—¡Es como una película! exclamó Windy Brees cuando, un minuto después, entraba como una exhalación en el despacho de Hammer para informar animadamente, a ella y a Andy, de que un helicóptero de la Guardia Costera acababa de pescar al dentista secuestrado y a su raptor, el chico de la armónica—. Están en un helicóptero y han tenido que rescatarlos en esas cestas, entre el oleaje y bajo un viento atroz, como en esa película, El gran aullido. ¿La han visto? Con Keanu Clooney… ¡Ay, si no fuera tan joven…!
—Está bien, está bien —la interrumpió Hammer—. A ver si podemos sintonizar otra vez con la Guardia Costera y hablar con ellos.
Hammer se volvió en su silla hacia la radio que había sobre la mesa situada detrás del escritorio al tiempo que Andy buscaba el 125.0, una frecuencia bastante genérica que compartía un grupo de pequeños aeropuertos y que no se utilizaba muy a menudo.
—Diles que estamos en uno, veinticinco, cero —dijo Andy a la secretaria.
Al cabo de poco rato, tenían en el aire a los pilotos de la Guardia Costera.
—Aquí la Policía Estatal —dijo Andy por el micrófono. ¿Están en modo «Tripulación sólo»?
—Afirmativo —fue la respuesta.
—Afirmativo —repitió Andy—. ¿Puede explicarme las circunstancias?
—Afirmativo. Hemos descubierto a dos sujetos en un bote y los hemos subido a bordo. Al parecer estaban pescando en la reserva de cangrejos y se quedaron sin carburante. Han lanzado bengalas de socorro ante nuestra presencia y la inspección de la embarcación ha dado como resultado que la embarcación no cumplía las medidas de seguridad. No había extintores de incendios ni chalecos salvavidas.
—Necesitamos a esos dos sujetos aquí. ¿Cuál es su situación actual, piloto? —Era Hammer quien ahora se hallaba al micrófono.
—Estamos a once punto tres millas al este del aeropuerto de Richmond.
Hammer preguntó a la Guardia Costera si podían transportar a los detenidos a la sede central de la policía del Estado para interrogarlos.
En aquel mismo momento, sin darse cuenta de que la radio estaba conectada en modo «Tripulación sólo» y que nadie en la cabina podía oírle, el doctor Faux estaba diciendo por su micrófono que agradecería al piloto que los dejaran, a él y a Fonny Boy, en Reedville.
—No es preciso que regrese a Tangier de momento —decía el doctor mientras el helicóptero surcaba atronadoramente un cielo que cualquier piloto calificaría de absolutamente despejado—. Y quiero asegurarme de que ustedes entienden que Fonny Boy, simplemente, tenía la amabilidad de tocar la armónica para mí mientras me enseñaba la bahía cuando nuestra barca ha tenido problemas de motor. En cuanto a la nasa para cangrejos, no tenemos idea de dónde ha salido.
—¿Es cierto eso? —preguntó el mecánico, que estaba en la parte trasera con ellos y podía oír la transmisión del dentista, pero no lo que se decía en la cabina.
—¡Qué va! —Fonny Boy cometió el error de hablar al revés mientras el helicóptero seguía rumbo al oeste, hacia la sede central de la policía del Estado.
—¡Oh! ¿Dices que no es verdad? —replicó el hombre con aspereza—. Ya me lo parecía. ¿De modo que estabais pescando ilegalmente?
—Llamaré a mi esposa y vendrá a recogernos —continuó farfullando el dentista, nervioso—. Y lamento haber causado tantos problemas. Desde luego, nos han salvado la vida; si alguna vez necesitan un arreglo dental, hagan el favor de visitarme. Los trataré gratis, aquí tienen mi tarjeta.
Sacó una tarjeta de visita, que se le escapó de los dedos debido a la corriente de aire que entraba por la portezuela del helicóptero abierta de par en par. La tarjeta salió volando hacia la tarde luminosa y el rotor de cola la hizo trizas.
—¡Oh, vaya! Era la última que tenía. Y eso de ahí no parece Reedville —añadió Faux con voz alarmada cuando el Jayhawk inició la aproximación a un helipuerto de lo que parecía la ciudad de Richmond.
—Tendréis que explicar muchas cosas —dijo Andy a Fonny Boy y al dentista cuando ambos, esposados, eran conducidos a una sala de interrogatorios.
—Todo es un error —dijo el doctor Faux, decidido a negar que lo hubieran secuestrado y cualquier otra cosa que pudiera empeorar aún más la situación—. Sencillamente, había prolongado mi estancia en la isla y Fonny Boy me devolvía a casa cuando la barca se quedó sin combustible.
La atención de Fonny Boy se desvió hacia el pedazo de hierro que guardaba en el bolsillo. Por encima de todo, tenía que volver a la jaula para cangrejos y seguir la cuerda y bucear hasta el barco hundido, pues ya tenía el pleno convencimiento de que guardaba el tesoro que tanto anhelaba. De lo que no estaba muy seguro era de por qué la boya se había mantenido a medio metro escaso de la popa de la barca mientras ésta iba a la deriva en la corriente, pero supuso que se había desorientado y que la embarcación no se había movido de sitio. No podía afrontar la posibilidad de que hubiera perdido la localización de su destino y lo único que le esperara en la vida era regresar a Tangier o quizá descubrirse tras unos barrotes.
—¿Han tomado algún otro rehén en la isla? —preguntó Andy al dentista mientras Windy tomaba notas.
—No sé nada de ningún rehén —respondió el doctor—. Y es una vergüenza que me detenga aquí, esposado como un delincuente común. ¡Soy un dentista que ayuda a los pobres!
—Sí, los ayuda mucho —replicó Andy con agresividad, en el papel del policía malo—. Los ayuda echando a perder sus dentaduras con arreglos dentales innecesarios, mal hechos o inexistentes, como sustituir coronas y empastes caros por otros de materiales baratos y facturar por falsos «tratamientos de conducta» de pacientes pediátricos, que acaban con más coronas de acero que dientes de leche hay en la boca. Sólo el año pasado, treinta y dos pacientes suyos se sometieron a ciento noventa y dos extracciones dentarias y, al menos en cien casos, facturó por la colaboración de anestesistas cuando, en realidad, usted mismo sedaba a los pacientes.
»Y podría continuar —añadió Andy con severidad mientras dirigía una mirada cortante al doctor Faux, que se sintió al borde del desmayo—. Para que lo sepa, acabo de organizar una investigación conjunta en la que participarán la unidad de la Fiscalía General de Virginia para el Control del Fraude en el Seguro Médico, el FBI y la inspección de Hacienda. Hace dos días que se ha expedido una orden de búsqueda y captura contra usted porque el comisario no ha podido encontrarlo para entregarle la citación en persona, ¿y sabe por qué?
—Ni idea —graznó el doctor Faux mientras Fonny Boy pasaba la lengua por sus mal ajustados aparatos dentales y una banda de goma saltaba despedida sobre la mesa de interrogatorios.
—Porque su única dirección es un apartado de correos, y en su casa y en su consulta sólo responde el contestador automático —le recriminó Andy—. Y como nunca ha permitido que amigos o familiares le tomen fotografías, el comisario no tiene la menor idea de qué aspecto tiene usted. Y porque, en cualquier caso, los tangierianos lo retenían como rehén en la isla y el comisario no tenía intención de ponerse a buscarlo en Tangier, pues sabe que los isleños no son dados a colaborar con nadie que lleve uniforme, sobre todo si éste pretende entregar una citación.
—Esa es su opinión —respondió Faux, cuya auténtica personalidad empezaba a asomar—. Tendrá que demostrar todo lo que dice y qué razones tiene. Hay mucha gente que utiliza apartados de correos y que se muestra reticente a que les saquen fotografías. A mí no me ha secuestrado nadie y no existen más rehenes.
—Escuche, doctor Faux, necesitamos su colaboración —intervino Hammer, en el papel de policía bueno—. Lo último que quiere nadie es otra guerra civil. Los isleños son tan ciudadanos de la comunidad de Virginia como usted y como yo, e ir contra nosotros es igual que ir contra sí mismos; es como si uno monta en cólera y se pega a sí mismo un tiro en la pierna. Cualquier revuelta civil por parte de los isleños tendrá resultados autodestructivos y, además, la tripulación del helicóptero de la Guardia Costera tiene la sensación de que cuando dispararon esas tres bengalas desde la barca no lo hicieron para señalar su situación apurada, sino con la manifiesta intención de abatir el aparato.
—¡Pero qué dice! —exclamó el dentista.
—¡Yo se lo explicaré! —replicó Hammer, cambiando al papel de policía malo—. Cuando una isla declara la guerra a su propio gobierno y arría la bandera y comete un secuestro, ¿qué se supone que hay que pensar si, de pronto, uno de esos isleños se pone a disparar contra un helicóptero de las fuerzas del orden? No es preciso subrayar que los helicópteros forman parte de lo que ha irritado a dichos isleños, debido al plan VASCAR.
—Esas bengalas las disparó Fonny Boy, no yo. Además, yo no soy tangieriano —se apresuró a puntualizar el dentista. Le dije que no lo hiciera. Y también fue él quien soltó la nasa para cangrejos en el santuario de cría. Lo hizo para localizar ese barco pirata…
—¿Un barco pirata? —intervino Andy.
Al oír esas palabras, Fonny Boy saltó y lanzó una mirada amenazadora al doctor Faux.
—¡No tiene derecho a decir eso! ¡Deje de hablar de mi barco pirata! —protestó el muchacho. ¡Va sabía yoque no era de fiar!
—Soy muy de fiar —replicó el dentista, quisquilloso. Y no has encontrado ningún barco. Lo que sucedió, para ser precisos, es que un pedazo de metal oxidado te encontró a ti.
—Qué eres, muchacho, un imán? —preguntó Andy a Fonny Boy con sarcasmo—. Creo que es hora de que alguien cuente alguna verdad aquí. Déjame ver ese pedazo de metal.
—¡Seguro! —Fonny Boy habló una vez más al revés, al tiempo que arrastraba las esposas encima de la mesa y movía las manos hacia uno de los bolsillos en gesto protector.
—¡No me obligues a cachearte! —Hammer ayudó a Andy a apretar las clavijas al muchacho.
—¡Es mío! —protestó Fonny Boy, negándose a colaborar—. Cayó del cielo y aterrizó en mi rodilla mientras tocaba el arpa de boca.
—Déjame ver ese pedazo de metal, por favor —insistió Andy, adoptando el papel de poli bueno al tiempo que se levantaba de su asiento. Te prometo que no me lo quedaré, a no ser que guarde relación con un delito o con la investigación de un accidente, ¿de acuerdo?
—¡Sí, claro! —Fonny Boy se mantuvo en sus trece y apretó el costado derecho de su cortavientos. Al hacerlo, palpó un bulto duro inesperado junto a la cremallera rota.
Picado por la curiosidad, Andy hurgó en el bolsillo, introdujo los dedos por un agujero y descubrió en el forro la llave del consultorio médico de la isla.
—¡Ah! —exclamó el dentista al verla—. ¡La llave que se llevó el chico cuando me encerró en la consulta después de arrearme un puñetazo en la nariz sin ningún motivo!
—¡Pensaba que había dicho que no le secuestraron! —Hammer lo había pescado en una mentira.
—Soy una víctima inocente —replicó Faux—. Exijo que me dejen en libertad de inmediato. Y estoy decidido a presentar cargos. Esa gente violenta e indigna de confianza me retuvo contra mi voluntad y, probablemente, han sido ellos los que me han denunciado por fraude.
—He visto sus dentaduras —intervino Andy—. Y sólo hay que ver la de Fonny Boy. ¿Cuántos empastes, endodoncias, coronas y extracciones te ha hecho a ti, Fonny Boy?
El muchacho no las recordaba todas y era incapaz de contarlas, por lo numerosas. Apretó un bolsillo de los vaqueros y palpó la pieza de metal. Se dio cuenta de que se hallaba en un grave apuro debido a lo que el dentista había contado de él, y pensó que sería mejor proporcionarle al agente lo que quería. Al fin y al cabo, el pedazo de metal no debía de tener mucho valor y lo único que importaba era salir de allí, regresar donde estaba la jaula para cangrejos y descubrir el barco hundido y el tesoro.
Andy sostuvo en sus manos el pedazo de hierro irregular, viejo y oxidado, y lo estudió con tanto asombro como si fuera una antigüedad única.
—Necesitamos hacer la prueba del carbono a este objeto —dijo a Hammer—. Podría ser muy importante.
La jornada se consumía rápidamente para Andy y aún quedaba mucho por hacer.
Lo siguiente en su programa era recoger a Moses Custer en el hospital y asegurarse de que llegaba a su casa sin novedad. Después tendría que llevar la maleta impermeable a Canal Street, donde el capitán Bonny, alias Major Trader, había accedido por correo electrónico a presentarse para recoger lo que le enviaban.
«Yá verás tú lo que vas a recibir —pensó Andy mientras llenaba la vieja y abollada maleta de aluminio con pesas que sacó del abigarrado gimnasio que había improvisado en el sótano de su casa adosada. Ya verás cuando te detenga por asesinato, intento de asesinato, conspiración para asesinar, obstrucción a la justicia y cualquier otra cosa que se me ocurra, hijo de puta».
Andy guardó la maleta, un disfraz y el equipo de pesca en el portaequipajes del coche y se dirigió deprisa al hospital, en el centro de la ciudad.
—Lamento haber tardado tanto en llegar —se disculpó al entrar en la habitación de Moses Custer, una estancia privada, espaciosa, adonde el gobernador había ordenado que lo trasladaran, aunque Moses estuviera a punto de recibir el alta.
—Ya está a punto para marcharse. Y ya era hora de que usted viniese a recogerlo, porque necesitamos la habitación —dijo una enfermera cuya tarjeta de identificación decía: A. Carless; se trataba de una mujer de complexión muy fuerte, cuyos ojos miraban en dos direcciones a la vez.
Sin añadir una palabra más, la enfermera se dispuso a ayudar a Custer a levantarse de la cama y pasar a una silla de ruedas.
—No necesito la silla —murmuró Custer con nerviosismo—. ¡Ay! ¡Acaba de darme en la boca con el codo! ¡Espere, no llevo la bata atada por detrás! ¡Ayúdeme, por Dios, señor agente! ¡Por favor, aparte de mí a esa enfermera! ¡Estoy más magullado ahora que cuando llegué al hospital!
Daba pena verlo. Custer tenía la cabeza negra y amoratada, un ojo cerrado a causa de la hinchazón y varios dientes de menos, aunque no estaba claro cuánto de ello se debía a la agresión que lo había llevado al hospital. Tenía enyesado un brazo y la enfermera Carless consiguió golpear con él la mesilla auxiliar en su intento de obligar al paciente a salir de debajo de la sábana para pasarlo a la silla de ruedas, a la que se había olvidado de echar el freno. Antes de que Andy pudiera intervenir, la mujer alzó del lecho a Custer y lo depositó con brusquedad en la silla, que echó a rodar por sí sola y se estrelló contra una cajonera. Custer soltó un chillido mientras la silla salía rebotada hacia atrás y golpeaba la cama; su pie derecho, vendado, tocó el asa del orinal que había en el suelo y lo envió rodando al otro extremo de la estancia al tiempo que la silla giraba sin control y Moses salía des-pedido de ella.