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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (34 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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David pareció recuperar rápidamente su compostura. Se apartó de la mesa con su silla y se dirigió a la puerta trasera, diciendo casi como para sí mismo:

—Sacaré el jeep del cobertizo. —Luego descolgó su pasamontañas de una percha, se lo puso en la cabeza, abrió la puerta y salió.

En los pocos instantes que la puerta quedó abierta, la tormenta se hizo sentir en la pequeña cocina dejando el suelo mojado. Cuando se cerró, Lucy se estremeció y comenzó a secar el agua de las baldosas.

Faber estiró el brazo para tocar el de ella.

—No —dijo ella señalando con la cabeza hacia Jo. —Te estás comportando tontamente —le dijo Faber.

—Creo que lo sabe —comentó ella.

—Pero si lo piensas un momento, no te importa mucho que lo sepa o no, ¿verdad?

—Se supone que debe importarme.

Faber se encogió de hombros. La bocina del jeep sonaba con insistencia. Lucy le entregó un sombrero para la lluvia y un par de botas.

—No me nombres para nada —le recomendó ella. Faber se puso las ropas impermeabilizadas y se dirigió a la puerta del frente. Lucy le acompañó, cerrando la puerta de la cocina para que no viniera Jo.

Con la mano en el picaporte, Faber se volvió y la besó, y ella hizo lo que quería, que fue devolverle el beso, con fuerza. Luego se dirigió a la cocina.

Faber corrió bajo la lluvia, a través del barro, y saltó al jeep junto a David, quien arrancó inmediatamente.

El vehículo había sido especialmente adaptado para que lo condujera un hombre sin piernas, tenía un acelerador de mano, cambios automáticos y una palanca al borde del volante para permitir la conducción con una sola mano. La silla de ruedas, plegada, iba en un compartimiento especial detrás del asiento del conductor. Había una escopeta enfundada sobre la saliente del parabrisas.

David conducía muy bien. Tenía razón acerca del camino, que no era más que un pastizal aplastado por las ruedas del jeep. La lluvia se acumulaba en grandes charcos. El coche patinaba en el barro. David parecía divertirse con ello. Llevaba un cigarrillo entre los labios y desplegaba un incongruente aire bravucón. Quizá Faber pensó que aquello fuera para él un sucedáneo del vuelo.

—¿A qué se dedica cuando no pesca? —le preguntó con el cigarrillo siempre en la boca.

—Soy empleado —respondió Faber.

—¿En qué tipo de trabajo?

—Finanzas. Soy simplemente una tuerca del engranaje.

—¿En la administración?

—Fundamentalmente.

—¿Es interesante el trabajo? —insistió.

—Regular —Faber reunió fuerzas para inventar una historia—. Sé bastante sobre cuánto debería costar tal o cual pieza de una máquina, y empleo la mayor parte de mi tiempo asegurándome de que el que paga los impuestos no se vea sobrecargado.

—¿Algún tipo particular de maquinaria?

—Todo, desde clips sujetapapeles hasta motores de avión. —Ah, bueno. Todos contribuimos de una u otra manera a lo que exige la guerra.

Naturalmente, lo dicho tenía su segunda intención, y David no tenía evidentemente idea de por qué Faber no se sentía aludido.

—Soy demasiado mayor para participar de la lucha —dijo Faber suavemente.

—¿Estuvo en la primera?

—No. Era demasiado pequeño.

—Vaya una suerte, ¿eh?

—Efectivamente.

La huella iba bien pegada al borde del acantilado, pero David no disminuía la velocidad. A Faber se le cruzó la idea de que podía querer que se mataran los dos. Se agarró de una manija.

—¿Voy demasiado rápido para usted? —preguntó David.

—Parece conocer muy bien el camino.

—Tenía cara de asustado.

Faber pasó por alto esa observación y David disminuyó un poco la velocidad, aparentemente satisfecho de haber hecho un tanto a su favor.

La isla era bastante chata y desnuda, según observó Faber. Existían desniveles de terreno, pero aún no habían visto montañas. La vegetación estaba fundamentalmente constituida por pasto, con algunos helechos y arbustos, pero pocos árboles. Había poca protección frente a la intemperie. «Las ovejas de Dvid Rose tenían que ser muy resistentes» —pensó Faber

—¿Está usted casado? — preguntó de pronto David.

—No.

—Es un hombre sabio.

—Oh, no estoy tan seguro.

—Apostaría a que usted lo pasa bien, solo, en Londres. Y ni que hablar…. — a Faber siempre le había disgustado la subestima y desprecio con que algunos hombres hablan de las mujeres; de modo que le interrumpió:

—Yo diría que usted es extremadamente afortunado de tener la esposa que tiene….

—¿Ah sí?

—Sí.

—Sin embargo, no hay nada como la variedad, ¿no le parece?

—No he tenido la oportunidad de descubrir los méritos de la monogamia—. Faber decidió no decir más, pues lo que dijera sería echar leña al fuego. No cabía duda que David se estaba poniendo pesado.

—Debo confesar que usted no tiene aspecto de ser un empleado administrativo. ¿Dónde dejo el paraguas y el bombín?

Faber intentó una leve sonrisa.

—Y usted parece muy adecuado para un tinterillo.

—Andaría en bicicleta en ese caso. Debe ser usted muy fuerte para sobrevivir el naufragio.

—Gracias

—Tampoco parece demasiado mayor para no estar en el Ejército.

Faber se volvió para mirar a David.

Faber miró a través del parabrisas y vio una cabaña muy similar a la de Lucy, con paredes de piedra, techo de pizarra y pequeñas ventanas. Estaba situada en la cima de una montaña, la única que Faber había visto en la isla, y tampoco podía decirse que fuera muy alta. Mientras ascendían, la casa iba tomando el aspecto de ser un lugar cerrado. El jeep pasó junto a un grupo de pinos y abetos.

Faber se preguntó por qué no habían edificado la casa al abrigo de los árboles.

Además, junto a la casa había un gran espino blanco que arrastraba su follaje. David detuvo su coche y Faber le miró mientras desplegaba la silla de ruedas y se trasladaba desde el asiento del conductor a la silla. De haber ofrecido ayuda, se hubiese ofendido.

Entraron en la casa por una puerta de tablas sin cerradura. En la sala fueron saludados por un perro collie blanco y negro, un animal pequeño, de cabeza alargada, que movía la cola pero no ladraba. La distribución de la casa era idéntica a la de Lucy, pero la atmósfera era diferente, pues aquel lugar estaba desnudo, sin alegría y no demasiado limpio.

David fue a la cocina seguido por Faber. Allí, el viejo Tom, el pastor, estaba sentado junto a la vieja cocina de leña calentándose las manos. Al verles se puso de pie.

—Este es Tom McAvity— dijo David.

—Encantado de conocerle — respondió Tom formalmente.

Faber le estrechó la mano. Tom era un hombre bajo y ancho, con la cara como la superficie de una maleta vieja de cuero. Llevaba una gorra de tela y fumaba una gran pipa de brezo con tapa. Su apretón de mano era firme y el tacto de su piel era como papel de lija. Tenía la nariz muy grande, y Faber debía prestar mucha atención para poder entender lo que decía, pues conservaba un fuerte acento escocés.

—Espero no molestarle —dijo Faber—. He venido sólo porque tenía ganas de salir un poco.

—No creo que esta mañana hagamos mucho, Tom —afirmó David yendo con su silla hasta la mesa—, simplemente echaremos una mirada.

—Sí, pero antes de salir tomaremos un poco de té. ¿eh?

Tom sirvió el té cargado en tres jarras y le agregó un chorro de whisky a cada uno. Los tres hombres se sentaron a sorber el té en silencio. David fumaba un cigarrillo y Tom, tranquilamente, su enorme pipa, y Faber estaba seguro de que los dos pasaban buena parte del tiempo juntos de esa forma, fumando y calentándose las manos sin decir una palabra.

Cuando terminaron el té. Tom puso las jarras en el fregadero de piedra, y salieron a buscar el jeep. Faber se sentó detrás. Esta vez David conducía despacio, y el perro, que se llamaba Bob, les seguía a un lado, manteniéndose a su mismo paso sin esfuerzo aparente. Era evidente que David conocía el terreno muy bien pues conducía con se

guridad entre la hierba sin meterse una sola vez en un charco ni quedarse empantanado en el barro. Las ovejas parecían tener mucha lástima de sí mismas y se agrupaban con su lana empapada en las hondonadas o cerca de las matas de arbustos, o en lugares a sotavento, demasiado desalentadas para pastar. Incluso los corderos estaban apabullados y se escondían detrás de sus madres.

Faber observaba al perro cuando éste se detuvo, escuchó un momento y luego salió en línea recta. Tom también lo había observado y dijo: —Bob ha descubierto algo.

El jeep siguió al perro unos trescientos metros. Cuando se detuvieron, Faber podía oír el mar; estaban cerca del extremo norte de la isla. El perro se había detenido al borde de un barranco pequeño. Cuando los hombres salieron del coche, pudieron oír lo que ya había oído el perro, el balido de una oveja herida. Fueron hasta el borde del barranco y miraron hacia el fondo.

El animal estaba unos seis o siete metros más abajo en precario equilibrio sobre la empinada loma, con una pata delantera en un ángulo extraño. Tom bajó hasta ella, apoyándose cautelosamente, y le examinó la pata.

—¡ Esta noche comeremos cordero! —gritó.

David sacó la escopeta del jeep y la hizo deslizar hasta él. Tom sacrificó al animal terminando con su sufrimiento.

—¿Quieres que la subamos con una cuerda? —le gritó David.

—No… a menos que nuestro visitante quiera bajar a echarme una mano.

—Sí, claro —respondió Faber, y empezó a bajar hacia donde estaba Tom.

Cada uno cogió al animal de una pata y lo arrastraron hacia arriba. El impermeable de Faber se enganchó en un arbusto espinoso, y él casi se cayó barranco abajo antes de lograr desenganchar el hule con un sonoro ruido de desgarrón.

Cargaron la oveja en el jeep y continuaron la marcha.

Faber sentía el hombro muy mojado, y se dio cuenta de que se había rasgado casi toda la espalda del impermeable.

—Me temo que lo he arruinado —dijo.

—Pero ha sido por una buena causa —le respondió Tom. Pronto volvieron a la cabaña de Tom. Faber se quitó el impermeable y también el chaquetón que Tom puso sobre la estufa para que se secara. Faber se sentó cerca de él.

Tom puso a calentar una tetera con agua, luego fue arriba en busca de otra botella de whisky. Faber y David se calentaban las manos mojadas.

El disparo de la escopeta sobresaltó a los dos hombres. Faber corrió a la sala y de ahí escaleras arriba. David le siguió, deteniendo su silla de ruedas al pie de la escalera.

Faber encontró a Tom en una habitación pequeña, desnuda, inclinado hacia afuera de la ventana y blandiendo su puño al cielo.

—Se me ha escapado —dijo Tom.

—¿Se ha escapado, qué?

—Un águila.

Abajo, David reía.

Tom bajó el arma y la puso junto a una caja de cartón. Sacó otra botella de whisky de la caja y encabezó la marcha escaleras abajo.

David ya estaba de regreso en la cocina, cerca del calor.

—Ha sido el primer animal que perdemos este año —dijo volviendo con sus pensamientos una vez más a la oveja muerta.

—Así es —asintió Tom.

—Este verano le pondremos cerco al barranco.

—Bueno.

Faber intuyó que había un cambio en el clima; ya no era lo mismo que había sido hacía un rato. Se sentaron y fumaron como antes, pero David parecía inquieto. En dos ocasiones Faber le descubrió con la mirada puesta sobre él.

Pasado un momento, David dijo:

—Te dejaremos para que puedas desollar la oveja, Tom. —Está bien.

David y Faber se fueron. Tom no se levantó, pero el perro les acompañó hasta la puerta.

Antes de poner en marcha el jeep, David cogió la escopeta, la sacó de su funda, la puso ante el parabrisas, volvió a cargarla, y la dejó en el mismo lugar. En el camino de regreso sufrió otro cambio de humor —un cambio sorprendente— y se volvió nostálgico.

—Yo solía pilotar «Spitfires unos aviones estupendos con cuatro bocas de fuego en cada ala. Los «Brownings» americanos disparaban mil doscientas sesenta andanadas por minuto. Los «Jerries» prefieren un cañón, por cierto. Sus «Me109» sólo tienen dos ametralladoras. Un cañón es más destructivo, pero nuestros «Spitfires» son más rápidos y certeros.

—¿De verdad? —dijo Faber amablemente.

—Más tarde les pusieron cañones a los «Hurricanes», pero los «Spitfires» fueron los que ganaron la batalla de Inglaterra.

Su jactancia resultaba irritante a Faber.

—¿Cuántos aviones enemigos abatieron?

—Perdí las piernas cuando me estaba entrenando aún. Faber le miró la cara, inexpresivamente, pero la piel parecía tan tirante que parecía poder cuartearse.

—No, aún no he matado a ningún alemán —dijo David.

Faber se puso muy alerta. No tenía idea de lo que David habría podido deducir o descubrir, pero ya le cabía poca duda que el hombre sabía que algo sucedía, y que no se trataba únicamente de la noche con su esposa. Faber se volvió ligeramente de lado para mirar a David de frente, se apuntaló con el pie en la palanca de cambios en el suelo del jeep, apoyó su mano derecha suavemente sobre su brazo izquierdo. Esperó.

—¿Le interesa la aviación? —preguntó David.

—No.

—Me parece que se ha convertido en una especie de pasatiempo. Detectar aviones. Como observar pájaros. La gente compra libros sobre aviones, quiere identificarlos. Se pasan tardes enteras acostados en el suelo, escudriñando los cielos con unos prismáticos. Pensé que usted podría ser uno de esos entusiastas.

—¿Por qué?

—¿Cómo?

—¿Qué le hizo pensar que yo podría ser uno de esos entusiastas?

—Bueno, no sé—. David detuvo el jeep para encender un cigarrillo. Estaban en el centro de la isla, a unos cuatro kilómetros de la cabaña de Tom y otro tanto de la de Lucy. David tiró el fósforo al suelo—. Quizá sea la película que encontré en el bolsillo de su chaqueta.

Al decir esto arrojó el cigarrillo encendido a la cara de Faber y cogió la escopeta.

26

Sid Cripps miró por la ventana y maldijo para sus adentros. La pradera estaba cubierta por tanques americanos; había por lo menos ochenta. Era evidente que estaban en plena guerra, y con todas sus implicaciones; pero si tan sólo le hubieran consultado, él les habría ofrecido otro campo donde la hierba no fuera tan abundante. Pero ahora los tanques arruinarían sus mejores pastos.

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