La interpretación del asesinato (25 page)

Read La interpretación del asesinato Online

Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
8.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

Varios de esos vehículos estaban aparcados en la parada de taxis del Hotel Manhattan. Los chóferes le dijeron a Littlemore que lo intentara en el garaje Allen de la calle Cincuenta y siete, entre las Avenidas Once y Doce, donde los taxis de Nueva York tenían su cuartel general y donde no le costaría mucho averiguar quién había estado trabajando en el turno de noche del domingo. Littlemore tuvo suerte. Dos horas después, tenía respuestas. Un chófer llamado Luria había recogido a un hombre de pelo negro en la entrada del Hotel Manhattan después de la medianoche del domingo. Luria lo recordaba bien, porque el hombre no salía del hotel sino que acababa de apearse de un coche de caballos. Littlemore averiguó también adónde había llevado al hombre del pelo negro aquella noche, y en cuanto lo supo se dirigió a esa dirección, que era una casa particular. Y ahí se le acabó la suerte.

La casa estaba en la calle Cuarenta, justo a un lado de Broadway. Era un edificio de dos plantas, con una llamativa aldaba y cortinas rojas en las ventanas. Littlemore tuvo que llamar cinco o seis veces antes de que una atractiva joven acudiera a abrir la puerta. La joven, pese a la hora que era, iba muy ligera de ropa. Cuando Littlemore le explicó que era un detective de la policía, ella puso los ojos en blanco y le dijo que esperara.

Al poco le hizo pasar a un salón con gruesas alfombras orientales, una deslumbrante serie de espejos en las paredes y muebles cubiertos por retazos de velvetón color púrpura. De las cortinas se desprendía un fuerte olor a tabaco y alcohol. Un bebé lloraba arriba. Cinco minutos después, otra mujer, mayor que la anterior y obesa, bajó por las escaleras de moqueta roja con una bata granate y un sombrero de enormes proporciones en la cabeza.

—Tiene usted mucho valor —dijo la mujer, que se presentó como Susan Merrill, señora Susan Merrill. De una caja fuerte oculta detrás de un espejo sacó otra caja fuerte más pequeña de hierro grabado, que abrió con una llave. Contó cincuenta dólares, y dijo:

—Aquí lo tiene. Ahora váyase. Ya voy con retraso.

—No quiero su dinero, señora —dijo Littlemore.

—Oh, no me diga. Me da usted asco; todos ustedes. Greta, vuelve aquí. —La chica ligera de ropa entró en el salón, bostezando. Aunque eran las tres y media, había estado durmiendo hasta que Littlemore llamó a la puerta—. Greta, el detective no quiere nuestro dinero. Llévatelo al cuarto verde. Que sea rápido, señor.

—Tampoco estoy aquí para eso, señora —dijo Littlemore—. Sólo quiero hacerle una pregunta. Un tipo vino aquí el domingo por la noche, muy tarde. Estoy tratando de encontrarlo.

La señora Merrill miró al detective, recelosa.

—Oh, ahora quiere a mis clientes, ¿eh? ¿Qué es lo que va a hacer, exprimirles también?

—Parece que conoce a unos policías malos —dijo Littlemore.

—¿Los hay de otra clase?

—Mataron a una chica el domingo —respondió Littlemore—. El tipo que lo hizo, la azotó. La ató, y le dio un montón de tajos. Luego la estranguló. Quiero a ese tipo. Esto es todo.

La mujer se arropó los hombros con la bata granate. Metió el dinero en la pequeña caja fuerte y la cerró.

—¿Era una puta de la calle?

—No —dijo Littlemore—. Era una chica rica. Muy rica. Vivía en un edificio muy elegante de la parte alta.

—Bien, es una pena. Pero ¿qué tiene eso que ver conmigo?

—El tipo vino aquí —dijo Littlemore—. Creemos que puede ser el asesino.

—¿Tiene usted idea, detective, de la cantidad de hombres que pasan por aquí el domingo por la noche?

—Ese tipo venía solo. Es alto, de pelo negro, diestro, con un maletín, o bolsa o lo que sea de color negro.

—Greta, ¿te acuerdas de alguien así?

—Déjame pensar —dijo la somnolienta Greta—. No. De nadie.

—Bien, ¿qué más quiere de mí? —dijo la señora Merrill—. Ya ha oído a Greta.

—Pero el tipo vino aquí, señora. El taxista lo dejó justo enfrente de su puerta.

—¿Lo dejó ahí fuera? Eso no quiere decir que entrara. Ésta no es la única casa de la manzana.

Littlemore asintió con la cabeza, despacio. Greta estaba demasiado apática, para su gusto, y la señora Merrill demasiado deseosa de que se fuera.

XIII

Me había pedido que la besase.

Iba andando por la calle Cuarenta y dos, pero con los ojos de la mente aún veía los labios abiertos de Nora Acton. Aún sentía su suave garganta bajo mis manos. Aún la oía susurrarme «béseme».

La carta del presidente Hall, con sus inquietantes nuevas, seguía en el bolsillo de mi chaleco. En rigor no debería haber tenido en la cabeza más que un solo pensamiento: cómo vérmelas no sólo con el fracaso potencial de la conferencia de la semana siguiente en Clark sino con la posible ruina de la reputación de Freud, al menos en los Estados Unidos. Y, sin embargo, no podía pensar en otra cosa, ver otra cosa que la boca y los ojos cerrados de la señorita Acton.

No me engañaba. Sabía cuáles eran sus sentimientos hacia mí; era algo que ya había visto antes, demasiadas veces. Una de mis pacientes de Worcester, una chica llamada Rachel, solía insistir en desnudarse de cintura para arriba en todas las sesiones psicoanalíticas. Cada vez esgrimía un motivo diferente: unos latidos irregulares, la sensación de tener rota una costilla, un dolor punzante en la parte baja de la espalda… y Rachel no era más que una entre muchas. En todos estos casos no había tenido que resistir la tentación, porque no la había habido. Por el contrario, el hecho de que en mis pacientes psicoanalíticos se dieran tales maquinaciones de seducción se me antojaba algo macabro.

Si mis pacientes hubieran sido más atractivas, dudo que su comportamiento me hubiera inspirado los mismos sentimientos de rechazo. No soy persona de particular virtud. Pero esas mujeres no eran atractivas. La mayoría de ellas tenían edad suficiente para ser mi madre. Su deseo me producía repugnancia. Rachel era diferente. No carecía de atractivo: piernas largas, ojos oscuros —demasiado juntos, sin duda— y un tipo que podría calificarse de bueno, o de mejor que bueno. Pero era una neurótica agresiva, lo cual no me tentaba en absoluto.

Solía imaginar a otras chicas mucho más bonitas como pacientes. Solía imaginar lances inenarrables —pero no imposibles— en mi consulta. Así pues, siempre que alguna nueva paciente llamaba a mi puerta, me sorprendía enseguida valorando sus encantos. Por consiguiente, empecé a repugnarme a mí mismo, hasta el punto de preguntarme si debía seguir por la senda psicoanalítica. No había tenido ninguna paciente en todo el verano, y al fin había aparecido la señorita Acton.

Y me había pedido que la besase. No había modo de ocultarme a mí mismo lo que deseaba hacer con ella. Jamás había experimentado un deseo tan violento de dominar, de poseer. Dudaba mucho que me hallara inmerso en la batalla de la contratransferencia. Si he de ser sincero, sentía el mismo deseo prácticamente desde el instante mismo en que puse los ojos en la señorita Acton. Pero con ella la cosa era completamente diferente. La joven no sólo se estaba recuperando del trauma de una agresión física. Además estaba experimentando una transferencia de inusitada virulencia.

No había dado sino muestras de desagrado hacia mi persona hasta el momento en que sintió que le afloraban los recuerdos reprimidos, liberados por obra de la presión física que yo le estaba aplicando en la garganta. En ese momento, a sus ojos, me convertí en una figura magistral. Antes de ello, desagrado hubiera sido una palabra demasiado suave para describir lo que sentía por mi persona. Odio habría sido más exacto; lo había dicho, incluso. Y desde el momento en que recordó, quería entregarse a mí, o eso pensaba, al menos. Porque estaba claro como el agua, por mucho que me doliera admitido, que ese amor que ahora sentía, si podía llamarse así, no era más que un artificio, una ficción creada por la intensidad de la relación psicoanalítica.

Aunque no podía recordar haber cruzado la Quinta o la Sexta o la Séptima Avenida, me encontré de pronto en mitad de Times Square. Subí a la azotea-jardín del Hammerstein's Victoria, donde tenía que reunirme con Freud y los demás para el almuerzo. La azotea-jardín era un teatro por derecho propio, con un escenario elevado, butacas, palcos, y un techo de quince metros de altura. El espectáculo, una función de funambulismo, no había terminado. La artista de la cuerda floja era una chica francesa con gorrito, vestido azul celeste y mallas azules. Cada vez que abría el parasol para recuperar el equilibrio, las damas de tiros largos que presenciaban el espectáculo gritaban al unísono. Nunca he entendido por qué los espectadores reaccionan de este modo: sin duda la persona que está sobre la cuerda floja no hace más que fingir que está en peligro.

No lograba dar con mis compañeros. Era muy tarde; debían de haberse marchado. Así que volví al edificio de Brill en Central Park West, donde sabía que acabarían recalando. Llamé a la puerta, pero nadie respondió. Crucé la calle y me senté en un banco, completamente solo, con Central Park a mi espalda. Saqué del maletín la carta de Hall. Después de releerla media docena de veces, volví a meterla y saqué otras cosas para leer, no creo necesario decir qué cosas.

— ¿Las tiene? —le preguntó el
coroner
Hugel a Louis Riviere, jefe del departamento fotográfico ubicado en el sótano de la jefatura de policía.

—Estoy dándoles el fijador —dijo en voz alta Riviere, de pie ante una cubeta de revelado del cuarto oscuro.

—Pero si te dejé las placas a las siete de la mañana… —protestó Hugel—. Seguro que están listas.

—Tranquilo, por favor —dijo Riviere, encendiendo una luz—. Entra. Puedes miradas.

Hugel entró en el cuarto oscuro y examinó con detenimiento y gran nerviosismo las fotografías. Fue pasándolas rápidamente, una por una, apartando las que no le interesaban. Al final se detuvo, y se quedó mirando un primer plano del cuello de la joven, en el que podía verse una pequeña y acusada marca circular.

—¿Qué es esto, esta marca en la garganta de la chica? —preguntó.

—Una magulladura, ¿no? —dijo Riviere.

—Ninguna magulladura puede ser un círculo tan perfecto —respondió el
coroner
, quitándose las gafas y llevándose la fotografía a unos centímetros de los ojos. La fotografía mostraba un pequeño redondel granulado y oscuro en el cuello casi blanco de la víctima.

—Louis, ¿dónde tienes la lupa?

Riviere sacó un objeto que parecía un vasito invertido. El
coroner
se lo quitó de las manos, lo colocó sobre la fotografía del círculo oscuro, y miró a través de él.

—¡Lo tengo! —gritó Hugel—. ¡Lo tengo!

Del exterior del cuarto oscuro les llegó la voz del detective Littlemore.

—¿A qué refiere, señor Hugel?

—Littlemore —dijo el
coroner—
, está usted aquí. Excelente.

—Me pidió que viniera, señor Hugel.

—Sí, y ahora verá por qué —dijo el
coroner
, haciéndole un gesto para que mirara a través de la lupa de Riviere.

El detective hizo lo que le pedía. Las líneas granuladas del interior del círculo negro, aumentadas, daban lugar a unas formas mucho más definidas.

—Diga —dijo Littlemore—. ¿No son letras?

—Sí, lo son —replicó el
coroner
, triunfante—. Dos letras.

—Pero son algo extrañas, ¿no? —comentó el detective—. No están bien. La segunda podría ser una J. La primera…, no sé.

—No están bien porque están al revés, señor Littlemore —dijo el
coroner—
. Louis, explícale al detective por qué están al revés.

Riviere miró las letras a través de la lupa.

—Sí, las veo; son dos letras, entrelazadas. Si están en sentido invertido, la de la derecha, que el señor Littlemore dice que es una J, no es una J sino una G.

—Exacto —dijo el
coroner—
. Y la de la derecha en realidad es la de la izquierda, y viceversa.

—Pero ¿por qué —preguntó Riviere— están escritas al revés?

—Porque es la señal que dejó en el cuello de la joven el alfiler de corbata del asesino. —Hugel hizo una pausa para dar dramatismo a sus revelaciones—. Recuerden que el asesino utilizó una corbata de seda para estrangular a la señorita Riverford. Fue lo suficientemente inteligente como para no dejar la corbata, pero cometió un error. La corbata, al cometerse el crimen, llevaba prendido el alfiler, un alfiler con las iniciales en relieve del asesino. Dio la casualidad que el alfiler estuvo en contacto con la suave y sensible piel de la garganta de la joven. A causa de la fuerte prolongada presión sobre el cuello de la víctima, las iniciales dejaron en él una marca similar a la que dejaría en un dedo cualquier muesca en la cara interior de un anillo muy prieto. Esta marca, caballeros, nos brinda las iniciales del nombre del asesino con tanta claridad como si nos hubiera dejado una tarjeta de visita, sólo que vistas como en un espejo. La letra de la derecha es una G al revés, porque la G es la primera letra del nombre del hombre que mató a Elizabeth Riverford. La de la izquierda es una B al revés, porque ese hombre es George Banwell. Ahora ya sabemos por qué tuvo que robar su cuerpo del depósito de cadáveres. Vio la marca del alfiler con las iniciales y supo que tarde o temprano yo acabaría descifrándolas. Lo que no supo prever fue que el robo del cuerpo no serviría para nada, ¡porque aquí están estas fotografías!

—Señor Hugel… —dijo el detective Littlemore.

El
coroner
dejó escapar un suspiro.

—¿Tengo que explicarlo otra vez, detective?

—Banwell no lo hizo, señor Hugel —dijo Littlemore—. Tiene una coartada.

—Imposible —dijo Hugel—. Su apartamento está en la misma planta del mismísimo edificio. El asesinato tuvo lugar entre la medianoche y las dos de la madrugada del domingo. Banwell pudo volver de cualquier compromiso que hubiera tenido antes de esa hora.

—Tiene una coartada —repitió Littlemore—. ¡Y menuda coartada…! Estuvo con el alcalde McClellan toda la noche del domingo, y no se despidieron hasta la mañana del lunes. Y estuvieron fuera de la ciudad.

—¿Qué? —dijo el
coroner
.

—Y hay otro fallo en su teoría —intervino Riviere—. Usted no está tan familiarizado con las fotografías como yo. ¿Éstas las sacó usted mismo?

—Sí —respondió el
coroner
, frunciendo el ceño—. ¿Por qué?

—Son ferrotipos. Técnica ya obsoleta. Tiene suerte de que aún me quedara algo de sulfato de hierro. La imagen que aquí vemos difiere de la realidad. La izquierda es la derecha, y la derecha es la izquierda.

Other books

Hair, Greg - Werewolf 01 by Werewolf (v5.0)
FALSE FRONT by Ry Eph
Back in the Hood by Treasure Hernandez
Whisper of Scandal by Nicola Cornick
Code Red Lipstick by Sarah Sky
The Girl I Used to Be by April Henry