La interpretación del asesinato (22 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—Me sorprende usted, Hugel. Todo meras especulaciones…

—No será ninguna especulación cuando tenga el próximo asesinato entre manos.

—George Banwell no mató a la señorita Riverford —dijo el alcalde.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo

—respondió McClellan en tono terminante—. No le toleraré ni una palabra más sobre esa ridícula calumnia. Ahora váyase a casa. No está usted capacitado para ocupar su puesto en esas condiciones. Descanse un poco. Es una orden.

El edificio que Littlemore encontró en el 782 de la Octava Avenida —donde se suponía que Chong Sing vivía en el apartamento 4C— era una casa de vecindad de cinco plantas; sucia, mugrienta, con fragantes patas de cerdo asadas y cuerpos chorreantes de patos en las ventanas del segundo piso, donde había un restaurante chino. Debajo del restaurante, en la planta baja, había una cochambrosa tienda de bicicletas, cuyo propietario era blanco. Todos los demás vecinos del inmueble y las gentes de los alrededores —las ancianas que salían y entraban atropelladamente por la puerta principal, el hombre que fumaba una larga pipa en las escaleras de entrada, los rostros que asomaban por las ventanas de los pisos superiores— eran chinos.

Cuando el detective empezó a subir el tercer tramo de escaleras a oscuras, un hombrecillo con una larga túnica surgió de las sombras y le cerró el paso. El hombrecillo tenía una barba rala, una cola que le colgaba de la espalda y los dientes del color de la herrumbre. Littlemore se detuvo.

—Se equivoca —dijo el chino, sin más preámbulos—. El restaurante es ahí abajo, en la segunda planta.

—No busco el restaurante —respondió Littlemore—. Busco al señor Chong Sing. Vive en el cuarto piso. ¿Lo conoce?

—No. —El chino seguía cerrándole el paso a Littlemo re—. No hay ningún Chong Sing ahí arriba.

—¿Quiere decir que ha salido, o que no vive aquí?

—No hay ningún Chong Sing ahí arriba —repitió el hombrecillo chino. Empujó con las puntas de los dedos el pecho del detective, y dijo—: Váyase.

Littlemore apartó al hombrecillo hacia un lado y siguió subiendo por las angostas escaleras, que crujían bajo sus pies. El aire estaba colmado de un olor a grasa de carne. Mientras recorría el humoso pasillo de la cuarta planta —sin ventanas y oscura, a pesar de ser una mañana clara—, Littlemore vio ojos que le espiaban desde puertas apenas entreabiertas. En el apartamento 4C nadie contestó. Littlemore creyó oír cómo alguien escapaba a toda prisa por una escalera trasera. Al principio, el aroma a carne asada había estimulado el apetito del detective; ahora, en los pisos superiores sin aire, mezclado con las volutas del humo del opio, le producía náuseas.

Cuando el alcalde llegó al ayuntamiento, la señora Neville le informó de que el señor Banwell estaba al teléfono.

McClellan le dijo que le pasara la llamada.

—George —dijo George Banwell—. Soy George.

—Yo también —dijo George McClellan, poniendo el broche a un intercambio que ambos habían iniciado veinte años atrás, cuando eran miembros novatos del Manhattan Club.

—Quería decirte que anoche conseguí hablar con Acton —dijo Banwell—. Le puse al tanto de las terribles nuevas. Está en la carretera en este momento. Llegará al hotel hacia mediodía. Me he citado con él allí.

—Excelente —dijo McClellan—. Allí os veré, entonces.

—¿Ha recordado algo Nora?

—No —dijo el alcalde—. Pero el
coroner
tiene un sospechoso. Tú.

—¿Yo? —exclamó Banwell—. Esa pequeña rata no me gustó desde que le puse la vista encima.

—Al parecer el sentimiento es mutuo.

—¿Qué le has dicho tú?

—Le he dicho que tú no lo hiciste —dijo el alcalde.

—¿Qué pasa con el cuerpo de Elizabeth? —preguntó Banwell—. Riverford me manda telegramas preguntándomelo cada cinco minutos.

—Lo han robado, George —dijo el alcalde.

—¿Qué?

—Ya sabes los problemas que tengo con el depósito de cadáveres. Espero recuperarlo pronto. ¿Puedes entretenerme un día más a Riverford?

—¿Entretenerlo? —repitió Banwell—. Su hija ha sido asesinada.

—¿Puedes intentarlo? —dijo McClellan.

—Diablos, George… —dijo Banwell—. Veré lo que puedo hacer. A propósito, ¿quiénes son esos
especialistas
que están viendo a Nora?

—¿No te lo conté? —respondió el alcalde—. Son terapeutas. Parece ser que pueden curar la amnesia sólo charlando. Algo fascinante, la verdad. Hacen que el paciente les diga todo tipo de cosas.

—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Banwell.

—Todo tipo de cosas —respondió el alcalde.

El
coroner
Hugel, obedeciendo las órdenes del alcalde, volvió a su casa, los dos últimos pisos de una pequeña casa de madera de Warren Street. Nada más llegar se acostó en su cama llena de bultos, aunque no logró conciliar el sueño. La luz era muy viva, y los gritos de los camioneros demasiado estentóreos, incluso con una almohada sobre la cabeza.

La casa en la que Hugel vivía estaba a un extremo de Market District, en el bajo Manhattan. Cuando alquiló el apartamento, la zona era un agradable barrio residencial. Pero en 1909 ya había sido tomado por almacenes de frutas y verduras y talleres de manufacturas. Hugel no se había mudado. El salario de
coroner
no le habría permitido costearse un apartamento de dos pisos en otra parte más en boga de Nueva York.

Hugel odiaba sus habitaciones. Los techos exhibían las mismas manchas horribles de bordes parduzcos que tenía que soportar en su despacho. Hugel maldijo con amargura, en voz baja. Era el
coroner
de la ciudad de Nueva York. ¿Por qué tenía que vivir en una morada tan indigna? ¿Por qué tenía que tener su traje aquel aire tan raído en comparación con la impecable y bien cortada chaqueta del alcalde McClellan?

La prueba contra Banwell era más que suficiente para su detención. ¿Por qué no lo veía el alcalde? Deseaba detener a Banwell él mismo. Hugel volvió a repasar todo el asunto. Tenía que haber algo más. Tenía que haber alguna forma de hacer que encajaran todas las piezas. Si el asesino de Elizabeth Riverford había robado su cuerpo de la morgue porque en él había alguna prueba que lo incriminaba, ¿cuál podría ser ésta? De súbito tuvo una inspiración: había olvidado las fotografías que él mismo había tomado en el apartamento de la víctima. ¿No podrían aquellas fotografías proporcionarle la pista que andaba buscando?

Hugel se levantó de la cama y se vistió deprisa. Las revelaría él mismo. A pesar de que raras veces lo utilizaba, tenía su propio cuarto oscuro en un cubículo contiguo a la morgue. No, sería más seguro si Louis Riviere, jefe del departamento fotográfico de la policía, se encargaba del trabajo.

A las nueve estaba llamando a la habitación de la señorita Acton. No respondió nadie. Se me ocurrió preguntar en recepción, y había un mensaje para mí en el que la señorita Acton me informaba de que volvería a su habitación a las once. A partir de esa hora podría pasar a verla si lo deseaba.

Todo ello un inmenso error, psicoanalíticamente hablando. En primer lugar, no era en absoluto «pasar a verla». Y en segundo lugar no era el paciente sino el médico quien debía fijar la hora de las sesiones.

Sea como fuere, a las once estaba llamando a la habitación de la señorita Acton. Estaba cómodamente instalada en el sofá, en idéntica postura a la del día anterior por la mañana, tomando el té, enmarcada en un par de puertaventanas abiertas a la terraza. Sin levantar los ojos, la señorita Acton me dijo que me sentara. Esto también me irritó. El marco de una sesión psicoanalítica debería haber sido una pieza de la consulta del psiquiatra —la mía, en este caso—, y tendría que haber sido yo el autor de la escenografía.

Y entonces alzó la mirada, y me quedé desconcertado. Estaba trémula, llena de agitación.

—¿A quién se lo ha dicho? —me preguntó, no en tono acusatorio sino ansioso—. ¿Lo que… me hizo el señor Banwell?

—Sólo al doctor Freud. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Buscó la mirada de la señora Biggs, que sacó un trozo de papel, lo dobló en dos y me lo tendió. En la nota se leía, escrito con pluma estilográfica:
Mantén la boca cerrada
.

—Un chico de la calle —dijo la señorita Acton con voz quejumbrosa—. Me lo metió en la mano y salió corriendo. ¿Cree usted que quien me agredió fue el señor Banwell?

—¿Y usted qué cree?

—No lo sé. No sé… ¿Por qué no logro recordar? ¿No puede usted hacerme recordar? —me suplicó—. ¿Y si está ahí fuera, vigilándome? Por favor, doctor, ¿no puede ayudarme?

Nunca había visto así a la señorita Acton. Era la primera vez que me pedía ayuda de cualquier tipo. Era también la primera vez, desde que se alojaba en el hotel, que parecía realmente asustada.

—Lo intentaré —le respondí.

La señora Biggs, esta vez, sabía perfectamente que debía dejamos solos. En cuanto se hubo ido hice que la señorita Acton se tendiera en el sofá, aunque era obvio que no le agradaba hacerlo. Estaba tan agitada que apenas podía quedarse quieta.

—Señorita Acton —dije—. Intente pensar en tres años atrás, antes del incidente de la azotea. Estaba con su familia, en la casa de campo de los Banwell.

—¿Por qué me pregunta por eso? —estalló la señorita Acton—. Lo que quiero recordar es lo que me pasó hace dos días, no hace tres años.

—¿No quiere recordar lo que sucedió hace tres años?

—No he querido decir eso.

—Es lo que ha dicho —dije yo—. El doctor Freud cree que usted pudo ver algo entonces… Algo que ha olvidado…, algo que le impide recordar ahora.

—No he olvidado nada —replicó ella.

—Entonces vio algo.

La joven guardó silencio.

—No tiene que avergonzarse de nada, señorita Acton.

—¡Deje de decir eso! —saltó ella, con una furia del todo inesperada—. ¿De qué voy a tener yo que avergonzarme?

—No lo sé.

—Váyase —dijo.

—Señorita Acton…

—Váyase. No me gusta usted. Usted no es inteligente.

No me moví.

—¿Qué vio? —Al ver que no me contestaba, y que se quedaba mirando fija y decididamente en otra dirección, me levanté y, arriesgándome, dije—: Lo siento, señorita Acton. No puedo ayudarla. Me gustaría, pero no puedo.

Aspiró el aire profundamente.

—Vi a mi padre con Clara Banwell.

—¿Puede contarme con detalle lo que vio?

—Oh, de acuerdo…

Me senté.

—Hay una gran biblioteca en la planta baja —dijo—. Muchas veces no podía dormir, y entonces me iba a la biblioteca. Allí podía leer a la luz de la luna, sin tener que encender ni una vela. Una noche, la puerta de la biblioteca estaba entreabierta. Supe que había alguien dentro. Miré por la abertura, y vi a mi padre sentado en la silla del señor Banwell, de cara a mí, en la butaca en la que me sentaba yo siempre. Lo veía a la luz de la luna, pero la cabeza la tenía echada hacia atrás, de un modo desagradable. Clara estaba ante él, de rodillas. Llevaba el vestido abierto. Caído hasta más abajo de la cintura. Con la espalda completamente desnuda. Era una espalda preciosa, doctor; toda blanca, perfecta, de esa piel pura y blanca que uno ve en…, en…, y con forma de reloj de arena, o de violonchelo. Estaba…, no sé cómo describirlo. Haciendo un movimiento ondulante… Su cabeza subía y bajaba a un ritmo lento. No podía verle las manos. Creo que las tenía enfrente de ella. Una o dos veces se echó el pelo hacia atrás, sobre los hombros, pero siguió subiendo y bajando la cabeza. Era una visión hipnotizadora. En aquel tiempo no entendí, por supuesto, lo que estaba presenciando. Pero sus movimientos me parecían bellos, como una dulce ola que lamiera una orilla. Pero sabía muy bien que estaban haciendo algo malo.

—Siga.

—Entonces mi padre empezó a hacer un ruido áspero, repulsivo. Me pregunté cómo Clara podía soportar aquel sonido. Pero no sólo lo soportaba. Parecía contribuir a que su movimiento ondulante se hiciera más resuelto y más rápido. Mi padre se agarraba con fuerza a los brazos de la butaca. Ella movía la cabeza más y más rápido. Estoy segura de que me sentía fascinada, pero no quise mirar más. Subí de puntillas a la primera planta y me metí en mi cuarto.

—¿Y luego?

—No hay más. Eso fue todo.

Nos miramos.

—Espero que al menos su curiosidad se haya visto satisfecha, doctor Younger, porque no creo que mi amnesia se haya curado.

Traté de pensar en el episodio que la señorita Acton me acababa de contar desde el punto de vista psicoanalítico. Tenía la forma de un trauma, pero había una dificultad. La señorita Acton no parecía haber quedado traumatizada al respecto.

—¿Experimentó usted algún problema físico después de aquello? —le pregunté—. ¿Pérdida de voz o algo semejante?

—No.

—¿Alguna parálisis en alguna parte del cuerpo? ¿Un resfriado?

—No.

—¿Se enteró su padre de que les había visto?

—Es demasiado estúpido.

Reflexioné sobre esto.

—Cuando piensa en su amnesia, en este mismo momento, ¿qué le viene a la mente de inmediato?

—Nada —dijo ella.

—No es posible que en la mente de uno no haya nada.

—¡Ya me dijo eso la vez pasada! —exclamó con enfado la señorita Acton, y se quedó callada. Me miró fijamente con sus ojos azules—. Sin embargo hay una cosa —dijo luego— que sí me ha hecho pensar que quizá podría ayudarme, pero no tiene nada que ver con sus preguntas.

—¿Qué cosa?

Dejó de mirarme.

—No sé si debo decírsela.

—¿Por qué?

—No importa por qué. Fue en la comisaría de policía.

—Le examiné el cuello…

Habló con voz queda, con la cabeza apartada.

—Sí. Cuando por primera vez me tocó la garganta, durante un segundo creí ver algo…, una imagen, un recuerdo… No sé qué.

Lo que me estaba contando era algo inesperado, pero no ilógico. Freud mismo había descubierto que un tacto físico puede liberar recuerdos reprimidos. Y yo había empleado esa misma técnica con Priscilla. Posiblemente la amnesia de la señorita Acton también era susceptible de ser tratada de ese modo.

—¿Quiere que intentemos algo similar ahora? —le pregunté.

—Me asusté.

—Lo más seguro es que vuelva a asustarse.

Asintió con la cabeza. Fui hasta ella y tendí la palma. Ella empezó a quitarse el pañuelo. Le dije que no necesitaba hacerlo; que iba a tocarle la frente, no el cuello. Pareció sorprendida. Le expliqué que la palpación de la frente era uno de los métodos empleados por el doctor Freud para que el paciente recupere la memoria. Despacio, le puse la mano en la frente. No hubo reacción. Le pregunté si le venía a la cabeza algún pensamiento.

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