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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La isla de los perros (45 page)

BOOK: La isla de los perros
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—¿Tonos intensos? ¿Falda? ¿Qué es esto, una escuela de moda? —Regina se sintió insultada y rechazada—. ¡He venido aquí para hablar de mis problemas, no para que usted me haga de madre!

—De tu madre ya hablaremos otro día —indicó Barbie a su cliente. Paso a paso. Necesitaremos muchas sesiones, encanto. Pero ahora creo que deberíamos centrarnos en ese Andy, porque es evidente que ha heri… do tus sentimientos.

—Nunca había conseguido que alguien como él me prestara atención, y entonces voy y soy tan estúpida que me quedo colgada de él. —Las lágrimas aparecieron de nuevo. Me dijo que no tengo amigos porque soy una egoísta sin pizca de consideración hacia los sentimientos de los demás, me exilió al aparcamiento y luego, mientras yo buscaba las llaves, me lanzó un grito y un cuerpo cayó en el asfalto.

—¡Oh!

Aquello era más de lo que Barbie podía digerir y las imágenes que destellaban en su cabeza eran más de lo que podía soportar. Sin duda, iban a perturbar su tan ne… cesario reposo aquella noche.

—He echado a perder mi oportunidad —sollozó Regina. Me doy cuenta de ello y no sé qué hacer. Quiero que él me respete y me admire por algo, pero no sé qué.

—Todas las mujeres tenemos que esforzarnos mucho para obtener reconocimiento y admiración. —Por fin Barbie entendía algo—. Oh, sí, esto es muy importante. Por lo tanto, lo que necesitas es un pequeño proyecto. ¿Qué pequeño proyecto podrías iniciar que te pusiera en el buen camino? ¿Algo que hagas tú sola, que impresione a los demás y mejore la impresión que tienen de ti?

Regina reflexionó unos instantes, al tiempo que se sonaba la nariz.

—¿Y si empezamos por las cremas y un cuidado completo de la piel? —apuntó Barbie—. Después pode… mos hablar de dietas y yoga.

Cabía esperar que, por una vez, Regina se pusiera a prueba.

—Papá necesita un caballo lazarillo —apuntó ésta con un atisbo de esperanza—. Tal vez yo podría encar… garme de supervisar el asunto. Alguien tendrá que darle de comer, cepillarlo y adiestrarlo.

—¿Tu padre tiene algún caballo que se ha quedado ciego? —Barbie frunció el entrecejo sin cambiar de expresión; los músculos de su frente, paralizados, aparecían laxos e inexpresivos.

—No. Es él quien no ve y quiere un mini caballo porque ya tenemos a Frisky.

—¡Ah! Bien, una idea encantadora. —Barbie inten… tó mostrarse animada—. ¿Por qué no empiezas por eso, entonces? Estudiemos lo de supervisar el asunto del ca… ballito para tu padre.

—Puede que él lo lleve a la carrera de mañana por la noche; me aseguraré de que todo el mundo vea que me ocupo de él —apuntó Regina, ya con el ánimo un poco más alegre—. ¡Eso impresionará a todos, incluso a Andy!

—¡Qué coincidencia! —se admiró Barbie al tiempo que pensaba en su arco iris mágico y en cómo éste esta… blecía relaciones en su existencia, por lo demás vacía—. Resulta que yo también voy a la carrera, ¿sabes? ¿Quie… res que antes te ponga bien guapa? Quizá conozcas a al… gún piloto apuesto y valiente…

—¡Oh, por favor, siéntese con nosotros en el palco! —Regina se excitó e incluso mostró un poco de apre… cio—. Sería perfecto. Pero no quiero falda. Me niego a ponérmela a menos que usted esté segura de que así voy a impresionar a la gente. El caballito y yo podríamos ir en su furgoneta; esos animales no son mayores que Frisky.

—¿Por qué no? —dijo Barbie tras una reflexión, suponiendo que Frisky sería un gato y que, por tanto, un mini caballo cabría fácilmente en una caja para transpor… te de mascotas en la trasera de la furgoneta—. Ahora, dime dónde quedamos.

—Nos encontraremos en la mansión, mañana al mediodía —dijo Regina, satisfecha—. Y dejaré que me ponga guapa.

Unique, sentada en el deprimente apartamento que pagaba su padre, un médico rico e importante del cual aceptaba ayuda pero al que odiaba, también pensaba en ponerse guapa. Estaba desnuda sobre la sábana negra de su cama y revolvía unas fotos polaroid de diversas perso… nas a las que había asesinado salvajemente a lo largo de los años. Pero esta vez se sentía un poco inquieta y no obtenía la excitación sexual que solía experimentar al revivir sus crímenes.

La noche anterior, cuando ella y Smoke escapaban del 7-Eleven se fijaron en un muchacho mexicano que conducía un Gran Prix desvencijado. Unique ordenó a Smoke que lo persiguiera. La chica no se había molestado en reordenar sus moléculas para entrar en la tienda porque era muy tarde y, aunque había visto el Grand Prix, no advirtió que el conductor andaba cerca, puesto que la luz de la cabina telefónica no funcionaba. Así pues, no era invisible cuando le había volado los sesos a la empleada para luego salir de la tienda a la carrera, en el mismo instante en que el mexicano abandonaba la cabina, saltaba al coche y desaparecía a toda velocidad.

Smoke no había conseguido alcanzar el Grand Prix y Unique, en aquel momento, debía tener presente la posibilidad de que alguien pudiera dar una descripción de ella a la policía. Contempló la foto sangrienta de T. T y se vio a horcajadas sobre el cuerpo, rajándolo con el cúter mientras la carne y la sangre calientes de la mujer eran consumadas en su Propósito y se convertían en parte de su insaciable Oscuridad. Todas las víctimas de Unique se convertían en parte de su ser. El nazi que llevaba den… tro la había aleccionado hacía mucho tiempo respecto a que esta transustanciación violenta y sexual, ese Objetivo, era fundamental para que el nazi viviera. Si el nazi mo… ría, ella moriría con él.

Los ojos aterradores de Unique recorrieron el dor… mitorio y reconocieron el mobiliario negro barato, las velas negras y el incienso, así como los recuerdos nazis que empezara a adquirir por Internet al tornar la deci… sión de destruir y consumir, conforme a su Objetivo, a aquellos que no merecían la existencia humana. Tomó otra polaroid y fantaseó con el rubio policía de paisano cuya identidad aún desconocía. Pero su Propósito lo uni… ría a ella muy pronto y, aunque la primera vez que lo ha… bía visto en la tienda y lo había seguido hasta su casa era invisible, no podía arriesgarse a que él pudiera recono… cerla de alguna manera. ¿Y si el chico mexicano le daba una descripción?

Unique se levantó de la cama y se miró en el espejo de cuerpo entero. Su piel desnuda brillaba tenuemente y se sacudió la larga melena de color ala de cuervo antes de empezar a cortársela con un cúter. El pelo cayó alrede… dor de sus pies desnudos y el nazi le ordenó que se tiñe… ra en un tono rubio claro, casi blanco, y cambiara sus planes de negarse a ir con Smoke a la carrera nocturna del día siguiente. Unique había planeado consumar su Propósito con el policía rubio mientras los perros de la ca… rretera fingían ser un equipo de asistencia, pero ahora las cosas habían cambiado. Ojalá pudiera encontrar al mexicano y silenciarlo para siempre a cuchilladas, pero tal vez fuera demasiado tarde. Quizás el chico ya había dado su descripción a la policía.

—Enséñame —susurró a su Oscuridad—. Enséñame el Objetivo.

—Encontrarás tu Objetivo —se respondió a sí misma con otra voz que sonó profunda y sobrenatural.

—Sí. —Sonrió al espejo, y el deseo se hizo intenso. Luego visualizó al policía rubio—. Pronto, pronto. Muy pronto tendrás una experiencia única.

Capítulo 26

—Siento náuseas —dijo Fonny Boy a los pilotos por los auriculares; él y el doctor Faux seguían tiritando, mareados, en la cola del Jayhawk—. Estoy igual que aquella vez cuando me caí y terminé sentado sobre mi propio vómito.

La triste historia de infancia de Fonny Boy, de cuando iba a toda velocidad con su triciclo y había volcado, vomitándose encima, no llegó a oídos de los guardacostas. Estos habían tenido la suficiente sensatez como para llamar por radio a la NCIC y pedir más datos de los res-catados, averiguando así que al dentista al que acababan de sacar se le perseguía por fraude al sistema sanitario, blanqueo de dinero y extorsión; en cuanto al locuaz muchacho tangieriano, había cometido una flagrante violación de la ley marítima y también se le buscaba por secuestro.

Por supuesto, Andy se había encargado de que se emitiesen órdenes de detención contra el doctor y Fonny Boy después de su visita a Tangier con el disfraz de periodista y de inspeccionar el historial dental del muchacho; más tarde comprendió que cuando Fonny Boy había mencionado que el dentista estaba a buen recaudo, hablaba en serio, literalmente. Cuando el piloto supo que la Policía Estatal buscaba a las dos personas que acababan de rescatar, conectó la frecuencia de emergencia y llamó por radio a los helicópteros policiales que estuvieran en el aire.

Casualmente, Macovich, que había dejado a Regina una hora antes, estaba dando una lección de pilotaje a Cat cuando llegó la llamada por la radio.

—Helicóptero cuatro, tres, cero, Sierra Papa —respondió Macovich, tenso mientras Cat, a los mandos, provocaba que el aparato bimotor diera un respingo—. ¡No te he dicho que tocaras ese pedal! ¡Levanta el izquierdo! —exclamó Macovich por los auriculares; pero, en su confusión, pulsó el botón de transmisión y las instrucciones fueron oídas por cientos de pilotos de la zona, incluidos los de la Guardia Costera—. Si levantas el izquierdo, es como si pisaras el derecho. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? ¿Ves lo que sucede? El aparato vuelve el morro hacia la derecha porque al levantar el pedal izquierdo es como si pisaras el derecho. ¿No recuerdas lo que te he contado del par de torsión?

Cat, sudoroso, no estaba interesado en la aerodinámica en absoluto. Sólo quería aprender lo imprescindible para pilotar el helicóptero sin ayuda. Le importaba un comino la licencia o cumplir las normas de la FAA, porque estaba seguro de que en cuanto él y los perros de la carretera escaparan a Tangier, venderían el Bell 430 a los piratas canadienses y no tendrían que preocuparse de nada nunca más. «Seis millones de dólares», pensó mientras corregía en exceso la maniobra, lo cual hizo que el helicóptero oscilara precariamente sobre el asfalto.

A Macovich le llegó una voz por los auriculares:

—Helicóptero cero, Sierra Papa. Está usted en uno, veinticuatro, punto cinco. —Era la frecuencia de emergencia—. Cambie a uno, veinticinco, cero.

Macovich cambió mientras luchaba con los controles y seguía gritándole a Cat. Pero sin darse cuenta, pulsó de nuevo el botón de transmitir.

—Vuelve a posarte. ¡Con calma, con calma! No busques el suelo, deja que se pose. ¡Por el amor de Dios, no tires de la palanca en el último segundo!

El helicóptero dio un nuevo brinco en el aire y se posó otra vez demasiado deprisa, rebotando sobre las ruedas al tiempo que la cola giraba sin control, a punto de golpear un cochecito eléctrico. Macovich gritó a Cat que apartara pies y manos de los controles.

—¡El aparato es mío! —Macovich pugnó por estabilizar el helicóptero—. ¡Es mío! ¡Suelta los mandos, desgraciado! ¡Te lo juro, no volveré a darte lecciones nunca más! ¡Es inútil!

Cat apretó el mando del rotor hacia delante al tiempo que mantenía apretado el pedal derecho, lo cual provocó que el helicóptero se deslizara por el asfalto en un giro cerrado a la derecha y se dirigiera de frente al hangar con las palas del rotor girando a toda potencia. Macovich no tuvo más remedio que alzar el puño y descargarlo contra la sien de su alumno de la NASCAR, dejándolo fuera de combate. Enseguida presionó ambos pedales y detuvo el helicóptero antes de que se estrellara contra la cola de una avioneta Cessna Citation. Volvió a cortar el gas para pasar a punto muerto y, agitado, soltó un gran suspiro en el que exhaló su pestilente aliento a tabaco.

—¡Joder! —gruñó Cat mientras poco a poco volvía en sí—. ¿Por qué me has arreado, hombre?

—Dile a tu condenado piloto que si necesita ir a alguna parte, el helicóptero lo llevo yo y tú aparcas tu condenado culo en la parte de atrás —replicó Macovich, colérico. A la mañanita de vuelo, casi catastrófica, se sumaba la jaqueca de la resaca y el mal recuerdo de cuando Hooter lo había emborrachado en Freckles y luego, tras llevarlo a la abigarrada casa de su madre, de una sola habitación, se había negado a hacer el amor con él en el sofá.

—Amigo, tenemos que ir a la carrera de mañana por la noche —apuntó Cat mientras se frotaba la cabeza.

—Sí, bueno, el gobernador también tiene que ir —dijo Macovich mientras apagaba los controles, de modo que a vosotros os tendré que llevar por turnos, no hay más remedio. No puedo decirle al gobernador que él tiene que ir en coche.

—¿De qué estás hablando? —replicó Cat, acalorado—. Mira todos esos aparatos. —Volvió la mirada hacia la flota de relucientes helicópteros nuevos que dormían en el hangar—. No nos importa en cuál nos lleves, mientras cueste lo mismo que éste.

Macovich supuso que el equipo de mecánicos de la NASCAR estaba obligado a mantener cierta imagen, y dudó sobre la decisión a tomar. Supuso que podría reclutar a Andy para que llevara a la primera familia en un 407, más pequeño pero igualmente lujoso, lo cual dejaría a Macovich en libertad para trasladar como era debido al piloto de la NASCAR y a su equipo de mecánicos, mucho más anónimos, por una buena cantidad de dólares. Eso le permitiría conseguir su propio apartamento, de modo que las mujeres que ligaba se sintieran más cómodas a la hora de hacer el amor con él. Al gobernador, si llegaba a darse cuenta, le diría que el 430 se hallaba fuera de servicio porque precisaba una revisión de mantenimiento.

—¿Hum? ¿Helicóptero Sierra Papa? ¿Tiene compañía? —probó de nuevo el piloto de la Guardia Costera mientras se dirigía hacia el centro de Richmond a una velocidad de ciento setenta nudos.

—Sierra Papa. ¿Quién intenta establecer contacto? —La voz jadeante volvió a los auriculares y los pilotos se miraron y asintieron; era su manera de indicar que no resultaba nada sorprendente que los pilotos de la Policía Estatal renunciaran al puesto continuamente.

Por el mundillo de la aviación corrían rumores, y la versión más aceptada decía que nadie quería ser piloto de la Policía Estatal porque la primera dama siempre intentaba ligar a sus feas hijas con los pilotos que llevaban a la primera familia a las cenas o de compras. Bueno, tal vez fuera por eso. Lo más probable es que se debiera a que el departamento de la Policía Estatal al completo se había vuelto loco desde que se pusiera al frente la superintendente con la que tenía que conectar la Guardia Costera respecto a los dos fugitivos.

—Estamos en un HH-60 de la Guardia Costera —radió el piloto—. Tenemos a bordo a dos sujetos y necesitamos un contacto con la Policía Estatal. Bien, la situación es muy delicada. ¿Tienen una frecuencia para contactar con la superintendente?

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