Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
— Buen trabajo, detective —le dijo el alcalde McClellan a Littlemore en el salón de los Acton—. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos jamás lo habría creído.
La señora Biggs estaba vendando la herida del cráneo del señor Banwell; al detenido lo retenían dos pares de esposas: unas le sujetaban las muñecas a la espalda, las otras lo ataban al pasamanos. El señor Acton se había servido una bebida larga.
—¿Podría decimos qué está pasando, señor McClellan? —preguntó.
—Me temo que tampoco yo lo sé a ciencia cierta —respondió el alcalde—. Sigo sin entender cómo se las pudo arreglar George para asesinar a la señorita Riverford…
Llamaron a la puerta. La señora Biggs miró a sus señores, que a su vez miraron al alcalde. Littlemore dijo que abriría él la puerta. Instantes después, todos vieron entrar en la sala al
coroner
Charles Hugel, férreamente sujeto por el agente John Reardon.
—Lo pillé, detective —dijo Reardon—. Tenía las maletas hechas, como usted dijo.
El teléfono sonó en mi habitación del hotel, y me despertó. No recordaba haberme dormido; apenas recordaba haber vuelto a mi habitación. Me llamaban de Recepción.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Casi medianoche, señor.
—¿De qué día?
La neblina de mi mente no se disipaba.
—Aún es viernes, señor. Disculpe, doctor Younger, pero nos pidió que le informáramos si la señorita Acton tenía alguna visita.
—¿Y?
—Una tal señora Banwell sube ahora mismo hacia su cuarto.
—¿La señora Banwell? —dije—. Muy bien. No permita que suba a verla nadie más sin avisarme antes.
Nora y yo habíamos vuelto en tren desde Tarry Town. En el viaje apenas hablamos. Cuando llegamos a la estación Grand Central, Nora me rogó que la llevara al Hotel Manhattan, porque quería comprobar si la habitación seguía registrada a su nombre. En tal caso, ¿no podría seguir en el hotel hasta el domingo, en que ya no habría de temer que sus padres la internasen en algún centro psiquiátrico en contra de su voluntad?
En contra de mi buen juicio, acepté llevarla al hotel. Le advertí, sin embargo, de que a la mañana siguiente, pasara lo que pasara, daría cuenta a su padre de su paradero. Estaba seguro, y así se lo hice saber, de que ya se le ocurriría alguna historia que contar a sus padres capaz de mantenerlos a raya otras veinticuatro horas. Resultó que tenía razón en lo de su habitación: se suponía que seguía en ella. El empleado de recepción le entregó la llave, y Nora desapareció en el ascensor.
No me pareció sensata aquella visita de medianoche de la señora Banwell a Nora: podía haberla seguido su marido. Debía de haberle telefoneado la propia Nora. Pero si Nora podía engañarme a mí tan a conciencia como lo había hecho, Clara podría seguramente engañar a su marido acerca de su salida nocturna.
Los comentarios de Freud sobre lo que sentía Nora por Clara volvieron a mi cabeza. Freud seguía pensando, claro está, que Nora albergaba deseos incestuosos. Yo ya no lo pensaba. De hecho, y dada mi interpretación de
Ser o no ser
, osaba pensar que había puesto el complejo de Edipo donde le correspondía. Freud tenía razón en todo lo que había descubierto: sí, había puesto el espejo frente a la naturaleza, pero lo que había visto en él era una imagen especular de la realidad.
Era el padre, no el hijo. Sí, cuando un niño pequeño entra en escena con su madre y su padre, uno de los actores de ese trío tiende a sentir unos celos profundos…, el padre. Puede llegar a sentir que el pequeño se inmiscuye en la relación especial y exclusiva que él, el padre, tiene con la madre. Incluso puede casi desear librarse de ese intruso que mama y lloriquea, de quien la madre proclama las excelencias. Incluso puede llegar a desear que se muera.
El complejo de Edipo es real, pero el sujeto de todos sus predicados es el padre o la madre, no el niño. Y no hace más que empeorar a medida que el niño crece. Una chiquilla pronto hará que su madre tenga que enfrentarse a un ser cuya juventud y belleza la madre no puede evitar mirar con malos ojos. Un chiquillo ha de llegar a superar a su padre, quien a medida que el hijo crece no puede sino sentir que la rueda de las generaciones acabará por desplazarlo.
Pero ¿qué madre o qué padre reconocerá tal deseo de matar a su propia progenie? ¿Qué padre admitiría sentir celos de su hijo? Por consiguiente, el complejo de Edipo
ha de proyectarse sobre el hijo
.Una voz le dice al oído al padre de Edipo que no es él, el padre, quien siente deseos secretos de muerte en contra del hijo, sino éste, Edipo, quien codicia carnalmente a la madre y planea matar al padre. Cuanto más intensos sean los celos en los padres, más destructivos serán éstos con sus hijos, y en caso de acontecer tal cosa bien podrían conseguir que sus hijos se volvieran contra ellos, dando lugar a la situación con la que tanto temían enfrentarse. Ésa es la enseñanza que extraemos de
Edipo
. Freud malinterpretó
Edipo
: el secreto de los deseos edípicos reside en el corazón del progenitor, no en el del niño.
Lo malo de ello era que tal descubrimiento, si así podía llamársele, ahora me parecía muy trasnochado, muy carente de provecho. ¿Qué había de bueno en él? ¿Qué nos reportaba de bueno el hecho de pensar?
— Esto es un ultraje —dijo el
coroner
Hugel, con lo que parecía una indignación a duras penas controlable—. Exijo una explicación.
George Banwell gruñía de dolor mientras la señora Biggs le ponía un esparadrapo en la cabeza. La sangre se le había secado en el pelo, ya no le caía por las mejillas. —¿Qué significa esto, Littlemore? —preguntó el alcalde.
—¿Quiere decírselo usted, señor Hugel? —fue la respuesta del detective.
—¿Decirme qué? —dijo McClellan.
—Suélteme —le dijo el
coroner
a Reardon.
—Suéltele, agente —le ordenó el alcalde.
Reardon obedeció al instante.
—¿Es otra de sus bromas, Littlemore? —preguntó Hugel, enderezándose el traje—. No haga caso a nada de lo que diga, señor McClellan. Es un hombre que ayer fingió estar muerto sobre mi mesa de las autopsias.
—¿Es cierto eso, Littlemore? —le preguntó el alcalde al interesado.
—Sí, señor.
—¿Lo ve? —le dijo Hugel a McClellan, alzando el tono de voz—. Ya no pertenezco al Funcionariado municipal. Mi dimisión se ha hecho efectiva a las cinco de la tarde de hoy; está encima de su escritorio, señor McClellan, aunque no hay duda de que no la ha leído. Me voy a casa. Buenas noches.
—No deje que se vaya, señor alcalde —dijo Littlemore.
El
coroner
no le hizo el menor caso. Se puso el sombrero y echó a andar a grandes pasos hacia la puerta.
—No deje que se vaya, señor —repitió Littlemore.
—Señor Hugel, quédese donde está, por favor —le ordenó el alcalde McClellan—. El detective Littlemore acaba de mostrarme esta noche algo que nunca hubiera creído posible. Así que quiero oír lo que tiene que decirme.
—Gracias, señor —dijo Littlemore—. Será mejor que empiece por la fotografía. La sacó el
coroner
Hugel, señor. Es una fotografía de la señorita Riverford con las iniciales del señor Banwell marcadas en el cuello.
Banwell se movió en su sitio; seguía al pie de las escaleras.
—¿De qué está hablando? —preguntó.
—¿Sus iniciales? ¿A qué se refiere? —preguntó McClellan.
—Tengo una copia aquí, señor —dijo Littlemore. Le tendió la fotografía al alcalde—. Es un poco complicado, señor. Verá, el señor Hugel dijo que el cuerpo de la señorita Riverford lo habían robado de la morgue porque en él había una pista.
—Sí, recuerdo que me lo comentó usted, Hugel —dijo el alcalde.
El
coroner
siguió callado, mirando con recelo a Littlemore.
—Luego Riviere reveló las placas del señor Hugel —prosiguió el detective—, y, en efecto, comprobamos que en esa foto del cuello de la señorita Riverford hay unas marcas. Riviere y yo no caímos en ello, pero el señor Hugel sí, y nos lo explicó. El asesino estranguló a la señorita Riverford con una de sus corbatas, y ésta llevaba prendido un alfiler, y en el alfiler había un monograma. Así que mire usted la fotografía, señor: muestra las iniciales del asesino en el cuello de la víctima. Eso es lo que nos explicó el señor Hugel, ¿no es cierto?
—Asombroso —dijo el alcalde, que miró con detenimiento la fotografía, sosteniéndola en el aire, muy cerca de los ojos—. Dios, sí, lo veo:
GB
.
—Sí, señor. Y también tengo uno de los alfileres de corbata del señor Banwell, y, como comprobará usted, los monogramas son muy parecidos. —Littlemore se sacó del bolsillo del pantalón el alfiler de corbata de Banwell y se lo tendió a McClellan.
—Es verdad —dijo el alcalde—. Son idénticos.
—Tonterías —dijo Banwell—. Me están tendiendo una trampa.
—Santo Dios, Hugel —dijo el alcalde, haciendo caso omiso de Banwell—, ¿por qué no me dijo esto? Tenía usted una prueba contundente contra él.
—Pero yo no…, no puedo… Déjeme ver esa fotografía —dijo Hugel.
El alcalde le tendió la fotografía al
coroner
.
Hugel se puso a examinarla, y mientras lo hacía sacudía la cabeza.
—Pero mi fotografía…
—El señor Hugel no ha visto nunca esa fotografía, señor —dijo Littlemore.
—No comprendo —dijo el alcalde.
—En la fotografía del señor Hugel, en la fotografía original, señor…, las iniciales marcadas en el cuello de la joven no eran
GB
. Eran
GB
al revés, su imagen en un espejo.
—Bueno, sí, claro —convino el alcalde—. Las iniciales deberían haber quedado al revés, ¿no es eso? El monograma tendría que haber dejado una marca inversa, como el sello que se estampa en un sobre.
—Ahí está el quid de la cuestión —dijo Littlemore—. Lo ha entendido a la perfección, señor: el alfiler habría dejado una imagen al revés, de forma que las iniciales
GB
al revés de la fotografía del señor Hugel hacían pensar que el señor Banwell era el asesino. Y eso es exactamente lo que nos dijo el señor Hugel. El único problema es que la fotografía del señor Hugel era ya una imagen al revés. Riviere me lo aclaró. y de eso es de lo que no se dio cuenta el señor Hugel. Su fotografía mostraba una
GB
ya del revés…, ¿me sigue?, pero esa fotografía era ya una imagen al revés del cuello de la joven. Lo cual significa que la marca dejada en su cuello era una
GB
de verdad, y eso nos dice que el monograma del asesino
no era
una
GB
real sino una
GB
al revés.
—Repítamelo —dijo McClellan.
Littlemore repitió la explicación. De hecho, la repitió varias veces, hasta que el alcalde acabó por entenderla. También explicó que le había pedido a Riviere que le hiciera una imagen inversa de la fotografía de Hugel, invirtiendo de nuevo la
GB
para que se nos mostrara «de cara» y pudiéramos comparar ambas iniciales con el monograma real de George Banwell. Y ésa era la fotografía que acababa de enseñarle al alcalde.
—Pero sigue sin tener sentido —dijo el alcalde, irritado—. No tiene ningún sentido. ¿Cómo es posible que el monograma de la fotografía original de Hugel sea el revés exacto del monograma de George Banwell?
—Sólo de una forma, señor —dijo Littlemore—. Alguien hizo el dibujo.
—¿Qué?
—Alguien lo dibujó. Alguien lo grabó directamente en la placa seca antes de que Riviere la revelara. Alguien que tenía acceso tanto al alfiler del señor Banwell como a las placas secas del señor Hugel. Alguien que quería hacer que pensáramos que el señor Banwell asesinó a Elizabeth Riverford. Y quienquiera que sea ese alguien debió de trabajar a conciencia. Lo hizo casi todo bien, pero cometió un error: hizo que la fotografía mostrara una imagen de espejo cuando no debería haberlo hecho. Sabía que la marca en el cuello de la señorita Riverford tenía que ser la imagen especular del monograma, y pensó que la fotografía tenía que mostrar esa misma imagen, pero lo que pasó por alto es que un ferrotipo, una placa, ya es una imagen de espejo. Y ése fue su gran error. Cuando nos mostró una
GB
invertida en la fotografía, nos descubrió su juego.
Hugel saltó:
—Ni yo mismo puedo seguir lo que este chiflado está diciendo. Tenemos una fotografía nítida del cuello de la joven. Y en ella vemos
GB
… No un negativo, ni un doble negativo, ni un triple negativo, ni ninguna de las tonterías que Littlemore nos está diciendo. Sólo una simple
GB
. Que prueba que Banwell es el asesino.
Se hizo un breve silencio. Y al cabo habló el alcalde:
—Detective —dijo—, creo que he seguido su razonamiento. Pero debo decir que las cosas han dado tantas vueltas tantas veces que me pierdo y no logro saber quién tiene razón en este asunto. ¿Lo que nos acaba de exponer es lo único que tiene para argüir que el señor Hugel ha alterado las pruebas? ¿Cabe en lo posible que el señor Hugel tenga razón? ¿Que la fotografía que usted nos muestra pruebe que George Banwell asesinó a la joven?
Littlemore frunció el ceño.
—Veamos —dijo—. Creo que hay un montón de pruebas en contra del señor Banwell, ¿no le parece? Señor alcalde, ¿me permite hacerle un par de preguntas al señor Banwell?
—Adelante —le respondió McClellan.
—Señor Banwell, ¿me oye bien, señor?
—¿Qué quiere? —gruñó Banwell a modo de respuesta.
—¿Sabe?, señor Banwell, ahora que lo pienso estoy bastante seguro de que podemos juzgarle y condenarle por el asesinato de Elizabeth Riverford. He encontrado un pasadizo secreto que une su apartamento con el de ella.
—Mejor para usted —le replicó Banwell.
—En el apartamento de la señorita Riverford hay rastros de una arcilla que coincide con la que hay en su obra del muelle.
—¿Yeso qué prueba?
—Y hemos encontrado el baúl con las cosas de la señorita Riverford… El baúl que usted hundió en el East River, debajo del Puente de Manhattan.
—¡Imposible! —gritó Banwell.
—Lo recuperamos anoche, señor Banwell. Justo antes de que usted anegara el cajón.
—¿Estuvo usted en el cajón del Puente de Manhattan anoche, Littlemore? —preguntó el alcalde.
—Sí, señor —dijo Littlemore, en tono sumiso—. Lo siento, señor McClellan.
—No importa —dijo el alcalde—. Continúe.