La interpretación del asesinato (42 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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El detective miró el reloj: habían transcurrido dos minutos y quince segundos. El récord de su padre había sido exactamente ese tiempo: dos minutos y quince segundos; pero su padre lo había logrado flotando, sin hacer el mínimo esfuerzo, en un estanque apacible y cálido. El doctor Younger jamás podría sobrevivir tanto tiempo. Littlemore lo sabía, pero no quería aceptarlo. Aturdido, mecánicamente, repitió los movimientos por cuarta y quinta vez, con el mismo resultado. Se dejó caer de rodillas, mirando con fijeza el compartimento metálico vacío. No sintió el dolor de la pierna. Sintió, aunque siguió sin mover un músculo, que el cajón de un millón de toneladas experimentaba una colosal sacudida en lo alto, por encima de su cabeza. Tras la sacudida oyó un chirrido metálico prolongado, también muy por encima de su cabeza. Era como si el techo del cajón hubiera sido rozado por el vientre de un submarino.

Cuando el ruido cesó, sin embargo, Littlemore percibió otro sonido. Un sonido débil. Un golpeteo. Miró a su alrededor; no alcanzaba a identificar el origen. Giró hacia la izquierda sobre manos y rodillas, conteniendo la respiración, sin osar entregarse a la esperanza. Los golpecitos venían de detrás de la plancha de acero de la ventana seis. De rodillas, Littlemore tiró de las poleas, descorrió el cerrojo de la plancha y la abrió. Otra oleada de agua cayó directamente sobre la cara del detective arrodillado, y del cubículo salió despedido un enorme baúl negro, que lo derribó de espaldas. A lo que siguió la cabeza de Stratham Younger, con un tubo de goma en la boca.

El agua no dejó de fluir por completo hacia fuera; siguió cayendo despacio, como de una bañera que desborda. Littlemore, con el baúl encima de la panza, miró sin habla al doctor. Younger escupió el tubo.

—Res… respiradores… —dijo el doctor, tan aterido de frío que no podía dejar de tiritar—. Den… tro de las ven… ta nas…

—Pero ¿por qué no ha vuelto usted por la ventana cinco?

—No he po… dido —respondió Younger, con un castañeteo de dientes—. La com… puerta exterior no se a… bría lo suficiente… Y la seis es… taba abierta.

Librándose del peso del baúl, Littlemore dijo:

—¡Lo ha encontrado, doc! ¡Lo ha encontrado! ¡Mire esto! —El detective quitaba con la mano el barro del baúl—. ¡Idéntico al que encontramos en el cuarto de Leon!

—Ábralo —dijo Younger, asomando aún la cabeza por la ventana seis.

Littlemore estaba a punto de responder que el baúl tenía echados los candados cuando otra tremenda sacudida estremeció todo el cajón, y acto seguido, de nuevo, se oyó un fuerte chirrido metálico sobre sus cabezas.

—¿Qué es eso? —preguntó Younger.

—No lo sé —respondió Littlemore—, pero es la segunda vez que pasa. Venga, tenemos que irnos.

—Hay un pequeño problema —dijo Younger, que no se había movido de la ventana, de la que seguía saliendo agua—. Tengo un pie enganchado.

La compuerta exterior de la ventana seis se había cerrado como un cepo sobre el tobillo de Younger. Por eso seguía entrando agua en el cubículo: la compuerta exterior aprisionaba el pie de Younger, de hecho éste sobresalía hacia el río, y había quedado ligeramente entreabierta. Con la pierna libre, Younger empujaba con todas sus fuerzas la compuerta exterior sin lograr moverla un ápice.

—No se esfuerce —dijo Littlemore, cojeando hacia las poleas de la pared—. La abriré yo. Deme un segundo.

—Mucho cuidado —replicó Younger—. Entrará una tonelada de agua.

—La cerraré en cuanto consiga usted sacar el pie de la compuerta. ¿Preparado? Pues bien. Allá voy. —Littlemore tiraba de la polea en vano. La cadena no se movía—. Puede que no pueda abrir la compuerta exterior si no cierra antes la compuerta interior. Vuelva a meter la cabeza.

Younger se avino de mala gana. Volvió a meter la cabeza en el interior de la ventana seis y a meterse el tubo del respirador en la boca, y se preparó para recibir otro aluvión. Pero ahora Littlemore no podía cerrar la compuerta interior. Tiró de la palanca con todas sus fuerzas, pero la plancha no bajaba. Quizá, sugirió Younger, la compuerta interior no funcionaba cuando la compuerta exterior seguía abierta.

—Pero es que las dos están abiertas —dijo Littlemore.

—Y por eso no funciona ninguna.

—Estupendo —dijo el detective, que se aprestó a tratar de soltar el tobillo de Younger del cepo de la compuerta. Lo intentó directamente, tirando del pie de Younger. Y luego torciéndolo un poco. Sin ningún éxito, y causándole a Younger unas cuantas punzadas de dolor intenso.

—Littlemore…

—¿Qué?

—¿Por qué se están apagando las luces?

Las llamas azules de gas dispuestas en hilera en el lado opuesto de la cámara habían mermado en intensidad: de alumbrar como antorchas habían pasado a hacerlo como vacilantes cerillas. Y, poco a poco, se fueron apagando.

—Alguien está cortando el gas —dijo Littlemore, que había salido del interior de la ventana.

Una vez más, les llegó de lo alto un ruido desagradable, ominoso: el rozar de un metal contra la madera. Esta vez la fricción terminó con un sonido agudo, metálico, distante, seguido de un sonido nuevo. Littlemore y Younger miraron hacia arriba, hacia las vigas pobremente iluminadas. Les llegó como el ruido atronador de un tren subterráneo que se acercara hacia ellos. Y luego lo vieron: una columna de agua, de unos treinta centímetros de diámetro, caía airosamente desde el techo. Al golpear contra el suelo produjo un tremendo estruendo, y estalló en todas direcciones. El East River se precipitaba sobre el cajón.

—¡Madre mía! —exclamó Littlemore.

—Santo Dios —añadió Younger.

El East River no se precipitaba sólo sobre aquella cámara. Similares cataratas caían con estrépito a través de media docena de agujeros diseminados por el cajón. El ruido era ensordecedor.

Lo que había sucedido era lo siguiente: los trabajos en el cajón del Puente de Manhattan habían terminado. Por eso Younger no había visto ni herramientas ni maquinaria alguna. El plan, desde el principio, era inundar el cajón cuando finalizara el trabajo en su interior. Poco tiempo antes, sin embargo, el señor Banwell había decidido de pronto adelantar el anegamiento. Sacó de la cama a dos de sus ingenieros para impartirles órdenes de última hora. Éstos, en cumplimiento de ellas, se desplazaron hasta las obras de Canal Street y pusieron en funcionamiento motores largamente ociosos.

Estos motores, a su vez, ponían en funcionamiento un sistema muy parecido a una red de «riego» embutido en el techo, de un grosor de siete metros, del cajón. Dado que en el cajón habrían de llevarse a cabo voladuras con dinamita, a los autores del proyecto les había preocupado mucho el riesgo de incendio. Y sus precauciones resultaron muy acertadas: el cajón, en efecto, se había incendiado una vez, y sólo se logró salvarlo mediante el anegamiento de sus cámaras. Para que el agua penetrara en su interior había sido necesario abrir tres niveles de planchas de hierro forjado: de ahí los tres ruidos sucesivos de roce de metal sobre madera.

El agua le llegaba ya a Littlemore hasta las pantorrillas, y ascendía de forma continua. Younger luchó con más denuedo por liberar el pie aprisionado, pero sin éxito.

—Esto es bastante desagradable —dijo—. ¿Tiene usted un cuchillo?

Littlemore se buscó la navaja en el bolsillo, y se la tendió con presteza a su compañero. Younger echó una mirada desaprobadora a la hoja de poco más de cinco centímetros.

—No servirá.

—¿No servirá para qué? —gritó el detective. Con el estruendo del agua apenas podían oírse.

—Pensaba cortármelo —gritó Younger.

—¿Cortarse qué?

El agua le llegaba ya hasta las rodillas, y su ascenso era ahora más rápido.

—El pie —dijo el doctor. Sin dejar de mirar la navaja de Littlemore, añadió—: Supongo que podría matarme. En lugar de ahogarme.

—Deme eso —dijo el detective, arrebatándole la navaja de la mano. El agua se hallaba ahora a unos cuantos centímetros del nivel de la ventana.

—El tubo del respirador. Utilícelo.

—Oh, está bien. Buena idea —dijo Younger, metiéndose el tubo de goma en la boca. Pero volvió a sacárselo de inmediato—. Quién lo iba a decir… Han cortado el aire.

Littlemore cogió uno de los tubos y trató de respirar a través de él. Y el resultado de su prueba fue el mismo.

—Bien, detective —dijo Younger, incorporándose cuanto podía—. Creo que es un buen momento para que empiece a…

—Cállese —replicó Littlemore—. Ni lo mencione siquiera. Yo no me voy a ninguna parte.

—No sea estúpido. Coja el baúl y métase en el elevador.

—No me voy a ninguna parte —repitió Littlemore. Younger alargó la mano, agarró a Littlemore por la camisa y lo atrajo hacia él, para susurrarle con fiereza al oído:

—Nora. La he abandonado. No la creí, y la he dejado en la estacada. Ahora van a internarla. ¿Me oye? La van a encerrar… O la encierran o Banwell acaba con su vida.

—Doc…

—No me llame doc —dijo Younger—. Tiene que salvarla. Escúcheme. Puedo morir. Usted no me obligó a venir; yo quería ver la prueba. Ahora es usted la única persona que cree a Nora. Tiene que lograrlo.
Tiene que
hacerlo. Salvarla. Y decirle que… Oh, déjelo ¡Váyase ahora mismo!

Younger empujó a Littlemore con tanta fuerza que el detective se tambaleó hacia atrás y cayó dentro del agua. Se puso en pie. El agua superaba ya el piso del cubículo de la ventana. Littlemore dirigió al médico una larga mirada, y se dio la vuelta, y se alejó caminando a duras penas, y dejó atrás la catarata y siguió avanzando por el agua, que le llegaba ya a los muslos. Y desapareció.

—¡Ha olvidado el baúl! —le gritó Younger, pero el detective no pareció oírle. La inundación llegaba ya a media altura del cubículo. Younger, con gran esfuerzo, conseguía mantener la cabeza varios centímetros por encima del nivel del agua. Pero de pronto reapareció Littlemore, con un trozo de sólida tubería de plomo de casi dos metros y una roca lisa en las manos.

—¡Littlemore! —gritó Younger—. ¡Váyase!

—¿Ha oído hablar de Arquímedes? —dijo el detective—. La palanca.

Se abrió paso chapoteando en el agua hacia Younger y puso la roca sobre el suelo del cubículo, ahora lleno casi hasta el borde superior. Sumergió la cabeza y colocó un extremo del tubo de plomo debajo de la compuerta exterior, justo al lado del pie aprisionado de Younger; y el resto del tubo rígido sobre la roca, a fin de posibilitar una acción de palanca. Con las dos manos, apretó hacia abajo el extremo libre del tubo. Pero lo único que logró fue que la roca se deslizara de debajo del tubo, hacia un lado.

—¡Maldita sea! —dijo Littlemore, emergiendo del fondo. Los ojos de Younger seguían fuera del agua, pero no la boca. Ni la nariz. Alzó una ceja en dirección a Littlemore.

—Oh, amigo —dijo el detective. Aspiró aire y volvió a sumergirse. Volvió a colocar el tubo encima de la roca, y presionó con fuerza hacia abajo sobre el extremo libre del tubo. Esta vez la roca siguió en su sitio, pero la compuerta no se movió. Littlemore sacó la cabeza para coger aire, y al sumergirse de nuevo cayó con todo su peso sobre el extremo del tubo. Pero éste estaba muy deteriorado por la corrosión, y el peso de Littlemore hizo que se partiera limpiamente en dos. Pero justo en el segundo anterior a que se quebrara, la compuerta cedió hacia arriba unos milímetros, los suficientes para que Younger pudiera liberar el pie.

Los dos hombres salieron del agua al mismo tiempo: Littlemore cogiendo aire ruidosamente y chapoteando como un poseso, y Younger agitando apenas el agua. Éste aspiró con fuerza una sola vez, y dijo:

—Ha sido bastante melodramático, ¿no le parece?

—De nada —le replicó Littlemore, enderezándose.

—¿Qué tal la pierna? —le preguntó Younger.

—Bien. ¿Y qué tal el pie?

—Bien —dijo Younger—. ¿Qué le parece si volamos este antro infernal?

Con el baúl a rastras, abriéndose paso entre las fuertes cascadas cilíndricas de agua, los dos hombres desanduvieron el camino hacia la cámara central. La empinada rampa que conducía al elevador se hallaba ya medio sumergida por la riada. El agua caía también de lo alto del elevador, formando una cortina alrededor de la caja y deslizándose con ímpetu rampa abajo. El interior del elevador, sin embargo, al otro lado de la cortina de agua, parecía seco.

Entre los dos lograron empujar y arrastrar el baúl rampa arriba, meterlo en el elevador y entrar en él a continuación. Respirando pesadamente, Younger cerró la puerta de hierro. De pronto todo amainó. El violento anegamiento del cajón no era ya más que un grave rumor amortiguado. En la cabina, las azules llamas de gas seguían alumbrando. y Littlemore dijo:

—Vamos arriba.

Movió la palanca hasta la posición de ascenso, pero el elevador siguió inmóvil. Volvió a intentarlo. Nada.

—Vaya sorpresa —dijo Littlemore.

Younger se subió al baúl y dio unos golpes en el techo del elevador.

—El hueco entero está inundado —dijo.

—Mire —dijo el detective, señalando hacia lo alto—. Hay una trampilla en el techo.

Era cierto: en el centro del techo del elevador había un par de grandes hojas con bisagras.

—Y ahí está lo que las abre —dijo Younger, apuntando hacia una gruesa cadena que había en la pared, de cuyo extremo colgaba un tirador rojo de madera. Saltó del baúl y agarró el tirador.

—Nos vamos arriba, detective… Y un poco más rápido que cuando bajamos.

—¡No! —gritó Littlemore—. ¿Está loco? ¿Sabe lo que tiene que pesar toda esa agua que hay ahí encima de nosotros? La única forma de no morir ahogados es morir antes aplastados.

—No. Ésta es una cabina presurizada —dijo Younger—. Superpresurizada. En el momento en que abra esa trampilla, usted y yo saldremos despedidos hacia arriba como expulsados por un géiser.

—Me está tomando el pelo —dijo Littlemore.

—Y escúcheme. Tendrá que ir exhalando el aire durante todo el ascenso. Le sugiero que grite. Lo digo en serio. Si mantiene la respiración, aunque sólo sea durante unos segundos, los pulmones reventarán como globos.

—¿Y si nos quedamos atrapados entre los cables?


Entonces
nos ahogaremos —dijo Younger.

—Bonito plan.

—Estoy abierto a otras opciones.

A través del ventanuco de cristal de la puerta del elevador Littlemore pudo mirar hacia el interior del cajón. Ahora estaba casi oscuro por completo. El agua caía de todas partes. El detective tragó saliva.

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