La interpretación del asesinato (23 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—Sólo que su mano está muy fría, doctor Younger.

—Lo siento, señorita Acton, pero creo que debemos seguir hablando. Lo de la mano en la frente no ha dado resultado.

Volví a sentarme. Ella parecía casi enfadada.

—¿Puede decirme una cosa? —proseguí—. Me ha contado que la espalda de la señora Banwell… era blanca; su espalda desnuda. Tan blanca como algo que usted había visto antes. Pero no dijo qué.

—Y a usted le gustaría saberlo.

—Por eso lo he preguntado.

—Váyase —dijo, incorporándose.

—¿Cómo dice?

—¡Fuera! —gritó ella, lanzándome el bol de azucarillos.

Luego se levantó y me tiró también taza y platillo. Aunque éstos con mayor violencia, después de haberlos alzado con la mano por encima de la cabeza. Por fortuna, los dos objetos salieron en direcciones opuestas: el platillo hacia mi izquierda, la taza hacia mi derecha, muy alta; al estrellarse contra la pared se rompió en varios pedazos. Y por último cogió la tetera.

—No haga eso —dije.

—Le odio —dijo ella.

Me levanté también.

—No me odia, señorita Acton. Odia a su padre por haberle entregado a usted al señor Banwell… a cambio de su esposa.

Si pensaba que la reacción de la joven iba a ser echarse a llorar sobre el sofá, me equivocaba de parte a parte. Saltó como un gato montés, blandiendo la tetera en dirección a mi cabeza. Me alcanzó en el hombro izquierdo. Con inusitada fuerza. Para ser una joven tan menuda tenía una fuerza impresionante. La tapa de la tetera voló por la habitación. El agua caliente me salpicó todo el brazo. Sentí una intensa quemazón, de hecho; me hirió el agua casi hirviendo, no el golpe de la tetera. Pero no me moví, ni mostré ninguna reacción. Ello, sospecho, la azuzó aún más. Volvió a blandir la tetera contra mí, esta vez contra mi cabeza. Yo era mucho más alto que ella, de forma que no tuve más que echarme un poco hacia atrás. La tetera no dio en el blanco, y yo le agarré el brazo a la señorita Acton. Su fuerza la hizo girar sobre sí misma, y me dio la espalda. Le sujeté los brazos con fuerza contra la cintura, y la atraje hacia mí.

—Suélteme —dijo—. Suélteme o me pongo a gritar.

—¿Y luego? ¿Le dirá a todo el mundo que la he atacado?

—Voy a contar hasta tres —me replicó con fiereza—. Suélteme o grito con toda mis fuerzas. Una, dos…

Le agarré la garganta, deteniéndole en la boca las palabras. No debí hacerlo, pero la sangre se me había subido a la cabeza. Ahogué toda posibilidad de que gritara, pero produje un efecto secundario inesperado. Toda la tensión de su cuerpo se esfumó en un instante. Dejó caer la tetera. Sus ojos se abrieron al máximo, desorientados, y sus iris de zafiro se dispararon en una y otra dirección. No sé qué era más extraño: su ataque contra mi persona o esta súbita transformación. La solté al instante.

—Lo vi —susurró.

—¿Puede recordarlo? —pregunté.

—Lo vi —repitió ella—. Ahora se ha ido. Creo que estaba atada. No podía moverme. Oh, ¿por qué no puedo recordar? —Se dio la vuelta para encararme—. Hágalo de nuevo.

—¿Qué?

—Lo que acaba de hacer. Y recordaré. Seguro que sí.

Despacio, sin apartar ni un instante sus ojos de los míos, se desanudó el pañuelo, dejando al descubierto el cuello aún magullado. Me apretó la mano derecha con sus delicados dedos y se la llevó hacia el cuello, tal como había hecho la primera vez que la vi. Toqué su piel suave, debajo de la barbilla, con cuidado para no rozarle la magulladura.

—¿Ve algo? —pregunté.

—No —susurró ella—. Tiene que hacer lo que hizo antes.

No respondí. No sabía si se refería a lo que había hecho en la comisaría de policía o lo que acababa de hacer.

—Estrangúleme —dijo.

No hice nada.

—Por favor —dijo—. Estrangúleme.

Puse el índice y el pulgar en el lugar del cuello donde estaban las marcas rojas. Se mordió el labio; tuvo que hacerse daño. Una vez cubierta su magulladura, no quedaba señal alguna de la agresión: tan sólo su cuello exquisitamente torneado. Le apreté la garganta. Sus ojos se cerraron de inmediato.

—Más fuerte —dijo con voz callada.

Con la mano izquierda, le sujeté la parte baja de la espalda. Con la derecha, le apreté el cuello. Su espalda se arqueó, su cabeza cayó hacia atrás. Me asió con fuerza la mano, pero no trató de apartada.

—¿Ve algo? —le pregunté.

Negó levemente con la cabeza, con los ojos aún cerrados. La atraje hacia mí con mayor firmeza, y le apreté más el cuello. El aliento se le detenía en la garganta, y al final cesó por completo. Los labios, de color bermellón, se abrieron.

No me resulta fácil confesar las reacciones absolutamente impropias que todo aquello estaba despertando en mí. Jamás había visto una boca tan perfecta. Los labios, ligeramente hinchados, temblaban. Su piel era como la nata más pura. Su pelo largo centelleaba corno agua que al caer se volviera de oro por el sol. La atraje aún más hacia mí. Una de sus manos descansaba sobre mi pecho. No sé cuándo ni cómo había llegado allí. De pronto fui consciente de que sus ojos azules me estaban mirando. ¿Cuándo los había abierto? Trataba de articular una palabra; hasta entonces no me había dado cuenta. La palabra era
pare
. Solté su garganta, en la creencia de que iba a atraer desesperadamente aire a sus pulmones. Pero no lo hizo. En lugar de ello dijo, tan tenuemente que apenas pude oída:

—Béseme.

He de admitir que no sé qué habría hecho ante tal invitación, pero aconteció que en ese preciso instante se oyó un fuerte golpe en la puerta, seguido del ruido de una llave que giraba con brusco frenesí en la cerradura. Solté al instante a la señorita Acton, y ella recogió la tetera del suelo y la colocó sobre la mesa. Y ambos miramos hacia la puerta.


Ya recuerdo
—me susurró con urgencia, mientras giraba el pomo—.
Sé quién fue
.

XII

Aquel mismo día 1 de septiembre, a mediodía, Smith Ely Jelliffe —editor, médico psiquiatra y catedrático de enfermedades mentales en la Universidad de Fordham— invitó a comer a Carl Jung en un club de la calle Cincuenta y tres que daba al parque. Freud no había sido invitado. Ni Ferenczi, ni Brill, ni Younger. Su exclusión no molestó en absoluto a Jung. Era otra señal, se dijo, de la cada día mayor talla que estaba alcanzando internacionalmente. Un hombre menos magnánimo habría alardeado de ello, restregándoselo por las narices a sus compañeros. Pero él, Jung, se tomó con mucha seriedad su deber de caridad, y les ocultó su cita.

Era doloroso, sin embargo, tener que ocultar tantas cosas. Todo había empezado el primer día en Bremen. No es que Jung hubiera mentido exactamente, por supuesto. Eso, se decía a sí mismo, nunca lo haría. Pero no era culpa suya: eran los demás los que le inducían al fingimiento.

Por ejemplo, Freud y Ferenczi habían sacado pasajes de camarote de segunda clase en el
George Washington
. ¿Podía reprochársele a él algo? Para no avergonzar a sus compañeros, se había visto obligado a decir que, cuando él compró su pasaje ya no quedaban más que camarotes de primera. Luego estaba lo del sueño de su primera noche a bordo. El mensaje resultaba obvio —él, el soñante, estaba superando a Freud en agudeza y reputación—, de modo que, por delicadeza para con el orgullo puntilloso de Freud, había afirmado que los huesos que descubría en el sueño pertenecían a su esposa, y no a Freud. De hecho, había añadido inteligentemente que los huesos no eran sólo de su esposa, sino también de la hermana de su esposa: quería ver cómo reaccionaba Freud ante esto, dados los secretos vergonzosos íntimos del propio Freud. No habían sido más que trivialidades, es cierto, pero habían sentado los cimientos para los mayores y más graves fingimientos que habrían de resultarle necesarios desde su llegada a los Estados Unidos.

El almuerzo en el club de Jelliffe fue de lo más grato. En la mesa oval había nueve o diez comensales varones. Mezclado con la conversación sobre temas científicos especializados y con el excelente burdeos, se dio una considerable dosis de humor procaz, que Jung siempre agradecía. El movimiento sufragista femenino se llevó el grueso de los dardos. Uno de los hombres preguntó si alguno de los presentes había conocido a alguna sufragista a quien pudiera imaginar acostándose con alguien. La respuesta unánime fue «no». Alguien debería notificar a esas damas, dijo otro caballero, que aun en el caso de que consiguieran el derecho al voto ello no significaba que alguien fuera a acostarse con ellas. Todos coincidieron en que la mejor cura para cualquier mujer de las que pedían el derecho al voto era una buena y saludable monta. Tal tratamiento, sin embargo, resultaba tan poco apetecible que era más que preferible darles el voto.

Jung estaba en su elemento. Por una vez no tenía necesidad de fingirse menos rico de lo que era en realidad. No tenía necesidad de negar su linaje. Después de la comida, los comensales pasaron a un salón de fumadores, donde la conversación continuó aderezada con coñac. El grupo se fue diezmando hasta que, además de Jung, sólo quedaron Jelliffe y tres caballeros de más edad. Uno de ellos hizo ahora una seña apenas perceptible, y Jelliffe se levantó al instante para marcharse. Jung se levantó también, suponiendo que la partida de Jelliffe implicaba asimismo la suya propia. Pero Jelliffe le informó de que aquellos tres caballeros querían conversar un rato con él a solas, y que un carruaje le estaría esperando fuera cuando la charla hubiera terminado.

En realidad Jelliffe no era socio de aquel club. Se moría por serlo, sin embargo. Los socios con autoridad en aquel club y su censo de miembros eran precisamente aquellos tres caballeros que se quedaban con él, que eran además quienes habían pedido a Jelliffe que invitara a Jung a aquella comida.

—Siéntese, por favor, doctor Jung —dijo el hombre que había hecho la seña para que Jelliffe se marchara, indicándole un cómodo sillón con una de sus elegantes manos.

Jung trató de recordar el nombre del caballero en cuestión, pero le habían presentado a tantos y estaba tan poco acostumbrado al vino en el almuerzo que no lograba recordarlo.

—Dana —dijo, solícito, el caballero, cuyas oscuras cejas hacían resaltar su cabello plateado—. Charles Dana. Acabo de hablar de usted con mi buen amigo Ochs, del
Times
. Quiere contar algo sobre usted.

—¿Contar algo? —repitió Jung—. No entiendo.

—En relación con las conferencias que va a dar en Fordham la semana que viene. Quiere hacerle una entrevista. Una breve biografía, dos páginas completas del
Times
. Se hará usted famoso. Yo no he sabido decirle si aceptaría o no. Y le he dicho que se lo preguntaría.

—¿Por qué? —respondió Jung—. Yo…, yo no…

—Sólo hay un obstáculo —añadió Dana—. Ochs tiene miedo de que usted sea freudiano. No quiere que su periódico pueda asociarse con…, con un… Bueno, ya sabe lo que se dice de Freud.

—Que es un degenerado obsesionado por el sexo —dijo el hombre corpulento que se sentaba a su derecha, alisándose las patillas de boca de hacha.

—¿Freud cree de verdad en lo que escribe? —preguntó el tercer hombre, un caballero casi calvo—. ¿Lo de que toda chica a la que trata en su consulta intenta seducirle? ¿O lo que dice sobre las heces…? ¡Por el amor de Dios, heces…! ¿O sobre hombres exigentes que quieren sexo por el ano?

—¿Y de jovencitos que quieren penetrar a
sus
propias madres? —abundó el hombre corpulento, con expresión de absoluta repugnancia.

—¿Y Dios? —preguntó Dana, retacando el tabaco de su pipa—. Tiene que ser muy duro para usted, Jung.

Jung no sabía exactamente a qué se refería. Siguió en silencio.

—Le conozco, Jung —dijo Dana—. Sé lo que es. Es suizo. Cristiano. Un hombre de ciencia, como nosotros. Un hombre apasionado. Que actúa en función de
sus
deseos. Un hombre que necesita más de una mujer para desarrollarse. No hay por qué ocultar tales cosas entre nosotros. Esos hombres que no actúan, que dejan que
sus
deseos se enconen como llagas, cuyos padres eran buhoneros y que siempre se han sentido inferiores a nosotros…, sólo ellos podrían idear tales fantasías viles y bestiales, que envían a Dios y al hombre a las cloacas… Tiene que ser duro para usted que lo asocien con eso…

A Jung se le hacía más y más difícil asimilar aquel flujo de palabras. El alcohol debía de habérsele subido a la cabeza. Aquel caballero parecía conocerle, pero ¿cómo era eso posible?

—A veces lo es —respondió Jung con lentitud.

—No soy en absoluto antisemita. Puede preguntárselo a Sachs, aquí presente. —Señaló al hombre casi calvo sentado a su izquierda—. Muy al contrario, admiro a los judíos. Su secreto es la pureza racial, un principio que han comprendido mucho mejor que nosotros. Es lo que ha hecho de ellos la gran raza que son. —El hombre al que se había referido como Sachs no hizo ni dijo nada, y el hombre corpulento se limitó a fruncir los labios carnosos. Y Dana continuó—: Pero el pasado domingo, cuando miré a nuestro ensangrentado Salvador e imaginé a ese judío vienés diciendo que nuestra pasión por Él es sexual, se me hizo difícil rezar. Muy difícil. Y he de suponer que usted ha debido enfrentarse a similares dificultades. ¿O es que a los discípulos de Freud se les exige abandonar la iglesia?

—Yo voy a la iglesia —fue la torpe respuesta que Jung logró articular.

—Yo, la verdad —dijo Dana—, no puedo decir que entienda este furor por la psicoterapia. Los enmanuelistas, el Nuevo Pensamiento, el mesmerismo, el doctor Quackenbos…

—Quackenbos… —carraspeó desaprobadoramente el hombre de las patillas.

—El eddyismo —prosiguió Dana—, el psicoanálisis… Todos son cultos, a mi entender. Pero la mitad de las mujeres de Norteamérica andan por ahí pidiéndolo a gritos, y será mejor que no beban del pozo equivocado. Beberán del suyo, créame, doctor Jung, en cuanto lean lo que dirá de usted el
Times
. Bien, resumiendo: podemos convertirle en el psiquiatra más famoso de Norteamérica. Pero Ochs no escribirá sobre usted si usted no deja bien claro, inequívocamente claro, en sus conferencias en Fordham que no es partidario de las obscenidades freudianas. Buenas tardes, doctor Jung.

El golpeteo en la puerta de la habitación de la señorita Acton continuó mientras el pomo giraba a derecha e izquierda. Al final la puerta se abrió, e irrumpieron en la habitación cinco personas. Reconocí a tres de ellas: el alcalde McClellan, el detective Littlemore y George Banwell. Las otras dos eran un caballero y una dama de más que evidente condición acaudalada.

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