapato era de una piel negra preciosa y suave. Cuando la joven levantó la mirada, vio en la mano de Clara un objeto inesperado: un pequeño revólver de culata de nácar.
—Hace tanto calor aquí dentro, querida —dijo Clara—. Salgamos al balcón.
—¿Por qué me estás apuntando con una pistola, Clara?
—Porque te odio, querida. Has hecho el amor con mi marido.
—No es cierto —protestó Nora.
—Pero él quería que hicieras el amor con él. Con todas sus fuerzas. Es lo mismo. No, es peor.
—Pero tú odias a George…
—¿Sí? Supongo que sí —dijo Clara—. Os odio a los dos por igual.
—Oh, no. No digas eso. Prefiero morir…
—Perfecto, entonces.
—Pero Clara, tú me hiciste…
—Sí, te hice —dijo Clara—. y ahora te desharé. Ponte en mi lugar, querida. ¿Cómo voy a dejar que le cuentes a la policía todo lo que sabes? Estoy tan cerca del éxito. Lo único que se interpone en mi camino… eres tú. Levántate, querida mía. Al balcón. Vamos. No me obligues a disparar. Nora se levantó. Se tambaleó. Los tacones de aguja de Clara eran demasiado altos para ella. Apenas podía andar. Apoyándose en el respaldo del sofá, primero, y luego en un sillón y en una mesa, consiguió llegar a las puertaventanas abiertas que daban al balcón.
—Así —dijo Clara—. Un poco más adelante.
Nora avanzó un paso hacia el balcón, y dio un traspié. Se agarró a la barandilla, y, recuperado el equilibrio, se irguió. Estaba de cara a la ciudad. Era el piso once, y soplaba una fuerte brisa. Nora sintió la frescura de la brisa en la frente y las mejillas.
—Me has hecho ponerme estos zapatos para que te resulte fácil tirarme por el balcón, ¿no es eso? —dijo.
—No —respondió Clara—. Para que parezca un accidente. No estabas acostumbrada a esos tacones. No estabas acostumbrada al brandy, que es a lo que olerá el vestido. Un terrible accidente. No quiero empujarte yo, querida mía. ¿Por qué no te tiras tú? No tienes más que dejarte ir. Seguro que lo prefieres.
Nora vio el reloj de la torre del Metropolitan Life, a menos de dos kilómetros al sur. Era medianoche. Vio, al oeste, el vivo fulgor de Broadway.
—«Ser o no ser» —dijo en un susurro.
—No ser, me temo —dijo Clara.
—¿Puedo pedirte una cosa?
—No sé, querida. ¿Cuál?
—¿Me das un beso? Sólo uno, antes de morir.
Clara Banwell consideró la petición.
—De acuerdo —dijo—.
Nora se volvió, despacio, con los brazos a la espalda, agarrada al antepecho, parpadeando para apartar las lágrimas que se le agolpaban en los ojos azules. Alzó la barbilla, muy ligeramente. Clara, con el revólver apuntado a la cintura de Nora, le apartó un pelo de los labios. Y Nora cerró los ojos.
De pie frente al lavamanos de mi habitación del hotel, me eché agua fría en la cara. Ahora veía claramente que Nora, en su familia, había sido el blanco de un complejo de Edipo idéntico al tipo de imagen especular que yo acababa de concebir. Sin duda su madre se sentía mortalmente celosa de ella. Pero el caso de Nora era más complejo a causa de los Banwell. Freud estaba en lo cierto: en cierto modo, los Banwell se habían convertido para Nora en el padre y la madre sustitutos. Banwell había deseado a Nora —de nuevo el complejo de Edipo al revés—, pero Nora, al parecer, deseaba a Clara. Esto no encajaba. Lo cierto es que tampoco encajaba Clara. Su posición era la más compleja de todas. Ella se había hecho amiga de Nora, como había señalado Freud, y le había hecho partícipe de sus confidencias, y le había contado sus experiencias sexuales. Freud creía que Nora sentía celos de Clara. Pero a mi entender, era Clara quien debía sentir celos de Nora; era Clara quien debía odiarla; Clara quien debía desear…
Me levanté de un brinco de la cama y salí corriendo de la habitación.
En el instante mismo en que sus labios se unieron, Nora agarró la mano de Clara que empuñaba el arma. Y el revólver hizo fuego. Nora no logró desalojar el arma de la mano de Clara, pero sí desviar el cañón de su cuerpo. Y la bala se perdió en el cielo de la ciudad.
Nora arañó a Clara en la cara, y le hizo sangre en la piel de encima y debajo de un ojo. Cuando Clara gritó de dolor, Nora le mordió una mano —la que sostenía el arma con todas sus fuerzas. El revólver cayó al suelo de hormigón del balcón y resbaló hacia el interior de la habitación.
Clara golpeó a Nora en la cara. Y volvió a golpearla, Y luego la agarró por el pelo y tiró de ella hacia el antepecho, donde Nora se dobló de espaldas sobre el borde. Los largos mechones de Nora colgaron sueltos en el vacío, sobre el asfalto de la calle, tan distante…
Nora cogió del suelo uno de los zapatos de tacón, lo levantó y lo dejó caer con fuerza sobre el pie de Clara. El tacón de aguja se clavó en el empeine desnudo de Clara. Clara soltó un grito desgarrador y soltó a Nora, que se zafó de ella y retrocedió y pasó a través de las puertaventanas, pero cayó enseguida al suelo, incapaz de correr con los tacones de aguja de Clara. Siguió a gatas sobre el piso de la habitación, en busca del revólver. Sus yemas acababan de tocar el nácar de la culata cuando Clara le agarró el vestido y tiró de él hacia ella. Clara apartó a Nora, pasó por encima de ella, se abalanzó hacia el interior de la habitación y cogió la pistola.
—Muy bien, querida —dijo Clara, respirando con dificultad—. No tenía ni idea de que tuvieras agallas.
Se oyó un ruido estruendoso: la puerta cerrada con llave se abrió en medio de una nube de astillas, y Stratham Younger entró en tromba en la habitación.
— Doctor Younger —dijo Clara Banwell, de pie en medio del saloncito de Nora y apuntando con el pequeño revólver hacia la zona central de mi anatomía—. Qué alegría volver a verle. Cierre la puerta, por favor.
Nora estaba en el suelo, a unos cuatro metros. Vi una contusión en su mejilla, pero, gracias a Dios, ni rastro de sangre en ninguna parte de su persona.
—¿Estás herida? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
Dejando escapar el aire que retenía en los pulmones sin darme cuenta, cerré la puerta.
—¿Y usted, señora Banwell —dije—, cómo está esta noche?
Las comisuras de los labios de Clara se alzaron casi imperceptiblemente. Tenía unos aparatosos arañazos encima y debajo del ojo izquierdo.
—Estaré mucho mejor dentro de poco —dijo—. Salga al balcón, doctor.
No me moví.
—Al balcón, doctor —repitió Clara.
—No, señora Banwell.
—¿De veras? —dijo Clara—. ¿Le disparo ahí mismo, entonces?
—No puede —dije—. Ha dado su nombre abajo, en recepción. Si me mata, la colgarán por asesinato.