La interpretación del asesinato (31 page)

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Authors: Jed Rubenfeld

Tags: #Novela, Policíaca, Histórica

BOOK: La interpretación del asesinato
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—Vaya, mi segundo nombre de pila es Maria —dijo una sorprendida señora Hyslop—. Y él siempre me ha llamado Marie.

Ante tal reconocimiento, Jelliffe dejó escapar un pequeño grito de admiración, y Freud recibió una salva de aplausos.

—Esta mañana me he despertado con catarro —terció una matrona que se sentaba enfrente de Ferenczi—. Y es el final del verano. ¿Querrá eso decir algo, doctor Freud?

—¿Un catarro, señora? —Freud se paró a reflexionar—. Me temo que a veces un catarro sólo es un catarro.

—Pero ¿las mujeres son realmente tan misteriosas? —preguntó Clara Banwell, retomando lo anterior—. Yo creo que está usted siendo muy indulgente con las personas de mi sexo. Lo que las mujeres quieren es lo más sencillo del mundo. —Se volvió hacia el hombre de pelo oscuro, joven y extremadamente guapo, que tenía a su derecha; la pajarita blanca le quedaba algo torcida, y aún no había dicho esta boca es mía—. ¿Y usted qué piensa, doctor Younger? ¿Puede decimos qué es lo que quiere una mujer?

A Younger le estaba costando hacerse una idea de cómo era Clara Banwell. Para empezar, se le hacía difícil separar la idea de la señora Banwell y de George Banwell, a quien Younger seguía considerando el asesino pese a la exculpación del alcalde. Younger tampoco podía quitarse de la cabeza la descripción de Nora Acton de la adorable espalda de Clara Banwell, y el suave movimiento ondulante de su cabeza a la luz de la luna, mientras se echaba el pelo hacia atrás, sobre los hombros.

Younger creía que Nora era la joven más adorable que había visto en su vida. Pero Clara Banwell era casi tan adorable como ella, si no más. El deseo, en un hombre, dice Hegel, siempre empieza por un deseo del deseo del otro. Era imposible que un hombre mirara a Clara Banwell sin desear que ella lo distinguiera de los demás, que le otorgara su favor, que deseara algo de él. Jelliffe, por ejemplo, se habría hecho el haraquiri si Clara hubiera tenido a bien hacerle el honor de pedírselo. Camino del comedor, cuando la mano de Clara descansaba sobre su brazo, Younger había sentido el contacto en todo el cuerpo. Pero también había algo en ella que a él le incitaba a distanciarse. Quizá era que había conocido ya a Harcourt Acton. Younger no se consideraba un puritano, pero la idea de Clara Banwell satisfaciendo a un hombre que parecía tan débil no era lo que se dice edificante.

—Estoy seguro, señora Banwell —respondió él—, que si fuera usted quien nos instruyera sobre el tema de la mujer, sería mucho más interesante que si intentara hacerlo yo.


Podría
decirle, supongo, lo que sienten realmente las mujeres en relación con los hombres —dijo Clara, incitante—. Al menos con los hombres que les importan. ¿Le interesaría eso? —Una oleada de asentimiento se alzó entre los comensales, sobre todo entre los comensales varones—. Pero no lo haré, a menos que ustedes los hombres me prometan decir lo que sienten de verdad en relación con las mujeres. —El trato fue rápidamente cerrado por aclamación unánime, aunque Younger no abrió la boca, ni tampoco Charles Dana, que estaba sentado al otro extremo de la mesa.

—Bien, dado que me fuerzan a hacerlo, caballeros —dijo Clara—, les confesaré un secreto. Las mujeres son inferiores a los hombres. Sé que es retrógrado por mi parte afirmar esto, pero negarlo es absurdo. Todas las riquezas de la humanidad, materiales y espirituales, son creaciones de hombres. Nuestras altísimas ciudades, nuestra ciencia, nuestro arte, nuestra música…, todo ha sido construido, descubierto, pintado y compuesto por ustedes los varones. Las mujeres lo sabemos. No podemos evitar que nos superen hombres más fuertes, y no podemos evitar sentir resentimiento hacia ellos. El amor de una mujer por un hombre es mitad pasión, mitad odio. Cuanto más ama a ese hombre, más le odia. Si un hombre merece la pena, habrá de ser superior a la mujer; y si es superior a ella, habrá una parte de ella que lo odiará. Sólo en belleza superamos a los varones, y por tanto no es extraño que las mujeres veneremos la belleza por encima de todas las cosas. Por eso —concluyó—, el mayor de los riesgos que puede correr una mujer es verse en presencia de un hombre bello.

Sus oyentes estaban como hipnotizados, reacción que a Clara Banwell no le resultaba en absoluto inusitada. Younger sintió que le había lanzado una mirada fugacísima al término de su parlamento —y él no fue el único hombre presente que tuvo esa impresión—, pero se dijo a sí mismo que no habían sido más que imaginaciones. También se le ocurrió a Younger que la señora Banwell tal vez acababa de explicar el conflicto de extremos emocionales que su propia madre había experimentado en relación con su padre. El padre de Younger se quitó la vida en 1904; su madre no volvió a casarse. Younger se preguntaba si su madre habría amado y odiado siempre a su padre como lo había descrito Clara Banwell.

—La envidia es ciertamente la fuerza predominante en la vida mental de las mujeres, señora Banwell —dijo Freud—, por eso tienen tan poco sentido de la justicia.

—¿Los hombres no son envidiosos? —preguntó Clara.

—Los hombres son ambiciosos —respondió Freud—. Su envidia procede principalmente de esa fuente. La envidia de una mujer, por el contrario, siempre es erótica. La diferencia puede verse en los sueños diurnos. Todos tenemos sueños de vigilia, por supuesto. Los hombres, sin embargo, los tienen de dos clases: eróticos y ambiciosos. Los sueños que las mujeres sueñan despiertas son exclusivamente eróticos.

—Estoy segura de que los míos no lo son —replicó la oronda mujer del catarro.

—Creo que el doctor Freud tiene razón —dijo Clara Banwell— en todo lo que dice, y sobre todo en lo de la ambición de los hombres. Mi marido George, por ejemplo. Es el hombre perfecto. No es en absoluto bello. Pero es apuesto, veinte años mayor que yo, triunfador, fuerte, resuelto, indomable. Lo amo por todas esas cosas. Él, además, no tiene la menor idea de que yo existo en cuanto me pierde de vista: así es de ambicioso. Y, por eso, lo odio. La naturaleza necesita que lo odie. La consecuencia feliz, sin embargo, es que soy libre para hacer lo que me viene en gana; por ejemplo, estar aquí esta noche en una de las deliciosas cenas de Smith Jelliffe, y George jamás sabrá que me he ausentado del apartamento.

—Clara —dijo Jelliffe—. Estoy dolido. Jamás me ha dicho que tuviera tanta libertad.

—He dicho que soy libre para hacer lo que
me
viene en gana, Smith —respondió Clara—, no lo que le viene en gana
a usted
. —De nuevo se oyó una carcajada general—. Bien yo ya he confesado. ¿Qué dicen los caballeros? ¿No desprecian secretamente las ataduras de la fidelidad marital? No, Smith, por favor. Ya sé lo que piensa. Querría una opinión más objetiva. Doctor Freud, ¿es el matrimonio algo bueno?

—¿Para el individuo o para la sociedad? —respondió Freud—. Para la sociedad, el matrimonio es sin duda beneficioso. Pero las cargas de la moral civilizada son demasiado pesadas para muchos. ¿Cuántos años lleva casada, señora Banwell?

—Me casé con George a los diecinueve años —respondió Clara, y el pensamiento de una Clara Banwell de diecinueve años la noche de bodas ocupó la mente de varios de los presentes, no sólo varones—. Por lo tanto llevo casada siete años.

—Es ese caso sabrá lo suficiente —prosiguió Freud— para no sorprenderse por lo que digo; y si no por experiencia propia, lo sabrá por sus amigas. El coito satisfactorio no dura mucho en la mayoría de los matrimonios. Al cabo de cuatro o cinco años, el matrimonio tiende a fallar completamente en este punto, y ello es el augurio también del fin de la comunión espiritual entre los cónyuges. El matrimonio, por tanto, en la mayoría de los casos, acaba con un gran desencanto, tanto espiritual como físico. El hombre y la mujer retroceden, psicológicamente hablando, a su estado premarital, aunque con una diferencia. Ahora son más pobres. Más pobres en lo humano, porque han perdido una ilusión.

Clara Banwell miraba intensamente a Freud. Se había quedado sin habla durante un instante.

—¿Qué está diciendo? —preguntó en voz muy alta el profesor Hyslop, tratando de acercar la trompetilla a Freud.

—¿Sabe, doctor Freud? Aparte de los trucos de salón, es la atención crucial que presta a las enfermedades de la frustración sexual lo que me sorprende. Nuestro problema, seguramente, no estriba en que pongamos demasiado freno a la permisividad sexual, sino en que ponemos demasiado poco.

—Oh —dijo Freud.

—En el mundo hay hoy día mil millones de personas. Mil millones. Y el número crece en progresión geométrica. ¿Cómo van a vivir esos seres, doctor Freud? ¿Qué van a comer? Cada año llegan millones a nuestras costas: los más pobres, los menos inteligentes, los más proclives al crimen. Nuestra ciudad se halla cercana a la anarquía por culpa de ellos. Nuestras cárceles están atestadas. Se reproducen como moscas. Y nos roban. Y no los culpo: si un hombre no puede dar de comer a sus hijos, debe robar. Pero a usted, doctor Freud, si no le entiendo mal, sólo parecen preocuparle los males de la represión sexual. En mi opinión, a un hombre de ciencia deberían preocuparle más los peligros de la emancipación sexual.

—¿Qué propones tú, Charles? ¿El fin de la emigración? —preguntó Jelliffe.

—La esterilización —replicó Dana con optimismo, dándose unos golpecitos en los labios con la servilleta—. El más mísero granjero sabe que no debe dejar que su peor ganado críe. Los hombres ya no procrean como los animales. Si al ganado se le permitiera criar libremente, tendríamos una carne pésima. Todo aquel que emigre a este país sin medios, debería ser esterilizado.

—No contra su voluntad, Charles, me imagino… —apuntó la señora Hyslop.

—Nadie les obliga a venir, Alva —replicó él—. Nadie les obliga a quedarse. ¿Cómo podría considerarse contra su voluntad, entonces? Si se quieren reproducir, que se vayan. Lo que es contra nuestra voluntad es cargar con el coste de su prole inadaptada, que acaba robando o mendigando. Hago una excepción, por supuesto, con aquellos que pasen un test de inteligencia. Una sopa exquisita, Jelliffe, de genuina tortuga, ¿no es cierto? Oh, sí, lo sé, me dirán ustedes que soy cruel y despiadado. Pero sólo les estoy quitando la fertilidad. El doctor Freud les quitaría algo mucho más importante.

—¿Qué? —preguntó Clara.

—La moral —respondió Dana—. ¿Qué tipo de mundo sería, doctor Freud, si sus teorías se extendieran por todas partes? Casi puedo imaginarlo. Las clases bajas harán escarnio de la «moral civilizada». La gratificación se convertirá en su dios. Todos harán causa común para rechazar la disciplina y el sacrificio, sin los cuales la vida carece de dignidad. La chusma se amotinaría. ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Y qué querrá esta chusma cuando las normas de la civilización sean abolidas? ¿Usted cree que sólo van a querer sexo? Querrán normas nuevas. Querrán obedecer a algún loco nuevo. Querrán sangre; la suya, probablemente, doctor Freud, si es que la historia nos sirve de alguna guía. Querrán probar que son superiores, como las clases bajas pretenden hacer siempre. Y para probarlo matarán. Veo orgías de sangre; orgías de sangre a una escala jamás vista antes. Barrerá usted la moral civilizada, que es lo único que mantiene a raya la brutalidad humana. ¿Y qué ofrece usted a cambio, doctor Freud? ¿Qué pondrá usted en su lugar?

—Sólo la verdad —dijo Freud.

—¿La verdad de Edipo? —dijo Dana.

—Entre otras —dijo Freud.

—Sí, esa verdad que le hizo tanto bien —dijo Dana.

Una vela ardía vacilante junto a la cabecera de Nora Acton. La farola de Gramercy Park lucía pálidamente al otro lado de las cortinas. Su luz era insuficiente para iluminar la silueta del hombre cuya presencia en la habitación percibió, más que vio, Nora. Quiso gritar, pero su mente no controlaba ya su cuerpo. De alguna manera se había liberado y se despegaba de la cama. Parecía flotar y ascender hacia el techo, dejando su cuerpo menudo, envuelto en el camisón, abajo.

Ahora vio con nitidez a su agresor, pero desde arriba. Mirando hacia abajo, hacia sí misma, vio cómo el hombre le quitaba el pañuelo de la cara. Vio cómo le daba unos toques en la boca dormida, entreabierta, con un lápiz de labios rojo. ¿Por qué le pintaba los labios? Le gustó cómo le quedaban; siempre se lo había preguntado. ¿Qué haría el hombre a continuación? Desde lo alto, Nora observó cómo el hombre encendía un cigarrillo en la llama de la vela de la cabecera de su cama, y ponía una rodilla sobre su cuerpo supino, y apagaba el cigarrillo encendido directamente en su piel, allí abajo, a apenas dos centímetros de su parte más íntima.

Su cuerpo se resistió contra la rodilla que la mantenía sujeta contra el lecho. Lo veía todo desde arriba: se vio resistiéndose a la presión de la rodilla. Parecía que le dolía. Pero no le dolía, ¿no es cierto? Contemplándolo todo desde lo alto, no sentía nada: nada en absoluto. Y si, mientras se contemplaba, no sentía dolor, entonces es que no había dolor alguno, porque allí no había nadie más que ella que pudiera sentirlo, ¿no es cierto?

Cuarta parte
XVI

Tendré que actuar como si no la amara, como si no sintiera nada por ella. Eso me decía a mí mismo mientras me afeitaba el jueves por la mañana. A las diez y media debía llamar a la puerta de los Acton para seguir con el psicoanálisis de Nora. Sabía que podía poseerla. Pero sería una explotación, una manipulación; sería aprovecharme de su vulnerabilidad terapéutica, y una violación del juramento hipocrático que hice al convertirme en médico.

Es imposible describir las ideas que me vienen a la mente cuando imagino a esta mujer, y la imagino casi a cada instante de vigilia. Bien, no es imposible, pero tampoco aconsejable. Lo que literalmente no puedo describir es el vacío que siento en los pulmones cuando no estoy en su presencia. Es como si muriera de deseo de ella.

Ser o no ser, he ahí la cuestión:

¿qué es más noble para el espíritu,

padecer los sinsabores de la cruel fortuna

o alzarse en armas contra un mar de adversidades,

y, al combatirlas, darles término? Morir…

En otras palabras,
ser
no es sino
sufrir
el propio destino, no hacer nada y así vivir, mientras que
no ser
es actuar,
alzarse en armas
y
morir
… Porque actuar significa morir, Hamlet dice que sabe por qué no ha actuado: el miedo a la muerte, concluye el soliloquio, o
a algo de después de la muerte
, le ha hecho un cobarde y ha
confundido
su voluntad.

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