Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
Un peligro invisible acechaba, sin embargo, a todos aquellos que descendían al cajón. Los hombres que salieron a la superficie después de una jornada de trabajo en el primer cajón neumático —el empleado en el puente de Brooklyn— empezaron a sentir de inmediato una extraña ligereza de cabeza. A esto pronto le siguió una rigidez de las articulaciones, y luego una parálisis de codos y rodillas, y luego un dolor insoportable en todo el cuerpo. Los médicos, a esta misteriosa dolencia, la llamaron «enfermedad del cajón neumático». Los operarios, por su parte, la bautizaron como «el mal del buzo», en referencia a la postura contraída que adoptaba involuntariamente quien la padecía. Miles de trabajadores vieron arruinada su salud por esta causa, centenares sufrieron parálisis, y muchos murieron antes de que se descubriera que lentificando la ascensión a la superficie —obligando a los operarios a pasar un tiempo en alturas intermedias del hueco del elevador— se prevenía el mal de los buzos que les estaba minando.
En 1909 la ciencia de la descompresión había avanzado de forma impresionante. Se confeccionaron tablas que prescribían el tiempo necesario para que en un hombre pudiera darse la descompresión, y ello dependía del tiempo que había pasado abajo en el cajón. Según tales tablas, el hombre que se preparaba para descender al cajón instantes antes de la medianoche del 31 de agosto de 1909 sabía que podía pasar quince minutos allí abajo antes de precisar luego un tiempo de descompresión. No tenía miedo al descenso a las profundidades. Lo había hecho muchas veces. Aquella vez, sin embargo, sería diferente en un aspecto concreto. Iba a estar solo.
Había conducido su automóvil casi hasta la misma orilla del río, zigzagueando entre maquinaria, cachivaches viejos, tinglados ladeados de chapa ondulada, bobinas de cable de acero de quince metros y montones de piedras rotas. El solar estaba vacío. Las primeras cuadrillas no llegarían hasta tres horas después. A la luz de la luna, la torre del puente, prácticamente terminada, arrojaba una sombra sobre el automóvil que lo hacía casi invisible desde la calle. Los motores de vapor seguían rugiendo, bombeando aire en el cajón anclado a unos treinta y cinco metros de profundidad y haciendo inaudible cualquier otro ruido cercano.
Del asiento trasero del coche el hombre sacó un gran baúl negro, que llevó primero hasta el muelle y luego hasta la boca del hueco del elevador del cajón. Un hombre cualquiera no hubiera sido capaz de realizar tal tarea, pero aquel hombre era fuerte, alto y atlético. Sabía cómo auparse un baúl a la espalda. Pero la estampa era por completo incongruente, puesto que el hombre iba de frac.
Abrió con una llave el elevador y entró en él, arrastrando el baúl con él. Dos chorros de una llama azul iluminaban el interior. A medida que el elevador descendía, el fragor de los motores de vapor se fue haciendo más distante. La oscuridad refrescaba por momentos. Había un fuerte y húmedo olor a tierra y a sal. El hombre sintió la presión en el oído interno. Salvó sin dificultad la cámara estanca, abrió la trampilla del cajón, dejó caer el baúl por una rampa —al hacerlo resonó con monstruoso estruendo y puso el pie en el entablado de abajo.
La iluminación del cajón también era de lámparas de gas de llama azul. Quemaban oxígeno puro, y proporcionaban luz suficiente para trabajar, sin emitir olor ni humo. En su vacilante fulgor, fluctuaban sombras felinas sobre suelo y vigas. El hombre miró su reloj, y fue directamente hacia uno de los compartimentos llamados «ventanas», abrió la trampilla interna y, con un gruñido, empujó el baúl hasta introducirlo en él. Volvió a cerrar la ventana, y tiró de dos cadenas que colgaban del techo. La primera abrió la trampilla externa de la ventana, y la segunda hizo que el compartimento de la ventana girara sobre sí mismo y arrojara su contenido —el pesado baúl negro— al río. Con una serie de cadenas diferentes cerró la trampilla externa y activó una bomba de aire que expulsó del compartimento el agua del río, y dejó la ventana preparada para el siguiente usuario.
Todo listo. Miró el reloj: desde que había entrado en el cajón habían pasado cinco minutos. Entonces oyó el crujido de una tabla de madera.
Entre los muchos ruidos que uno puede oír dentro de casa, en plena noche, algunos son reconocibles al instante. Está, por ejemplo, el inconfundible correteo de un pequeño animal. O el fuerte golpe de una puerta al cerrarse por el viento. O el sonido de un humano adulto desplazando su peso o dando un paso en un suelo de madera. Y éste era el ruido que el hombre oyó en aquel momento.
Se dio la vuelta y gritó:
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo, señor —respondió una voz, falsamente distante en el aire comprimido.
—¿Quién es «yo»? —dijo el hombre del frac.
—Malley, señor.
De entre las sombras de unas vigas cruzadas salió un hombre pelirrojo, bajo, de barba descuidada y llena de lodo, sonriendo.
—¿Seamus Malley?
—El mismo y único —respondió Malley—. No irá a despedirme, ¿eh, señor?
—¿Qué diablos está haciendo aquí? —replicó el hombre alto—. ¿Quién más está con usted?
—Nadie. Es que me tienen trabajando doce horas el martes, señor, y luego el turno de mañana el miércoles.
—¿Y se pasa la noche aquí?
—¿Y para qué voy a subir, me pregunto, si cuando estoy ya arriba no me queda tiempo más que para volver a bajar al tajo?
Malley era uno de los operarios más populares de todas las cuadrillas, conocido por su bonita voz de tenor, que gustaba ejercitar en las cámaras resonantes del cajón, y por su al parecer inagotable capacidad de consumir bebidas alcohólicas de toda clase. Este último talento le había causado problemas en casa dos días atrás, ya que, al ser domingo, Malley no debería haber ingerido ni una sola gota. Su mujer, muy enfadada, le había dicho que no se le ocurriera aparecer por casa hasta el domingo siguiente, y absolutamente sobrio. Tal había sido la orden que había llevado a Malley a hacerse la cama en el cajón.
—Así que me dije a mí mismo: Malley, pasa la noche aquí abajo, y aquí no ha pasado nada.
—Y me has estado espiando todo el tiempo, ¿no es cierto, Seamus? —preguntó el hombre del frac.
—Nada de eso, señor. He estado durmiendo todo el tiempo —dijo Malley, que tiritaba como quien acaba de dormir en un sitio frío y húmedo.
El hombre del frac dudó mucho que fuera cierto lo que el operario le estaba diciendo, aunque era verdad. Pero, verdad o mentira, daba igual, porque en cualquier caso le había visto.
—No seré yo, Seamus —dijo—, quien le despida por algo semejante. ¿No sabe que mi madre, a quien Dios tenga en su gloria, era irlandesa?
—No lo sabía, señor.
—¿No me trajo de la mano hace treinta años a ver cómo desembarcaba Parnell
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ahí arriba, prácticamente encima de nuestras cabezas?
—Es usted un hombre con suerte, señor —respondió Malley.
—Le diré lo que necesita, Seamus: tres cuartos de buen whisky irlandés que le haga compañía aquí abajo. Y da la casualidad de que tengo una botella en el coche. ¿Por qué no viene conmigo y la coge, siempre, claro, que antes me deje tomar un trago con usted? Luego vuelve y se pone cómodo.
—Es usted demasiado bueno, señor. Demasiado bueno —dijo Malley.
—Oh, déjese de parloteos y venga conmigo. —Precedió a Malley por la rampa, hasta el elevador, y una vez dentro tiró de la palanca para iniciar el ascenso—. Tendré que cobrarle por la botella, ¿sabe? Es justo.
—Bueno, pagaré lo que sea por ella —replicó Malley—. Señor, vamos a pasarnos de largo el primer tramo. Tiene que parar.
—Nada de eso, Seamus —dijo el hombre del frac—. Va a bajar usted en menos de cinco minutos. Cuando se va a bajar tan pronto no hay necesidad de hacer esas paradas.
—¿Seguro, señor?
—Seguro. Viene en las tablas. —El hombre del frac sacó del bolsillo del chaleco una copia de las tablas de descompresión, y lo agitó ante los ojos de Malley. Y lo que decía era cierto: un hombre que estaba en el cajón podía subir y bajar rápidamente sin peligro alguno, siempre que no pasara más de unos minutos en la superficie—. Bien: ¿listo para contener la respiración?
—¿La respiración? —preguntó Malley.
El hombre del traje de etiqueta bajó el freno del elevador, y la cabina se paró con un sacudida.
—¿Qué está pensando? —exclamó—. Estamos subiendo directamente, ya le he dicho. Tiene que contener la respiración desde aquí hasta el exterior. ¿$e quiere morir del mal del buzo? —Estaban a un tercio de la longitud del hueco entre el cajón y la superficie, a unos veinte metros de profundidad— ¿Cuánto tiempo lleva abajo, quince horas?
—Casi veinte, señor.
—Veinte horas, Seamus… Se quedaría paralizado; y eso si seguía vivo. Le diré cómo se hace. Usted coge aire en los pulmones, como yo, y no lo suelta pase lo que pase. No lo suelte, repito. Sentirá un poco de presión, pero no lo suelte, pase lo que pase. ¿Preparado?
Malley asintió con la cabeza. Los dos hombres aspiraron profundamente y contuvieron la respiración. Luego el hombre del frac puso de nuevo en marcha el elevador. A medida que ascendían, Malley iba sintiendo más y más opresión en el pecho. El hombre del frac no sentía presión alguna, porque no contenía la respiración sino que fingía hacerla. Lo que en realidad hacía era ir expulsando el aire poco a poco, imperceptiblemente, mientras subían. El estruendo de los motores de vapor ahogaba el tenue sonido del aire que iba dejando escapar de sus pulmones.
A Malley empezó a dolerle el pecho. Para mostrar su malestar, y su dificultad de seguir manteniendo el aire en los pulmones, se señaló el pecho y la boca con un gesto. El hombre del traje de etiqueta sacudió la cabeza y movió en el aire el dedo índice, para indicar lo importante que era que Malley no espirara en absoluto. Le hizo una seña para que se acercara, y cuando lo tuvo a su lado le tapó boca y nariz con su mano grande. Alzó la cejas para dar a entender que le preguntaba si se sentía mejor de aquel modo. Malley asintió con la cabeza, entre muecas. Su cara se puso más roja, los ojos empezaron a salírsele de las órbitas, y en el momento en que el elevador llegaba a la superficie tosió involuntariamente en la mano del hombre del frac. Y la mano se tiñó de sangre.
El pulmón humano es asombrosamente poco elástico. No puede estirarse. A veinte metros bajo el nivel del suelo, profundidad a la que Malley aspiró por última vez el aire y lo retuvo en los pulmones, la presión ambiental es de aproximadamente tres atmósferas, lo que significa que aspiró el triple de la cantidad normal de aire. Al ascender el elevador, el aire se expandió, y sus pulmones se hincharon muy por encima de su capacidad, como globos inflados en exceso. Los alvéolos de los pulmones de Malley —minúsculos sacos que contienen el aire— pronto empezaron a reventar uno tras otro, en cadena. El aire liberado invadió la cavidad de la pleura —el espacio entre el pecho y los pulmones—, ocasionando lo que se denomina un neumotórax, que inutilizó por completo uno de sus pulmones.
—Seamus, Seamus, ¿no ha echado el aire, verdad? Habían llegado a la superficie, pero el hombre del frac no hizo ademán de abrir la puerta del elevador.
—No, le juro que no —dijo con voz ahogada—. Madre del Señor, ¿qué me está pasando?
—Que ha perdido un pulmón, nada más que eso —replicó el hombre alto—. Eso no le matará.
—Necesito… —Malley cayó de rodillas— echarme…
—¿Echarse? No, no… Tenemos que mantenerlo en pie, ¿me oye? —El hombre alto agarró a Malley por debajo de los hombros y lo levantó hasta dejarlo en pie, apoyado contra la pared del elevador—. Así está mejor.
Como la mayoría de los gases atrapados en un líquido, las burbujas de aire de la sangre de una persona tienden a ascender todo lo posible, de forma que el hecho de mantener a Malley de pie y erguido hacía que las burbujas que aún quedaban en sus pulmones se abrieran paso a través de sus capilares pleurales reventados, y siguieran su camino hacia el corazón, y de allí a las arterias coronarias y carótidas.
—Gracias —susurró Malley—. ¿Voy a ponerme bien?
—Lo sabremos enseguida —dijo el hombre del frac.
Malley se agarró la cabeza, que le empezaba a dar vueltas. Las venas de las mejillas se le ponían azules.
—¿Qué me está pasando? —preguntó Malley.
—Bueno, yo diría que tiene un ataque de apoplejía, Seamus.
—¿Voy a morir?
—Seré sincero, Seamus: si lo bajara ahora mismo al cajón, rápidamente, quizá podría salvarle. —Era cierto. La recompresión era el único medio de salvar a aquel hombre, que moría por efecto de la descompresión—. Pero ¿sabe qué? —El hombre del frac hizo una despaciosa pausa para limpiarse la sangre de la mano con un pañuelo limpio, y prosiguió—: Mi madre no era irlandesa.
La boca de Malley se abrió para hablar. Y sus ojos miraron al hombre que lo había matado. Luego su cabeza cayó hacia atrás, la mirada se vidrió, y Seamus Malley ya no se movió más. El hombre del frac abrió tranquilamente la puerta del elevador. No había nadie en el muelle. Se dirigió a su automóvil, cogió una botella de whisky del asiento trasero, volvió al elevador y puso la botella al lado del cuerpo caído. El cadáver del desventurado Malley sería descubierto unas horas después, y llorado como una víctima más del cajón y del mal del buzo. Era un buen hombre, coincidirían sus amigos, pero un auténtico necio por haber pasado noches enteras allá abajo, un lugar no apto para los hombres ni las bestias. ¿Por qué, se preguntaban algunos, había intentado salir a la superficie en mitad de la noche? ¿Y cómo había olvidado detenerse en las paradas de descompresión intermedias? Estaría aterrorizado, además de borracho. En el muelle, nadie repararía en la arcilla roja de las huellas dejadas por el asesino. Todos los hombres del cajón dejaban el mismo rastro de pisadas, Y las de los elegantes zapatos del hombre del frac pronto fueron borradas por los millares de pesadas botas de los trabajadores que diariamente recorrían el muelle.
El miércoles me desperté a las seis de la mañana. No había soñado con Nora Acton, que yo supiera, al menos; pero, en cuanto abrí los ojos en la caja blanca con boiserie de mi habitación del hotel, me puse a pensar en ella. ¿Podía el deseo sexual por la persona de su padre estar detrás de los síntomas de la señorita Acton? Ésa era, lisa y llanamente, la idea de Freud. Yo no quería creer que estuviera en lo cierto; el pensamiento me resultaba repulsivo.