La interpretación del asesinato (26 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—¿Qué? —repitió el
coroner
.

—Una imagen del revés. Así que si la marca del cuello de la chica es el revés de las verdaderas iniciales, la fotografía es el revés del revés.

—¿Un doble revés? —preguntó Littlemore.

—Un doble negativo —dijo Riviere—. Y un doble negativo es un positivo. Lo que significa que esta foto muestra las iniciales en el orden correcto y no al revés.

—No puede ser —exclamó Hugel, más dolido que incrédulo, como si Littlemore y Riviere estuvieran tratando de robarle algo.

—Pero lo es, no hay duda —dijo Riviere.

—Así que es una J —dijo el detective Littlemore—. El tipo se llama Johnson o algo así. ¿Cuál es la primera inicial?

Riviere volvió a mirar a través de la lupa.

—No tiene ningún aspecto de ser una letra. Pero, de serlo, podría ser una E. O quizá no: quizá una C.

—Charles Johnson —dijo Littlemore.

El
coroner
seguía quieto en el mismo sitio, repitiendo:

—No puede ser.

Al final un taxi paró frente al edificio de Brill, y los cuatro hombres —Freud, Brill, Ferenczi y Jones— se apearon de él. Resultó que habían ido al cine después del almuerzo, una película de policías y ladrones llena de locas persecuciones. Ferenczi no paraba de hablar de ella. De hecho, según contaba Brill, había saltado hacia un lado de la butaca cuando creyó que se le venía encima una locomotora: era la primera película que veía en su vida.

Freud me preguntó si quería que nos quedáramos una hora en el parque para que le informara sobre la señorita Acton. Dije que nada me gustaría más, pero que había surgido algo que convenía tratar antes: el correo me había traído malas noticias.

—Usted no es el único que ha tenido malas noticias, entonces —dijo Brill—. Jones ha recibido un telegrama esta mañana de Boston. De Morton Prince: lo detuvieron ayer.

—¿Al doctor Prince? —dije, anonadado.

—Lo acusan de obscenidad —continuó Brill—. Y la obscenidad en cuestión es la siguiente: dos artículos que estaba a punto de publicar en los que describía curaciones de la histeria a través del psicoanálisis.

—Yo no me preocuparía por Prince —dijo Jones—. Fue alcalde de Boston, ya saben. Saldrá bien parado de ésta.

Morton Prince no fue jamás alcalde de Boston, lo fue su padre, pero Jones lo afirmó con tal seguridad que no quise avergonzarlo. En lugar de ello, pregunté:

—¿Cómo pudo saber la policía lo que Prince tenía intención de publicar?

—Es exactamente lo que me he estado preguntando —dijo Ferenczi.

—Yo nunca me he fiado de Sidis —añadió Brill refiriéndose a un médico del consejo editorial de la revista de Prince.

—Pero no debemos olvidar que hablamos de Boston. Allí detienen a un sándwich de pechuga de pollo si no va convenientemente aderezado.
[11]
Detuvieron a aquella chica australiana, ya saben, Kellerman, la nadadora, porque el traje de baño no le tapaba las rodillas.

—Me temo que mis noticias son aún peores, caballeros —dije—, y atañen al doctor Freud directamente. Las conferencias de la semana que viene están en la cuerda floja. El doctor Freud ha sido directamente atacado; me refiero a que han arremetido contra su nombre. En Worcester. No saben cuánto lamento tener que ser el portador de estas malas noticias.

Seguí resumiendo como pude la carta del presidente Hall, sin entrar en las sórdidas acusaciones contra Freud. Un representante de una familia enormemente rica de Nueva York se reunió con Hall ayer, ofreciendo una donación a la Universidad de Clark que Hall describe como «de lo más atractiva». La familia en cuestión está dispuesta a financiar un hospital de cincuenta camas para enfermos mentales y nerviosos; correría con los gastos de un nuevo edificio dotado del más moderno equipamiento médico, y con los del personal y las enfermeras, y los salarios serían lo bastante tentadores para atraer a los mejores neurólogos de Nueva York y de Boston.

—Eso ascendería a medio millón de dólares —dijo Brill.

—A mucho más —respondí yo—. Nos convertiría de golpe en la institución psiquiátrica líder de la nación. Superaríamos a la McLean.

—¿Qué familia es? —preguntó Brill.

—Hall no lo dice —respondí yo.

—Pero ¿está permitido hacer eso? —preguntó Ferenczi—. Una familia particular pagando a una universidad pública…

—Lo llaman filantropía —respondió Brill—. Por eso son tan ricas las universidades norteamericanas. Y por eso pronto superarán a las mejores universidades europeas.

—Majaderías —saltó Jones—. Jamás.

—Siga, Younger —dijo Freud—. No hay nada malo en todo lo que nos ha dicho hasta ahora.

—La familia ha estipulado dos condiciones —proseguí—. Un miembro de la familia al parecer es un conocido médico con ideas propias sobre psicología. La primera condición es que el psicoanálisis no pueda practicarse en el nuevo hospital, ni enseñarse en ninguno de los planes de estudios que se imparten en Clark. Y la segunda, que las conferencias que el doctor Freud debía dar la semana que viene sean canceladas. De otro modo, la donación irá a otro hospital… de Nueva York.

Se alzaron exclamaciones de consternación y rechazo.

Sólo Freud mantuvo una actitud estoica.

—¿Qué dice Hall que va a hacer? —preguntó.

—Me temo que eso no es todo —dije—. Ni lo peor. Al presidente Hall se le ha entregado un dossier sobre el doctor Freud.

—Continúe, por favor —me reprendió Brill—. Deje de jugar al escondite.

Expliqué que este dossier pretendía aportar pruebas documentales de la conducta licenciosa —criminal, en suma, de Freud. Al presidente Hall se le ha dicho que pronto se informará de la conducta gravemente impropia de Freud en la prensa neoyorquina. La familia tiene la convicción deque, cuando Hall lea tales informaciones, hará que la presentación de Freud en Clark se cancele definitivamente por el bien de la universidad.

—El presidente Hall no me ha enviado todo el dossier —dije—, pero la carta resume las acusaciones. ¿Puedo darle la carta, doctor Freud? El presidente Hall me pide muy especialmente que le comunique que cree que tiene Usted el derecho de ser informado de todo lo que se dice en su contra.

—Muy caballeroso por su parte —dijo Brill.

No sé por qué —quizá porque era yo el receptor de la carta—, pero me sentía responsable del inminente desastre. Era como si yo, personalmente, hubiera invitado a Freud a Clark, con el solo propósito de destruirle. No sólo me sentía preocupado por Freud. Tenía motivos egoístas para no querer ver la ruina de aquel hombre, sobre cuya autoridad había apuntalado yo muchas de mis creencias, y tantas cosas de mi vida. Ninguno de nosotros era un santo, pero yo había llegado a creer hacía ya bastantes años que Freud era diferente de todos nosotros. Imaginaba que, a diferencia de mí, por ejemplo, había logrado a través de la introspección psicológica acceder a un plano que lo ponía a resguardo de las tentaciones más bajas. Esperaba con todas mis fuerzas que las acusaciones de la carta de Hall fueran falsas, aunque se diera en ellas ese grado de detalle que lleva en su seno el timbre de la verdad.

—No hay ninguna necesidad de que lea esa carta en privado —dijo Freud—. Diga lo que se dice contra mí. No tengo secretos para ninguno de los presentes.

Empecé por el más leve de los cargos.

—Se afirma que no está casado con la mujer con la que vive, aunque usted la haga aparecer ante el mundo como su esposa.

—Pero ése no es Freud —saltó Brill—. Es Jones.

—¿Qué dice usted? —replicó Jones, indignado.

—Oh, vamos, Jones —dijo Brill—. Todos sabemos que no está casado con Loe.

—Que Freud no está casado… —dijo Jones, mirando por encima de su hombro izquierdo—. Qué absurdo…

—¿Qué más? —preguntó Freud.

—Que fue usted expulsado de un reputado hospital —continué, incómodo— porque no hacía más que hablar sobre fantasías sexuales con chiquillas de doce y trece años, que estaban en el centro por dolencias puramente físicas, no nerviosas.

—¡Pero si ése sigue siendo Jones! —volvió a exclamar Brill.

Jones parecía súbita y profundamente interesado en la arquitectura del edificio de Brill.

—Que ha sido procesado por el marido de una de sus pacientes, y que otro llegó a dispararle —dije.

—¡Otra vez Jones! —volvió a exclamar Brill.

—Que en la actualidad está teniendo una aventura —continué— con la quinceañera que le lleva la casa.

Brill miró a Freud, y luego a mí y a Ferenczi y a Jones, que ahora miraba hacia el cielo, al parecer observando los patrones migratorios de las aves de Manhattan.

—¿Ernest? —dijo Brill—. ¿No será usted? Díganos que no es usted.

Jones emitió una serie de musicales aclaraciones de garganta, pero ninguna respuesta a la pregunta.

—Es usted asqueroso —le dijo Brill—. Asqueroso de verdad.

—¿Eso es todo, Younger? —preguntó Freud.

—No, señor —respondí. La acusación final era la peor de todas—. Hay una cosa más, que en la actualidad tiene usted otra aventura sexual, con una paciente suya: una joven rusa de diecinueve años que estudia medicina. Se dice que la aventura ha llegado a ser tan notoria que la madre de la joven le ha escrito rogándole que no arruine la vida de su hija. El dossier añade que adjunta la carta que usted escribió a la madre de esta joven a modo de respuesta. En su carta, o, más exactamente, en la que se afirma que es su carta, usted le pide dinero a cambio de… no seguir con la relación sexual con su hija.

Cuando terminé, nadie dijo nada durante un largo rato. Al final Ferenczi no pudo aguantar más:

—¡Pero si ése es Jung, por el amor de Dios!

—¡Sándor! —le reconvino Freud, cortante.

—¿Escribió eso Jung? —preguntó Brill—. ¿A la madre de una paciente?

Ferenczi se llevó la mano a la boca.

—Oh —dijo—. Pero, doctor Freud, no puede permitir que piensen que es usted… Van a contárselo a los periódicos. Puedo imaginar ya los titulares.

Y yo también: FREUD, EXCULPADO DE TODAS LAS ACUSACIONES.

—Así pues —caviló Brill, sombrío—, nos atacan en Boston, en Worcester y en Nueva York al mismo tiempo. No puede ser una coincidencia.

—¿Cuál es el ataque de Nueva York? —preguntó Ferenczi.

—Lo de Jeremías y Sodoma y Gomorra —contestó Brill con irritación—. Esos dos mensajes no han sido los únicos que he recibido. Ha habido muchos más.

Todos mostramos nuestra sorpresa, y le pedimos a Brill que nos lo explicara con detalle.

—Empezó justo después de que me pusiera a traducir el libro de Freud sobre la histeria —dijo—. Cómo han podido saber que lo estaba haciendo es un absoluto misterio para mí. Pero la misma semana en que empecé, recibí la primera misiva, y no ha hecho más que empeorar desde entonces. Me llegan cuando menos lo espero. Me están amenazando, estoy seguro. Siempre es algún pasaje bíblico de tenor homicida; y siempre sobre los judíos y la lascivia y el fuego. Me hace pensar en los pogromos.

Nadie obstruyó esta vez el paso a Littlemore cuando subió las escaleras en el 782 de la Octava Avenida. Eran las cuatro de la tarde, hora de la preparación de la cena en el restaurante, del que surgían gritos en cantonés salpicados por el chisporroteo sibilante de los trozos de pollo zambullidos en el aceite hirviendo. A Littlemore, que no había comido desde la mañana, no le habría importado regalarse con un buen plato de
chop suey
de pollo. Sintió ojos fijos en él en cada descansillo, pero no vio a nadie. Oyó que alguien corría por un pasillo, arriba, y un susurrante sonido de voces. En el apartamento 4C, su llamada produjo el mismo efecto de la vez anterior: no contestó nadie, pero oyó pasos apresurados que bajaban por la escalera trasera.

Littlemore miró el reloj. Encendió un cigarrillo para combatir los olores que anegaban el pasillo, y se aprestó a esperar, no demasiado, porque esperaba llegar a casa de Betty a tiempo para invitarla a cenar. Minutos después, el agente John Reardon subía por las escaleras tirando de un sumiso y amedrentado chino.

—Tal como me había dicho, detective —dijo el agente Reardon—. Salía por la puerta trasera como si le estuvieran ardiendo los pantalones.

Littlemore examinó al desdichado Chong Sing.

—No quiere hablar conmigo, ¿verdad, señor Chong? —dijo—. Supongo que tendremos que echar un vistazo a su casa. Abra la puerta.

Chong Sing era mucho más bajo que ambos policías. Era fornido, de nariz aplastada y ancha y piel cuarteada.

Hizo un gesto de impotencia, tratando de dar a entender que no hablaba inglés.

—Ábrela —ordenó el detective Littlemore, golpeando la puerta cerrada.

El chino sacó una llave y abrió la puerta. Su apartamento de una pieza era todo un modelo de orden y limpieza. No había ni una mota de polvo, ni una taza fuera de su sitio. Dos catres bajos, cubiertos por una telas míseras, al parecer hacían las veces de camas, sofás y mesas. Las paredes estaban desnudas. Varias varillas de incienso ardían en un rincón, y daban un efluvio acre al aire caliente y quieto.

—Todo bien limpio para nosotros —dijo Littlemore, examinando lo que veía—. Muy considerado de su parte. Pero se le ha escapado un detalle. —Con un gesto de la barbilla, Littlemore señaló el techo. Tanto Chong Sing como el agente Reardon alzaron la vista hacia el techo. En el techo bajo se veía una espesa mancha negruzca de casi un metro de largo sobre cada catre.

—¿Qué es eso? —preguntó el agente.

—Manchas de humo —dijo Littlemore—. Opio, Jack. ¿No ves algo raro en esa ventana?

Reardon miró hacia la única ventana de la pieza, una pequeña ventana de una sola hoja. Estaba cerrada.

—No. ¿Qué le pasa? —preguntó el agente Reardon.

—Está cerrada —respondió Littlemore—. Estamos casi a cuarenta grados y la ventana está cerrada… Mire lo que hay fuera.

Reardon abrió la ventana y se asomó a un estrecho conducto de ventilación. Y volvió con un montón de objetos que encontró sobre un saliente, un poco más abajo: una lámpara de aceite cubierta por cristal, media docena de largas pipas, cazoletas y una aguja. Chong Sing parecía sumido en una honda confusión; sacudía la cabeza, miraba a Littlemore y luego al agente Reardon y luego otra vez a Littlemore.

—Usted tiene aquí un fumadero de opio, ¿no, señor Chong? —dijo el detective—. ¿Subió alguna vez al apartamento de la señorita Riverford en el Balmoral?

—¿Eh? —dijo Chong Sing, encogiéndose de hombros con impotencia.

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