La interpretación del asesinato (40 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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Jelliffe pesaba tanto como sus dos buceadoras juntas. Creía que su circunferencia de abdomen lo hacía sumamente impresionante… para el sexo femenino. Disfrutaba de un modo muy especial de sus buceadoras porque aquella noche deseaba dejar una viva impronta en la velada. Cenaba con el Triunvirato. Jamás lo habían invitado. Jamás había llegado a estar más cerca de su núcleo cerrado que en los almuerzos ocasionales en el club. Pero su caché había subido muchos puntos gracias a su relación y contactos con los nuevos psicoterapeutas.

Jelliffe no necesitaba dinero. Lo que necesitaba era renombre, estima general, prestigio, estatus…, y todo ello se lo podía dar el Triunvirato. Eran ellos. por ejemplo, quienes le recomendaron a los abogados de Harry Thaw, lo que le permitió gustar por vez primera el sabor de la fama. El día más grande de su vida había sido aquel en que apareció su fotografía en los periódicos dominicales, que se habían referido a él como «uno de los más distinguidos alienistas del estado».

El Triunvirato también había mostrado un sorprendente interés por su editorial. Eran hombres a todas luces progresistas. Al principio le habían prohibido aceptar ningún artículo en el que se mencionara el psicoanálisis, pero su actitud había cambiado. Hacía un año aproximadamente le dieron instrucciones para que les enviara los resúmenes de todos los trabajos en los que se mencionara a Freud para que ellos le notificaran después cuáles de ellos recibían su aprobación. Fue el Triunvirato quien le recomendó que publicara a Jung. Fue el Triunvirato quien le animó a hacerse con la traducción de Brill del libro de Freud, cuando parecía que Morton Prince se disponía a publicarla en Boston. Y habían contratado a un corrector para que le ayudara en la puesta a punto de dicha traducción.

Jelliffe había calculado taimadamente el número de jovencitas que llevaría a la cena. Las jovencitas eran su especialidad. Tenía variados contactos sociales y profesionales con tal estamento humano. Conocía los mejores «establecimientos» para caballeros de la ciudad. Cuando se le preguntaba, él siempre recomendaba el Players Club de Gramercy Park. El Triunvirato, sin embargo, nunca le había pedido nada al respecto. Así que, cuando lo invitaron a unirse a ellos en el Roman Gardens, pensó que era el momento propicio. Como todo hombre de mundo sabía, en la planta de arriba del Roman Gardens había veinticuatro suites de soltero de lujo, cada una con cama de matrimonio y baño y una botella de champán en su cubitera con hielo. Al principio Jelliffe había pensado en cuatro chicas y cuatro habitaciones, pero tras reflexionar sobre el asunto decidió que era insuficiente desde el punto de vista de la camaradería entre varones. Así que no serían más que dos: el turnarse con ellas añadiría picante al asunto.

Jelliffe causó impresión, sí, pero no la que él había imaginado. Cuando le hicieron pasar al reservado donde el Triunvirato tenía la mesa preparada, el
bon vivant
y sus damas se encontraron con una inequívoca
froideur
por parte de los tres caballeros allí sentados. Ni siquiera se levantaron, ninguno de ellos. Jelliffe, incapaz de percibir la causa de su actitud, les saludó sin amilanarse, llamó al maitre para pedirle una sillas, y acto seguido anunció a los presentes que al terminar la cena les esperaban arriba dos suites de soltero. Con un gesto elegante de la mano, el doctor Charles Dana revocó la orden de las sillas. Jelliffe entendió al fin que no debía insistir y les susurró a las chicas que sería mejor que les esperaran arriba.

Poco después, el Triunvirato fue informado por Jelliffe de que Abraham Brill, sin previo aviso, había pospuesto indefinidamente la publicación del libro de Freud. Lástima, dijo Dana. Y ¿qué se sabía de las conferencias del doctor Jung en Fordham? Jelliffe les dijo que sus planes para las conferencias de Fordham seguían al ritmo previsto, y que el
New York Times
se había puesto en contacto con él para que le concertara una entrevista con Jung.

Dana se volvió hacia el caballero corpulento de las patillas de boca de hacha.

—Starr, ¿no le ha entrevistado también a usted el
New York Time
?

Starr, metiéndose una ostra en la boca, dijo que por supuesto que le habían entrevistado, y que él les había respondido sin pelos en la lengua. La conversación derivó entonces hacia la persona de Harry Thaw, y a este respecto se advirtió a Jelliffe en términos nada equívocos que el tal Thaw no debía ser objeto de más experimentos.

Cuando terminó la cena Jelliffe temió que su valoración ante el Triunvirato no había mejorado en absoluto. Dana y Sachs ni siquiera le estrecharon la mano al marcharse. Pero su ánimo en declive experimentó una inyección de aliento cuando Starr, que se había rezagado un poco del grupo que partía, preguntó si le había oído bien al decir que les esperaban dos suites arriba. Jelliffe le respondió que sí. Los corpulentos caballeros se miraron el uno al otro, ambos visualizando a una corista con una boa al cuello reclinada junto a una botella de champán helada sin abrir. Starr expresó entonces su opinión de que las cosas ya pagadas no debían desperdiciarse.

— ¿Ha perdido el juicio, detective? —preguntó el alcalde McClellan. Era el jueves por la noche, y estábamos los tres en su despacho con las puertas cerradas.

Littlemore le había pedido una cuadrilla de operarios para que bajaran al cajón neumático del Puente de Manhattan a investigar la ventana estropeada. Estábamos sentados frente al alcalde, al otro lado de su escritorio. McClellan se había levantado.

—Señor Littlemore —dijo; sin duda había heredado el porte militar de su padre—. Prometí a esta ciudad un metro, y se lo he dado. Prometí a esta ciudad Times Square, y se lo he dado. Prometí a esta ciudad el Puente de Manhattan, y por Dios que voy a dárselo aunque sea la última maldita cosa que haga en mi puesto de alcalde. Bajo ninguna circunstancia voy a permitir que el trabajo de ese puente se obstaculice lo más mínimo… Ni un solo segundo. Y bajo ninguna circunstancia voy a permitir que se incomode en modo alguno a George Banwell. ¿Me oye?

—Sí, señor —dijo Littlemore.

—Elizabeth Riverford fue asesinada hace cuatro días, y, que yo sepa, hasta el momento no han hecho ustedes nada más que perder su maldito cuerpo.

—Bueno, yo he encontrado un cuerpo, señor alcalde —dijo en tono manso Littlemore.

—Oh, sí… La señorita Sigel —dijo McClellan—. Que me está causando incluso más problemas que la señorita Riverford. ¿Ha visto los periódicos de la tarde? Está en todos ellos. ¿Cómo puede el alcalde de esta ciudad permitir que una chica de buena familia aparezca en el baúl de un chino? ¡Como si yo fuese personalmente responsable de algo semejante! Olvídese del señor Banwell, detective. Encuéntreme a ese William Leon.

—Señor alcalde, con el debido respeto —dijo Littlemore—, creo que los casos Riverford y Sigel están relacionados. Y creo que el señor Banwell está implicado en ambos.

McClellan cruzó los brazos.

—¿No cree que el asesino de la señorita Sigel sea el tal Leon?

—Puede que así sea, señor.

El alcalde aspiró profundamente.

—Señor Littlemore, su señor Chong…, el hombre que usted detuvo, ha confesado hace una hora. Su primo Leon mató a la señorita Sigel el mes pasado en un ataque de celos, después de haberla visto con otro chino. La policía ha estado en la casa de este otro hombre, y ha encontrado más cartas de la señorita Sigel. Leon la estranguló, y Chong lo vio todo. Incluso le ayudó a meter el cadáver en el baúl de Lean. ¿De acuerdo? ¿Está usted satisfecho?

—No estoy seguro, señor —dijo Littlemore.

—Bien, pues será mejor que lo esté. Quiero respuestas. ¿Dónde está Leon? ¿Fue agredida o no por segunda vez la señorita Acton? ¿Ha sido agredida realmente alguna vez? ¿Tengo que hacer yo el trabajo de todo el mundo? Y deje que le diga una cosa más, detective —concluyó McClellan—. Si usted o cualquiera entra en mi despacho diciendo que Elizabeth Riverford fue asesinada por un hombre que yo sé que no pudo hacerlo, voy a despedirles a todos ustedes. ¿Me he expresado con claridad?

—Sí, señor alcalde. Sí, señor —respondió Littlemore. Al fin nos dio la venia para que abandonáramos su despacho. En el pasillo, dije:

—Al menos sabemos que tenemos al alcalde en contra.

—Yo no he perdido el cuerpo de la Riverford —objetó Littlemore, con inusitada ira contenida—. ¿Qué diablos le sucede a todo el mundo? Tengo el alfiler de corbata, la arcilla, la muerte sin resolver del edificio de Banwell, el cual se ajusta a la descripción del
coroner
y se asusta cuando ve a la señorita Acton, que nos dice que quien la ha agredido es él, y no podemos ni siquiera bajar al cajón para ver lo que está atascando bajo el agua la ventana de los desechos de Banwell.

Yo le recordé que si Banwell estaba fuera de la ciudad la noche en que mataron a Elizabeth Riverford, él no podía ser el asesino.

—Sí, pero puede que tenga un cómplice que lo hizo —replicó Littlemore—. ¿Sabe algo del mal del buzo, doc?

—Sí, ¿por qué?

—Porque sé lo que tengo que hacer —dijo Littlemore, cuya cojera había empeorado—. Pero no puedo hacerlo yo solo. ¿Querría ayudarme?

Cuando Littlemore me explicó su plan, pensé que lo que me estaba proponiendo era lo más descabellado que había oído en mi vida. Pero luego, cuando reflexioné sobre ello, empecé a verlo de modo diferente.

Nora Acton estaba de pie sobre el tejado de su casa. La brisa agitaba los finos mechones de pelo que le bailaban en la frente. Alcanzaba a ver todo Gramercy Park, incluido el banco donde, varias horas antes, había estado sentada con el doctor Younger, y en el que dudaba que volvieran a sentarse juntos nunca más. No podía soportar seguir en su casa. Su padre estaba encerrado en su estudio, y ella se hacía una idea de lo que hacía allí. Trabajar no, ciertamente: su padre no trabajaba. Años atrás, Nora había descubierto la biblioteca secreta de su padre. Eran libros repugnantes. Fuera, había de nuevo dos policías de guardia en las puertas trasera y principal. Se habían ido por la mañana, pero habían vuelto al atardecer.

Se preguntó si se mataría si se tiraba desde aquel tejado. y pensó que no. La joven volvió al interior de la casa, y bajó a la cocina. Buscó en el fondo de un armario y sacó uno de los cuchillos de trinchar de la señora Biggs. Se lo llevó arriba y lo colocó debajo de la almohada.

¿Qué podía hacer? No podía decirle la verdad a nadie, y no podía seguir mintiendo. Nadie la creería. Nadie la había creído.

Nora no tenía pensado utilizar el cuchillo de trinchar contra sí misma, por supuesto. No tenía ningún deseo de morir. Pero quizá tuviera que tratar de defenderse si él volvía.

Quinta parte
XXI

Littlemore hurgó en la cerradura mientras yo aguardaba a su espalda. Debían de ser las dos de la mañana. Mi cometido era vigilar mientras él manipulaba en el orificio, pero no conseguía ver nada en la oscuridad. Ni podía oír nada por culpa del fragor mecánico que ahogaba todos los demás sonidos de alrededor. Y, en lugar de vigilar, me sorprendí contemplando las estrellas de la bóveda celeste.

Abrió la cerradura en menos de un minuto. El elevador era inusitadamente grande. Littlemore abrió la puerta, e instantes después nos vimos enclaustrados en la cabina débilmente iluminada. Dos llamas de gas arrojaban la luz suficiente para que Littlemore pudiera manejar la palanca. Con una fuerte sacudida, Littlemore y yo iniciamos el descenso hacia el cajón neumático.

—¿Seguro que está bien? —me preguntó el detective.

Una de las dos llamas azules se reflejaba en sus ojos, y la otra en los míos, supongo. No se veía nada más. Los motores de encima de nuestras cabezas seguían emitiendo un fragor uniforme y grave, como si estuviéramos descendiendo por la aorta de un gigantesco torrente sanguíneo—. Aún estamos a tiempo. Podemos volvemos atrás.

—Tiene razón —dije—. Demos marcha atrás.

El elevador se detuvo con brusquedad.

—¿De verdad quiere dejarlo? —me preguntó Littlemore.

—No. Estaba bromeando. Adelante, bajemos de una vez.

—Gracias —dijo Littlemore.

Me recordaba a alguien, pero no lograba identificar a quién. Y de pronto me acordé: cuando era niño mis padres nos llevaban al campo a pasar el verano; no a la «casita» de la tía Mamie en Newport, sino a una genuina casita de campo sin agua corriente, de nuestra propiedad, situada cerca de Springfield. Yo adoraba esa casita. Allí tenía a mi mejor amigo: Tommy Nolan, que vivía durante todo el año en una granja de los alrededores. Tommy y yo solíamos caminar kilómetros y kilómetros a lo largo de las cercas de madera que separaban las granjas. Llevaba mucho tiempo sin acordarme de Tommy.

—¿Qué cree que va a hacerle el alcalde cuando se entere? —le pregunté a Littlemore.

—Despedirme —dijo él—. ¿Nota esa sensación en los oídos? Apriétese la nariz con los dedos y sople. Así despejará los conductos. Me lo enseñó mi padre.

Yo tenía otro método. Entre mis muchas habilidades inútiles estaba la de controlar a voluntad los músculos internos que abren las trompas de Eustaquio. El ritmo de descenso del elevador era desesperadamente lento. Apenas nos movíamos.

—¿Cuánto tarda en bajar? —le pregunté.

—Cinco minutos, me dijo el tipo —dijo el detective—. Mi padre aguantaba más de dos minutos bajo el agua.

—Parece que se llevaba bien con su padre.

—¿Con mi padre? Sigo llevándome. Es el mejor hombre que conozco.

—¿Y qué me dice de su madre?

—La mejor mujer —dijo Littlemore—. Haría cualquier cosa por ella. Verá, siempre me he dicho a mí mismo que si lograra encontrar a una chica como mi madre me casaba con ella al instante.

—Curioso que se dijera eso.

—Hasta que conocí a Betty —dijo Littlemore—. Era la doncella de la señorita Riverford. La primera vez que la vi fue…, bueno, hace unos tres días, y estoy loco por ella. Loco, loco. No se parece en nada a mi madre. Es italiana. Tiene mucho temperamento, creo. Me dio una bofetada la otra noche que todavía me duele.

—¿Le pegó?

—Sí. Pensó que estaba tonteando con mujeres —dijo el detective—. Tres días y ya no puedo tontear con mujeres. ¿Qué le parece?

—Pues que no le voy a la zaga. La señorita Acton me pegó ayer con una tetera humeante.

—Diantre —dijo Littlemore—. Vi el platillo roto en el suelo.

Empezó a oírse un ruido silbante en la cabina: el aire que el elevador desplazaba en el hueco a su descenso. El fragor de los motores de la superficie era ahora más lejano, un martilleo monótono, más perceptible que estrictamente audible.

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