La interpretación del asesinato (48 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—Sí —dijo Younger—. Luego me habló más del asunto.

—¿En casa de Jelliffe?

—No, señor. Volví a hablar con ella en casa de Nora Acton.

—Entiendo —dijo Freud, alzando una ceja—. Espero no equivocarme en el hecho de que fue ella misma quien le hizo saber a Nora que le había hecho una felación a su padre.

—¿Cómo dice?

—¿Se acuerda? —dijo Freud. Cerró los ojos y, sin abrirlos, reprodujo el diálogo que él y Younger habían mantenido sobre este asunto hacía dos días, y empezó por sus propias palabras: «¿No encuentra usted nada extraño en la afirmación de Nora de que, cuando vio a la señora Banwell con su padre, no entendió qué estaba presenciando exactamente?». «La mayoría de las norteamericanas de catorce años suele estar muy mal informada sobre ese particular, doctor Freud». «Me hago cargo de ello, pero no me estoy refiriendo a eso. Lo que ella estaba insinuando es que ahora

entendía lo que había presenciado, ¿me equivoco?».

Younger se quedó mirándole con fijeza:

—¿Tiene usted memoria «fonográfica», señor?

—Sí. Una herramienta muy útil en el psicoanálisis. Debería cultivarla. Hubo un tiempo en el que recordaba conversaciones durante meses, pero ahora sólo durante días. En cualquier caso, creo que acabará usted averiguando que fue la propia señora Banwell quien instruyó a Nora acerca de la naturaleza del acto que comentamos. Sospecho que ha hecho de la joven su confidente, y la ha ganado para su causa. De otro modo no se entienden los sentimientos de Nora por Clara Banwell.

—Los sentimientos de Nora por Clara Banwell —repitió Younger.

—Ánimo, muchacho. Piense en ello. En lugar de odiar a la señora Banwell, como sería lo normal, Nora la ha aceptado como sustituta de su madre. Ello significa que la señora Banwell se las arregló para crear un lazo muy especial con la joven, logro más que asombroso dadas las circunstancias. Casi con toda certeza, le confió a Nora sus deseos eróticos secretos, vía preferida de las mujeres para ganarse la intimidad mutua.

—Entiendo —dijo Younger en tono apagado.

—¿Lo entiende? Y a Nora eso sin duda le ha hecho las cosas más difíciles. Y también indica una falta de escrúpulos por parte de la señora Banwell. Una mujer no confía tales cosas a una joven cuya inocencia quiere preservar. Bien, veo que hay algo que usted quiere contarme, pero está demasiado exhausto. No ganaríamos nada hablando del asunto ahora. Lo haremos mañana. Váyase a dormir.

Smith Ely Jelliffe cantaba un aria mientras entraba tranquilamente en el Balmoral apenas pasadas las once de la noche del viernes. Dio una propina generosa a los porteros, y, sin que ninguno de ellos se lo preguntara en absoluto, les informó de que había pasado la tarde en el Metropolitan, escuchando ópera en compañía de una criatura femenina de la mejor especie: las de las que saben muy bien qué hacer durante la representación. Con la cara reluciente, Jelliffe tenía todo el aspecto de ser un hombre convencido de la grandeza de su alma.

Su fulgor se vio ensombrecido un tanto por la aparición de un joven con un traje gastado que le cerraba el paso al ascensor. Y ensombrecido del todo cuando tal joven se identificó como un detective de la policía.

—Usted es el médico de Harry Thaw, ¿no es cierto, doctor Jelliffe? —le preguntó Littlemore.

—¿Se da usted cuenta de la hora que es, buen hombre? —replicó Jelliffe.

—Responda a mi pregunta.

—El señor Thaw está a mi cuidado —reconoció Jelliffe—. Todo el mundo lo sabe. Se ha informado de ello en todas partes.

—¿Estaba a su cuidado aquí en la ciudad el pasado fin de semana? —prosiguió Littlemore.

—No sé de qué me está hablando —dijo Jelliffe.

—Seguro que no —le respondió el detective, haciendo una seña a una chica que, vestida de un modo ostentoso, esperaba en un sofá de cuero del otro extremo del vestíbulo de mármol. Greta se acercó a los dos hombres. Littlemore le preguntó si reconocía a Jelliffe.

—Sí, es él —dijo Greta—. El doctor Smith. Vino con Harry y se fue con él.

Aquella tarde, antes de ir a ver al alcalde, Littlemore había vuelto a la comisaría y releído las transcripciones del juicio, y encontró el testimonio de Jelliffe en el que éste afirmaba que Thaw estaba loco. Cuando vio que el nombre de pila de Jelliffe era Smith, comprendió que todo encajaba.

—Doctor Jelliffe —dijo Littlemore—. ¿Quiere contármelo aquí…, o prefiere hacerlo en comisaría?

El detective no tuvo que esperar mucho para que Jelliffe confesara:

—No fue en absoluto decisión mía —soltó Jelliffe atropelladamente—. Sino de Dana. Dana estaba al mando.

Littlemore le dijo a Jelliffe que le llevara a su apartamento. Cuando entraron en el lujoso recibidor de la casa de Jelliffe, el detective asintió con la cabeza admirativamente.

—Vaya, tiene usted mucho que perder, doctor Jelliffe —dijo—. ¿Así que trajo a Thaw a la ciudad el fin de semana pasado? ¿Cómo lo hizo, sobornando a los guardianes?

—Sí, pero la decisión fue de Dana, no mía —insistió Jelliffe. Se dejó caer con todo su peso en una silla de la mesa del comedor—. Yo me limité a hacer lo que él dijo que teníamos que hacer.

Littlemore se quedó mirándole con fijeza:

—¿Lo de llevarle al burdel de Susie fue idea de usted?

—Quien eligió esa casa fue Thaw, no yo. Por favor, detective…, era una necesidad médica. Un hombre sano puede volverse loco en un lugar como Matteawan. Rodeado de lunáticos. Despojado de los desahogos físicos normales.

—Pero Thaw está
loco
—dijo Littlemore—. Por eso está encerrado en ese manicomio.

—Thaw no está loco. Es un hombre que soporta una gran tensión —dijo Jelliffe—. Tiene un temperamento sumamente nervioso. Y a un hombre así no se le hace ningún bien internándolo.

—Lástima que usted dijera justo lo contrario ante el tribunal —le recordó Littlemore—. Y ésta no fue la primera vez que trajo a Thaw a la ciudad, ¿me equivoco? Lo trajo también hace cosa de un mes, ¿no es cierto?

—No, se lo juro —dijo Jelliffe—. Ésta ha sido la primera Vez.

—Sí, seguro —le respondió Littlemore—. ¿Y cómo conoció Thaw a Elsie Sigel?

Jelliffe negó haber oído el nombre de Elsie Sigel hasta leerlo en los periódicos de la tarde del día anterior.

—Cuando llevó usted a Thaw a casa de Susie —prosiguió Littlemore—, ¿sabía lo que le gusta hacerles a las chicas? ¿También considera usted eso una necesidad médica?

Jelliffe agachó la cabeza.

—Había oído hablar de sus tendencias —masculló—. Pero pensé que se las habíamos curado.

—Ajá —dijo Littlemore. Miró con repugnancia cómo las cuidadas uñas de Jelliffe ceñían su inmensa cintura—. Antes de llevar a Thaw a casa de Susie aquella noche, ¿cuándo lo trajo aquí a su apartamento, y cuánto tiempo lo perdió de vista en esa ocasión? ¿Lo dejó solo en algún momento? ¿Salió de aquí? ¿Qué sucedió?

—¿Aquí? —dijo Jelliffe, inquieto y confundido—. Jamás traería a ese hombre a mi apartamento.

—No juegue conmigo, Smith Jelliffe. Tengo pruebas más que suficientes para acusarle de complicidad en un asesinato… Complicidad antes y después del acto mismo.

—¿Asesinato? —preguntó Jelliffe—. Dios santo. No puede ser. No hubo ningún asesinato.

—Una joven fue asesinada en este edificio el domingo por la noche, la noche en que Thaw estuvo en este apartamento.

Jelliffe tenía la cara pálida.

—No —dijo—. Thaw vino a la ciudad el sábado por la noche. Y yo mismo cogí el tren para Matteawan con él el domingo por la mañana. Y pasó allí el domingo y el lunes. Puede preguntarle a Dana. Puede consultar el registro de Matteawan. Allí podrá verlo.

La desesperada alegación de Jelliffe parecía sincera, pero Littlemore disponía de pruebas que la contradecían.

—Buen intento, Jelliffe —dijo—, pero tengo media docena de chicas que lo sitúan a usted y a Thaw en casa de Susie el domingo pasado, ¿no es así, Greta?

—Sí —dijo Greta—. A eso de las dos o tres de la mañana del domingo. Como le he contado.

Littlemore se quedó petrificado.

—Un momento, un momento. ¿Te refieres al sábado por la noche o a la noche del domingo?

—Al sábado por la noche, domingo por la mañana, ¿qué más da? —respondió Greta.

—Greta —dijo el detective—. Necesito estar seguro. ¿Cuándo fue Thaw a casa de Susie?, ¿el sábado por la noche o el domingo por la noche?

—El sábado por la noche —dijo Greta—. No trabajo los domingos por la noche.

Littlemore se sintió perdido una vez más. Había dado a la hipótesis de Thaw un valor de casi certeza. Todo apuntaba hacia ella. Pero ahora resultaba que Thaw había estado en casa de Susie la noche que
no era
: la noche anterior.

—Voy a mirar bien ese registro del hospital —le dijo Littlemore a Jelliffe—, y más le valdrá tener razón. Venga, Greta. Nos vamos.

Jelliffe tragó saliva, y se enderezó en la silla.

—Creo que me debe una disculpa, detective —dijo.

—Quizá —dijo Littlemore—. Pero si vuelve a pedírmela, van a caerle de uno a cinco años en Sing Sing por conspiración para la huida de un preso del estado. Y no volverá a ejercer la medicina en su vida.

Por segunda noche consecutiva, Carl Jung caminaba por la acera de la iglesia de Calvary, frente a Gramercy Park. Esta vez llevaba el revólver en el bolsillo. Tal vez le infundía valor. Sin flaquear ni un instante, avanzó con paso firme, en paralelo a la verja de hierro forjado, en dirección a Gramercy Park South, cruzó la calle y se dirigió al policía que había ante la casa de los Acton. El policía le preguntó adónde iba. Jung le respondió que al club nocturno, y que por favor le indicara dónde era.

—Ah, el Players —dijo el policía—. El número dieciséis, cuatro puertas más abajo.

Jung llamó a la puerta en el número dieciséis, y, cuando mencionó el nombre de Smith Jelliffe, le permitieron la entrada. El aire estaba lleno de música y de risas femeninas. Una vez dentro, Jung no podía dar crédito a lo necio que había sido al haber llegado casi ante aquella puerta dos veces y las dos veces haberse vuelto atrás. Qué ridículo: un hombre de su talla con miedo a entrar en un lugar donde podían conseguirse mujeres a cambio de dinero.

La chica del guardarropa saludó a Jung en el vestíbulo, y se quedó momentáneamente desconcertada cuando Jung sacó el revólver. Pero se lo tendió con cortesía europea, y le explicó que, al ver a un policía unas puertas más arriba, había pensado que tal vez había un asesino suelto por los alrededores.

—Está bien —dijo la chica, sonriéndole con gracia—. Por un instante he pensado que usted era ese asesino.

Mientras ambos reían y la puerta principal seguía cerrada, otro hombre se apeaba de un carruaje en medio de las sombras de Calvary Street. El carruaje de alquiler se alejó, y dejó al hombre inmóvil casi en el mismo punto en que Jung había estado la noche anterior. Vestía de etiqueta. Pese al calor de la noche estival, llevaba otra prenda encima, un sobretodo, y guantes blancos de piel de ciervo. El sombrero lo llevaba muy ceñido, para que le ocultara la cara todo lo posible. El hombre seguía sin moverse. Observaba desde la oscuridad, desde un punto en que el policía que vigilaba la casa de los Acton no podía verle.

En cuanto oyó que la puerta se cerraba, Smith Jelliffe fue hasta el teléfono, descolgó el auricular y le pidió a la telefonista que le pusiera con el Matteawan State Hospital. Tuvo que esperar un cuarto de hora, pero al final consiguió hablar con un celador con el que mantenía una relación excelente. Jelliffe empezó a espetarle una serie de órdenes frenéticas, pero el celador lo interrumpió enseguida.

—Llega tarde —le dijo—. Se ha ido.

—¿Que se ha ido?

—Se ha ido hace tres horas.

Jelliffe colgó el teléfono. Con dedos nerviosos, marcó el número de la residencia de la Quinta Avenida de Charles Dana. No obtuvo respuesta. Era casi medianoche. Al cabo de seis timbrazos, Jelliffe colgó el auricular.

—Dios mío —dijo.

En la acera de enfrente del Balmoral, bajo una farola, Littlemore dijo adiós a Greta. La noche era bochornosa en extremo.

—Puedo decir que vino el domingo por la noche, si quiere —se prestó Greta.

Littlemore no pudo evitar echarse a reír. Negó con la cabeza, e hizo una seña a un taxi que pasaba.

—Ahora ya no va a buscarme a mi Fannie, ¿verdad? —preguntó, sin esperanza.

—No, no voy a buscar a su Fannie —dijo Littlemore—. Voy a encontrarla.

Le dijo al cochero que la llevara a la calle Cuarenta y le dio un dólar en pago del trayecto. Greta se quedó mirándole.

—Es usted un tipo genial, ¿lo sabía? —dijo—. ¿No querrá casarse conmigo por un casual? Los dos somos pelirrojos.

Littlemore volvió a reír.

—Lo siento, querida. Estoy comprometido.

Greta lo besó en la mejilla. Mientras el coche se alejaba Littlemore se dio la vuelta y fue a darse casi de bruces con Betty Longobardi, que estaba justo a su espalda. Camino del centro de la ciudad, el detective se había parado un momento en casa de los Longobardi y había dejado un recado a Betty para que se reuniese con él en el Balmoral lo antes posible.

—Empieza a explicarte —dijo Betty—. Y será mejor que sea algo con pies y cabeza.

Littlemore no explicó nada. Lo que hizo fue conducir a Betty hasta su coche aparcado. Del maletero sacó un saco lleno de bultos.

—Necesito enseñarte algo —dijo—. Unas cosas que quizá pertenecieron a la señorita Riverford. Eres la única que puede identificadas.

Littlemore vació el saco en el maletero. Las ropas estaban demasiado empapadas para ser reconocibles. Las joyas y los zapatos, dijo Betty, le resultaban familiares, pero no podía asegurarlo. Entonces vio una manga de lentejuelas colgando de una densa maraña de tela. Tiró de ella y sacó el vestido, y lo sostuvo a la luz de la farola.

—¡Éste era suyo! La vi con él puesto.

—Eres una joya —dijo Littlemore—. Eres la…, un momento. Espera un momento. ¿Ves aquí algún vestido que se pueda llevar durante el día?

—No, ninguno —dijo Betty, alzando las cejas mientras revolvía entre la lencería—. Y tampoco esto. No, Jimmy, nada. Todo es ropa de noche.

—Ropa de noche —repitió el detective.

—¿Qué pasa? —preguntó Betty.

Littlemore, sumido en sus pensamientos, no dijo nada.

—¿Qué, Jimmy?

—Pero entonces el señor Hugel… —Littlemore se palpó apresuradamente los bolsillos hasta que al final encontró un sobre que contenía varias fotografías. Le mostró una de ellas a Betty—. ¿Reconoces esta cara?

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