Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
—Quizá —le respondí a Freud— no quería tener a sus padres cerca después de la agresión.
—Quizá —dijo él—. Yo le oculté a mi padre mis peores dudas sobre mí mismo durante toda su vida. Como usted. —Freud hizo esta última observación como si fuera un hecho notorio, pese a que yo no le había dicho nunca ni una palabra al respecto—. Pero siempre hay un ingrediente neurótico en tal ocultación. Empiece por ese punto con Nora mañana, Younger. Ése es mi consejo. Hay algo en esa casa de campo. Sin duda estará relacionado con el deseo inconsciente que siente por su padre. Me pregunto… —Dejó de caminar y cerró los ojos. Transcurrió un largo rato. Luego abrió los ojos, y dijo—: Ya lo tengo.
—¿Qué? —pregunté.
—Bueno, tengo una sospecha, Younger. Pero no voy a decirle cuál es. No quiero sembrar ideas en su cabeza…, o en la de ella. Averigüe si tiene recuerdos relacionados con esa casa de campo, recuerdos anteriores al episodio de la azotea. Recuerde que ha de ser opaco con ella. Ha de ser como un espejo: no mostrarle nada más que lo que ella le muestra a usted. Quizá vio algo que no debía ver. Quizá no quiere contárselo. Apriétele las tuercas.
A última hora de la tarde del martes, el Triunvirato estaba reunido en la biblioteca. Tenían mucho que discutir. Uno de los tres caballeros dio la vuelta con sus finas y largas manos a un informe que hacía poco había recibido y compartido con los otros. El informe incluía, entre otras cosas, una serie de cartas.
—Éstas —dijo— no las vamos a quemar.
—Os lo dije: son unos degenerados; todos ellos —dijo el caballero corpulento y rubicundo, con patillas de boca de hacha, que se sentaba a su lado—. Tenemos que acabar con ellos. Uno por uno.
—Oh, sí, lo haremos —dijo el primero—. Vamos a hacerlo. Pero antes vamos a utilizarlos.
Se hizo un breve silencio. El tercer miembro, el hombre casi calvo, habló al fin:
—¿Qué hay de las pruebas?
—No habrá más pruebas —replicó el primero— que las que queramos dejar.
El detective Jimmy Littlemore salió del metro en la calle Setenta y dos con Broadway, la estación más cercana al Balmoral. El señor Hugel podía jurar y perjurar que su hombre era Banwell, pero Littlemore no había renunciado a sus propias pistas.
La tarde anterior, cuando desapareció el chino, Littlemore no había sido capaz de averiguar nada de él. Los demás empleados de la lavandería lo conocían como Chong, pero era todo lo que sabían de su persona. Un auxiliar le había dicho que volviera durante el turno de día y preguntara por Mayhew, el contable.
Littlemore encontró a Mayhew anotando números en la oficina del fondo. El detective le preguntó por el chino que trabajaba en la lavandería.
—Ahora mismo estaba escribiendo su nombre —dijo Mayhew sin levantar la mirada.
—¿Porque no ha venido hoy a trabajar? —preguntó Littlemore.
—¿Cómo lo sabe?
—He acertado —dijo el detective. Mayhew tenía la información que buscaba.
El nombre completo del chino era Chong Sing. Su dirección, el 782 de la Octava Avenida, en el centro. Littlemore preguntó si el señor Chong había hecho entregas de ropa limpia en el Ala de Alabastro, y, más concretamente, a la señorita Riverford. A Mayhew pareció hacerle gracia lo que oía.
—No hablará en serio, ¿verdad? —dijo.
—¿Por qué?
—Ese hombre es chino.
—¿Y?
—Éste es un edificio de primera clase, detective. Normalmente ni siquiera empleamos chinos. A Chong no le estaba permitido salir del sótano. Ya tenía demasiada suerte por tener un empleo aquí.
—Apuesto a que estaba terriblemente agradecido —dijo Littlemore—. ¿Por qué le dio el empleo?
Mayhew se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. El señor Banwell nos pidió que le buscáramos un hueco, y eso es lo que hicimos. Está claro que no sabía muy bien la suerte que tenía.
La siguiente tarea de Littlemore era encontrar al cochero de alquiler que recogió al hombre de pelo negro el domingo por la noche. Los porteros le dijeron al detective que buscara en las caballerizas de Amsterdam Avenue, donde todos los cocheros enganchaban los caballos. Pero añadieron que no se molestase en ir hasta tarde. Los cocheros de noche no llegaban hasta las nueve y media o diez.
El tiempo libre de que disponía le vino de perlas. Le dio la oportunidad de echar otra ojeada al apartamento de la señorita Riverford, y luego de pasarse por la casa de Betty. La chica estaba de mucho mejor ánimo que la vez anterior. Después de acceder a ir con él a un cinematógrafo, Betty le presentó a su madre y dio un abrazo de despedida a cada uno de sus dos hermanos pequeños, que se habían quedado boquiabiertos cuando el detective les enseñó su pistola, y que disfrutaron de lo lindo jugando con la placa y las esposas. Betty, resultó, tenía un nuevo trabajo. Se había pasado mañanas y mañanas presentándose en los grandes hoteles, con la esperanza vana de conseguir un empleo de doncella con experiencia. Pero en una fábrica de camisas cercana a Washington Square tuvo una entrevista con el dueño, un tal señor Harris, que la empleó al instante. Empezaría al día siguiente.
El horario del nuevo trabajo de Betty no era tan bueno: de siete de la mañana a ocho de la noche. Y el salario, explicó, tampoco era para echar cohetes.
—Al menos me pagan por prenda hecha —dijo—. El señor Harris dice que algunas chicas se sacan dos dólares al día.
Hacia las nueve y media, Littlemore fue a las caballerizas de Amsterdam Avenue, cerca de la calle Cien. En el curso de las dos horas siguientes pasaron por allí como una docena de cocheros para dejar o coger los caballos. Littlemore habló con todos y cada uno de ellos, pero su pesquisa no dio en el blanco. Cuando todas las cuadras estuvieron vacías, el mozo le dijo que esperase a un cochero que solía llegar a última hora. En efecto, poco después de las doce apareció un coche tirado por un viejo jamelgo. Entró a paso lento, conducido por un cochero decrépito. Al principio el anciano no quería responder al detective, pero cuando Littlemore empezó a lanzar un cuarto de dólar al aire pareció recobrar el habla. Sí, había recogido a un hombre de pelo negro dos noches atrás. ¿Recordaba adónde lo llevó? Sí, lo recordaba: al Hotel Manhattan.
Littlemore se quedó sin habla, pero al viejo cochero aún le quedaba algo por contar.
—¿Y sabe lo que hace cuando llegamos? Se monta en otro coche, en uno de esos aparatos nuevos de gasolina, rojo y verde, allí mismo, delante de mis narices. Quitarme el dinero del bolsillo para meterlo en el de otro, así lo llamo yo a eso…
Freud cortó en seco nuestra conversación, y declaró con brusquedad que tenía que volver al hotel inmediatamente. Entendí lo que estaba pasando, y, por fortuna, encontramos enseguida un coche de alquiler.
En cuanto pusimos el pie en el hotel, Jung empezó a acosarnos. Debía de haber esperado a Freud con impaciencia, porque se plantó ante él con inexplicable ardor, impidiéndonos el paso e insistiendo en hablar con él de inmediato. El momento era el menos propicio que uno pudiera imaginar. Freud acababa de informarme, con visible embarazo de lo urgente que era su necesidad.
—Santo cielo, Jung —dijo Freud—. Déjeme pasar. Tengo que ir a mi habitación.
—¿Por qué? ¿Vuelve a tener ese problema otra vez?
—Baje la voz —dijo Freud—. Sí. Ahora déjeme pasar. Tengo mucha urgencia.
—Lo sabía. Ah, su enuresis… —dijo Jung, empleando el término médico para la incontinencia urinaria—. Es psicogénico.
—Jung, es… —empezó Freud.
—Es una neurosis. ¡Puedo ayudarle!
—Es… —Freud volvió a interrumpirse a media frase. Su voz cambió por completo. Habló sin inflexiones, en voz muy baja, mirando directamente a Jung—. Demasiado tarde.
Se hizo un silencio sobremanera violento. Freud siguió hablando:
—No mire hacia abajo, ninguno de los dos. Jung, dese la vuelta y camine justo delante de mí. Younger, usted a mi izquierda. No, a mi
izquierda
. Vayan directamente hacia el ascensor. ¡Ya!
De esta guisa, iniciamos una envarada procesión hacia los ascensores. Uno de los empleados se quedó mirándonos fijamente; resultaba irritante, pero no parecía sospechar nada. Para mi sorpresa, Jung no dejó de hablar.
—Su sueño del conde Thun… es la clave de todo. ¿Me dejará que lo analice?
—No me encuentro en situación de negarme —respondió Freud.
El sueño del conde Thun, un antiguo primer ministro austriaco, era conocido para cualquiera que hubiera leído sus trabajos. Al llegar al ascensor, traté de marcharme. Jung me detuvo, lo cual me sorprendió. Dijo que me necesitaba. Dejamos que se fuera un ascensor. Para el siguiente sólo estábamos nosotros. Una vez dentro, Jung prosiguió:
—El conde Thun representaba a mi persona. Thun era Jung. No podía estar más claro. Los dos nombres tienen cuatro letras. Los dos comparten
un
, cuyo significado es obvio.
[9]
Su familia era originaria de Alemania, pero se vio obligada a emigrar; lo mismo que la mía. Él es de más alta cuna que usted; yo también. Él es la imagen de la arrogancia; a mí me tachan de arrogante. En su sueño, doctor Freud, él es su enemigo pero también miembro de su círculo íntimo; es alguien a quien usted dirige, pero alguien que lo amenaza…, y alguien ario. Decididamente ario. La conclusión es inevitable: estaba soñando
conmigo
,pero tenía que distorsionarlo, porque no quería reconocer que me considera una amenaza.
—Carl —dijo Freud despacio—. Soñé con el conde Thun en 1898. Hace más de una década. Usted y yo no nos conocimos hasta 1907.
Las puertas se abrieron. El pasillo estaba vacío. Freud salió a paso ligero; le seguimos de cerca. No tenía ni idea de lo que podría estar pensando Jung, o cuál sería su respuesta. Y fue la siguiente:
—¡Ya lo sabía! Pero soñamos no sólo lo que ha pasado sino también lo que va a pasar. ¡Vamos, Younger —exclamó, con los ojos anormalmente brillantes—, confirme lo que digo!
—¿Yo?
— Sí, por supuesto, usted. Usted estaba allí. Usted lo vio todo. —De pronto, Jung pareció cambiar de idea y volvió a dirigirse a Freud—. No se preocupe. Su enuresis significa ambición. Es un modo de atraer la atención hacia Usted como acaba de hacer ahora mismo, en el vestíbulo. Aparece cuando siente que tiene un enemigo, una circunstancia adversa, un
un
que ha de vencer. Yo no soy ese
un
. De ahí que su problema haya vuelto a aparecer.
Llegamos a la habitación de Freud. Éste se buscó la llave en el bolsillo, tarea incómoda donde las haya en aquel trance. Y la llave se le cayó al suelo. Nadie se movió. Al final Freud se agachó para recogerla. Cuando se enderezó de nuevo, le dijo a Jung:
—Dudo mucho que yo posea el don de José de la profecía, pero puedo decirle lo siguiente: usted es mi heredero. Heredará el psicoanálisis cuando yo muera, y se convertirá en su líder antes incluso de eso. Procuraré que así sea.
Estoy
procurando que así sea. Todo esto se lo he dicho ya antes. Y se lo he dicho a los demás. Y ahora vuelvo a decirlo. No hay nadie más, Carl. No tenga dudas al respecto.
—¡Entonces cuénteme el resto del sueño del conde Thun! —dijo Jung casi con un grito—. Siempre ha dicho que hay una parte de ese sueño que no quiere revelar. Soy su heredero, así que cuéntemelo. Confirmará mi análisis. Estoy seguro de ello. ¿Cómo es eso que falta?
Freud sacudió la cabeza. Creo que estaba sonriendo, arrepentimiento, quizá.
—Amigo mío —le dijo a Jung—, hay ciertas cosas que ni siquiera yo puedo revelar. No volvería a tener ninguna autoridad. Ahora déjenme, los dos. Me reuniré con ustedes en el comedor, dentro de media hora.
Jung se volvió sin decir ni una palabra y se alejó por el pasillo.
El puente de Manhattan, casi terminado en el verano de 1909, era el último de los tres grandes puentes suspendidos sobre el East River que unían la isla de Manhattan con lo que hasta 1898 había sido la ciudad de Brooklyn. Estos puentes —los de Brooklyn, Williamsburg y Manhattan—, cuando acabaron de construirse, fueron los puentes más largos de un solo tramo del mundo, y el
Scientific American
los proclamó la mayor hazaña de la ingeniería jamás vista por el hombre. Junto con la invención del cable de acero trenzado, los hizo posible una innovación tecnológica particularmente ingeniosa: el cajón neumático.
El problema que solucionó este cajón fue el siguiente: el ingente peso que habrían de soportar las torres de estos puentes necesarias para sustentar los cables de suspensión, exigía que éstas tuvieran unos cimientos asentados subacuáticos, construidos a más de treinta metros de profundidad. Estos cimientos no podían asentarse directamente sobre el lecho blando del río: había de horadarse capa tras capa de cieno, pizarra, piedras lisas, a veces volarlas con dinamita, hasta dar con un lecho firme de roca. Tal excavación subacuática se consideraba en todo el mundo algo imposible hasta que entró en escena la innovadora idea del cajón neumático.
El cajón neumático era en esencia un enorme cajón de madera. El cajón del Puente de Manhattan, en el lado de la ciudad de Nueva York, tenía una superficie de mil seiscientos metros cuadrados. Sus paredes estaban hechas de innúmeras tablas de pino amarillo, adosadas unas a otras hasta alcanzar un grosor de casi siete metros, y calafateadas con un millón de barriles de estopa, brea caliente y barniz. El metro de la base del cajón se hallaba reforzado, por dentro y por fuera, con lata gruesa. El cajón, todo él, pesaba más de veintisiete millones de kilogramos.
El cajón neumático tenía techo, pero no suelo de fabricación humana. Su suelo era el mismo lecho de roca del río. Se trataba, en suma, de la campana de inmersión más grande jamás fabricada por el hombre.
En 1907 se sumergió en el lecho del río. El agua llenó enseguida sus compartimentos internos. En tierra, se pusieron en funcionamiento enormes motores de vapor que, trabajando día y noche, bombeaban aire al interior de la gran caja a través de tuberías de hierro. El aire así insuflado, al alcanzar una enorme presión, iba expulsando el agua a través de orificios practicados en las paredes de la gran caja. El hueco de un elevador-montacargas comunicaba el cajón con el muelle. Los operarios tomaban este elevador para bajar al fondo del cajón neumático, donde podían respirar el aire bombeado. Allí tenían acceso directo al lecho del río, y por tanto podían realizar los trabajos de construcción subacuáticos que hasta entonces se consideraban irrealizables: martillar la roca, extraer el cieno, dinamitar las grandes piedras, echar el hormigón. Los desechos se expulsaban a través de unos compartimentos ingeniosamente concebidos llamados ventanas, si bien no podía verse a través de ellos.