El primer día de primavera, salí de la sala de conferencias después de haberme pasado tres horas testificando ante dos abogados. Rose me dijo que tenía una llamada.
—¿Kay? Soy Benton.
—Buenas tardes —lo saludé, sintiendo fluir la adrenalina.
—¿Puedes venir a Quantico mañana?
Consulté la agenda. Rose había anotado una conferencia. Podía aplazarse.
—¿A qué hora?
—A las diez, si te va bien. Ya he hablado con Marino.
Antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, me advirtió que no podía decirme nada y que ya me lo explicaría cuando llegara.
Dieron las seis antes de que saliera de mi despacho. El sol se había puesto y el aire era frío. Cuando llegué al camino de acceso a mi casa, vi que había luces encendidas.
Abby estaba en casa.
Últimamente nos veíamos muy poco, pues las dos estábamos casi todo el tiempo fuera. Apenas nos hablábamos. Abby nunca iba a hacer la compra, pero de vez en cuando dejaba un billete de cincuenta dólares pegado al frigorífico con cinta adhesiva, una suma que cubría sobradamente lo poco que comía. Cuando empezaba a escasear el vino o el whisky, encontraba un billete de veinte dólares debajo de la botella. Algunos días antes, había encontrado un billete de cinco encima de un paquete de detergente vacío. Vagar por las habitaciones de mi casa se había convertido en una extraña busca del tesoro.
Cuando abrí la puerta principal, Abby salió de pronto al umbral. No la esperaba allí y tuve un sobresalto.
—Lo siento —se disculpó—. Te he oído llegar. No quería asustarte.
Me sentí como una tonta. Desde que Abby vivía conmigo, estaba cada vez más nerviosa. Suponía que no me adaptaba bien a la pérdida de mi intimidad.
—¿Te preparo algo de beber? —preguntó. Parecía cansada.
—Gracias —respondí, y me desabroché el abrigo.
Desvié la mirada hacia la sala de estar. Sobre la mesita del centro, junto a un cenicero repleto de colillas, había un vaso de vino y varias libretas de notas.
Me quité el abrigo y los guantes, subí a mi cuarto y los arrojé sobre la cama, deteniéndome el tiempo justo para escuchar los mensajes grabados en el contestador.
Mi madre había intentado localizarme. Tenía la oportunidad de ganar un premio si llamaba a cierto número antes de las ocho y Marino había telefoneado para decirme a qué hora pasaría a recogerme por la mañana. Mark y yo seguíamos echándonos de menos, hablando por mediación de nuestros respectivos contestadores.
—Mañana tengo que ir a Quantico —comenté a Abby cuando entré en la sala.
Ella me señaló la bebida que había dejado sobre la mesa.
—Marino y yo tenemos una reunión con Benton —añadí.
Abby cogió el paquete de cigarrillos.
—No sé a qué viene —proseguí—. Quizá lo sepas tú.
—¿Por qué habría de saberlo?
—No paras mucho en casa. No sé qué has estado haciendo.
—Cuando estás en tu despacho, yo tampoco sé qué haces.
—Ultimamente no he hecho nada que valga la pena mencionar. ¿Qué te gustaría saber? —respondí en tono informal, tratando de disipar la tensión.
—No te pregunto nada porque sé lo reservada que eres con tu trabajo. No quiero entrometerme.
Lo interpreté como una forma velada de decirme que si le preguntaba por su trabajo sería yo la que se entrometería.
—Abby, desde hace algún tiempo te veo muy lejana.
—Absorta. No te lo tomes como algo personal, por favor.
Ciertamente, tenía mucho en qué pensar, acerca del libro que estaba escribiendo, acerca de lo que iba a hacer con su vida. Pero nunca la había visto tan encerrada en sí misma.
—Me preocupa, eso es todo —respondí.
—No entiendes cómo soy, Kay. Cuando me dedico a algo, me consumo por completo.
No puedo pensar en otra cosa. —hizo una pausa—. Tenías razón cuando dijiste que este libro era mi oportunidad de redimirme. Es verdad.
—Me alegra oírlo, Abby. Conociéndote, sé que será un best-seller.
—Tal vez. No soy la única que está interesada en escribir un libro sobre estos casos.
Mi agente ya ha oído rumores sobre otros contratos. Pero llevo ventaja, y todo irá bien si trabajo deprisa.
—No es tu libro lo que me preocupa. Eres tú.
—Tú también me importas, Kay —dijo Abby—. Te agradezco la ayuda que me has prestado al dejarme vivir aquí. No será por mucho tiempo, te lo prometo.
—Puedes quedarte tanto tiempo como quieras.
Recogió las libretas y su vaso.
—Tengo que empezar a escribir pronto, y no podré hacerlo hasta que disponga de mi propio espacio, mi ordenador.
—Entonces, ahora sólo estás recopilando datos.
—Sí. Estoy averiguando muchas cosas que ni siquiera sabía que buscaba —concluyó, en tono enigmático, mientras se dirigía hacia su dormitorio.
A la mañana siguiente, al llegar ante la salida de Quantico, el tráfico se detuvo repentinamente. Por lo visto, había habido un accidente en la I-65, algo más al norte, y todos los coches estaban parados. Marino encendió las luces intermitentes y salió a la cuneta, por la que recorrimos unos buenos cien metros, entre bamboleos y con el ruido de los guijarros contra los bajos del automóvil como fondo.
Desde hacía dos horas Marino me informaba sobre sus últimas hazañas domésticas, mientras yo trataba de imaginar qué quería decirnos Wesley y me preocupaba por Abby.
—Nunca había pensado que las persianas de láminas pudieran ser tan cabronas —se quejó, mientras pasábamos ante los cuarteles del Cuerpo de Marines y un campo de tiro —. Primero les echo producto para el polvo, ¿de acuerdo? —me miró de soslayo —. Y resulta que tardo más de un minuto por lámina, las toallas de papel se me deshacen entre los dedos y acaba todo hecho una porquería. Pero al fin se me ocurrió una idea: descolgué las malditas persianas, las eché en la bañera y luego la llené de agua caliente y jabón de lavar la ropa. Quedaron de maravilla.
—Estupendo —murmuré.
—Además, estoy arrancando el papel de la cocina. Venía con la casa, y a Doris nunca le gustó.
—La cuestión es si le gusta a usted. Es usted quien vive allí ahora.
Se encogió de hombros.
—Si quiere que le diga la verdad, nunca le he prestado mucha atención. Pero supongo que si Doris dice que es feo, seguramente lo es. Habíamos hablado bastante de vender la caravana e instalar una piscina en el patio, conque también le llegó el turno a eso. Espero tenerla lista para el verano.
—Cuidado, Marino —le advertí, con suavidad—. Asegúrese de que lo hace por usted mismo.
No me respondió.
—No haga depender su futuro de una esperanza que quizá no se cumpla.
—No puede hacer ningún daño —dijo al fin—. Aunque Doris no vuelva nunca, no puede hacer ningún daño que las cosas tengan buen aspecto.
—Bien, algún día tendrá que enseñarme su casa —comenté.
—Sí. Con todas las veces que he estado en su hogar y usted aún no ha visto nunca el mío.
Aparcó el coche y nos apeamos. La Academia del FBI seguía extendiendo sus tentáculos hacia los límites exteriores de la base del Cuerpo de Marines de Estados Unidos. El edificio principal, con su fuente y sus banderas, se había reservado para oficinas administrativas, y el centro de actividad se había trasladado a un nuevo edificio adyacente de ladrillo marrón.
Advertí que desde mi última visita se había añadido lo que parecía ser un nuevo edificio convertido en dormitorio. A lo lejos sonaba ruido de disparos, como el estallido de fuegos artificiales.
Marino depositó su 38 en recepción. Firmamos los pases de visitante y nos los prendimos en el pecho. A continuación, Marino me condujo por una serie de atajos, evitando los pasadizos exteriores cubiertos de ladrillo y cristal. Lo seguí hacia una puerta que conducía fuera del edificio y pasamos ante un muelle de carga y a través de una cocina. Finalmente, entramos en la tienda de regalos por la puerta de atrás, y Marino la cruzó sin dirigir ni una sola mirada a la joven dependienta que sostenía una pila de jerseys. Los labios de la muchacha se abrieron en silenciosa protesta ante lo heterodoxo de nuestro paso. Salimos de la tienda, doblamos una esquina y entramos en el bar restaurante llamado La Sala de Juntas, donde Wesley nos esperaba en una mesa apartada.
Fue directo al grano, sin rodeos.
El propietario de El Cuarto del Repartidor era Steven Spurrier. Wesley nos dio su descripción: treinta y cuatro años de edad, blanco, cabello negro y ojos castaños, metro ochenta de estatura, setenta y dos kilos de peso. Spurrier aún no había sido detenido ni interrogado, pero se hallaba bajo vigilancia permanente. Lo que habían observado hasta el momento no era del todo normal.
En varias ocasiones había salido de su casa de dos plantas bien entrada la noche y se había detenido en dos bares y un área de descanso. Por lo visto, nunca permanecía mucho tiempo en el mismo sitio. Siempre iba solo. La semana anterior había abordado a una joven pareja que salía de un bar llamado Tom-Toms. Al parecer, había vuelto a pedir que lo orientaran. No ocurrió nada. La pareja subió a su automóvil y se marchó.
Spurrier volvió a su Lincoln y, tras dar unas cuantas vueltas, acabó regresando a casa.
En ningún momento cambió las placas de matrícula.
—Hay un problema con las pruebas —nos informó Wesley, mirándome con expresión severa a través de sus gafas sin montura—. Tenemos un casquillo de bala en nuestro laboratorio. Tú tienes la bala de Deborah Harvey en Richmond.
—La bala no la tengo yo —le corregí—. Está en la Oficina de Ciencia Forense.
Supongo que ya habréis empezado los análisis de ADN con las muestras de sangre recogidas del coche de Elizabeth Mott.
—Todavía tardaremos una o dos semanas en conocer los resultados.
Asentí con un gesto. El laboratorio genético del FBI utilizaba cinco sondas polimórficas. Cada una de ellas debía permanecer cosa de una semana en el revelador de rayos X, y precisamente por eso había escrito a Wesley algún tiempo antes para sugerirle que le pidiera a Montana la muestra de tapicería manchada de sangre y empezara a analizarla lo antes posible.
—Las pruebas de ADN no valen una mierda si no se pueden comparar con la sangre de un sospechoso — nos recordó Marino.
—Estamos en ello —asintió Wesley, impasible.
—Sí, bueno, yo diría que podemos echarle el guante a Spurrier por lo de las matrículas. Que el muy idiota nos explique por qué se paseaba por ahí con las placas de Aranoff.
—No podemos demostrar que fuera él. Sería la palabra de Kay y Abby contra la de él.
—Sólo necesitamos que un juez nos firme una orden de registro. Entonces empezaremos a escarbar. Quizás encontremos diez pares de zapatos —señaló Marino—. Quizás una Uzi, o balas Hydra-shok… ¿Quién sabe qué podemos encontrar?
—Pensamos hacerlo —le aseguró Wesley—. Pero cada cosa a su tiempo.
Se levantó para ir a buscar más café, y Marino cogió mi taza y la suya y fue tras él.
A aquella hora temprana, el bar estaba desierto. Paseé la mirada por las mesas vacías, el televisor del rincón, y traté de imaginar qué debía de ocurrir allí por la noche. Los agentes que se entrenaban en la Academia vivían como monjes. No se permitía la entrada de personas del sexo opuesto en los dormitorios, donde estaban prohibidos el alcohol y los cigarrillos; además, tampoco se podían cerrar las puertas por dentro. Pero en La Sala de Juntas se servía cerveza y vino. Cuando había estallidos, confrontaciones, indiscreciones, era allí donde se producían. Recordé que Mark me había contado que una noche tuvo que interrumpir una pelea general, cuando un agente novato del FBI llevó demasiado lejos las prácticas y trató de «arrestar» a todo un grupo de veteranos agentes de la DEA. Se volcaron mesas y el suelo acabó cubierto de cerveza y palomitas de maíz. Wesley y Marino regresaron con el café y, tras dejar su taza sobre la mesa, Wesley se quitó la chaqueta de su traje gris perla y la colgó pulcramente del respaldo de la silla. Advertí que su camisa blanca apenas tenía una arruga. Llevaba una corbata de seda azul pavo real con minúsculas flores de lis blancas, y unos tirantes del mismo tono de azul. La comparación con Marino aún realzaba más el aspecto próspero de su compañero. Con su barriga prominente, Marino no hubiera podido hacer justicia ni al más elegante de los trajes. Pero, había que reconocérselo, últimamente se esforzaba.
—¿Qué se sabe del historial de Spurrier? —pregunté. Wesley anotaba algo y Marino revisaba un expediente. Los dos parecían haber olvidado que había una tercera persona a la mesa.
—No tiene antecedentes —respondió Wesley, alzando la vista—. Nunca ha sido detenido, no ha tenido ni siquiera una multa de tráfico en los últimos diez años.
Compró el Lincoln en febrero de 1990 en un concesionario de Virginia Beach. Entregó un Town Car del 86 y pagó el resto en efectivo.
—Debe de estar forrado —comentó Marino—. Conduce coches caros, tiene un nido bien arreglado… Resulta difícil creer que la librería pueda rendir tanto.
—No rinde tanto —explicó Wesley—. Según su declaración del año pasado, obtuvo menos de treinta mil dólares de beneficios. Pero tiene propiedades por más de medio millón: una cuenta de ahorro, terrenos en primera línea de mar, acciones.
—Jesús. —marino meneó la cabeza.
—¿Alguien que dependa de él? —pregunté.
—No —respondió Wesley—. No está casado y sus padres murieron. Su padre ganó mucho dinero en el mercado inmobiliario de Northern Neck. Murió cuando Steven tenía poco más de veinte años. Sospecho que el dinero procede de ahí.
—¿Y su madre? — insistí.
—Murió un año después que el padre. Cáncer. Tenía cuarenta y dos años cuando nació Steven. Hay también un hermano llamado Gordon. Vive en Texas, es quince años mayor que Steven, está casado y tiene cuatro hijos.
Tras hojear de nuevo sus notas, Wesley nos proporcionó más información. Steven había nacido en Gloucester y estudiado en la Universidad de Virginia, donde se licenció en Lengua Inglesa. Luego ingresó en la marina, pero duró menos de cuatro meses. Los once meses siguientes los pasó en una imprenta, donde su responsabilidad principal consistía en el mantenimiento de la maquinaria.
—Me gustaría saber algo más de esos meses que pasó en la marina —apuntó Marino.
—No hay mucho que contar —contestó Wesley—. Cuando se alistó, lo enviaron a un campamento de instrucción en la zona de los Grandes Lagos. Eligió la especialidad de periodismo y fue destinado a la Escuela de Información de la Defensa en Fort Benjamin Harrison, en Indianápolis. Luego lo destinaron a su puesto de servicio, en Norfolk, a las órdenes del comandante en jefe de la flota del Atlántico. —apartó la mirada de sus notas—. Su padre murió un mes más tarde, aproximadamente, y a él lo licenciaron por problemas familiares, para que pudiera regresar a Gloucester a cuidar de su madre, que ya estaba enferma de cáncer.