—No tienen pruebas. Lo que encontraron en su casa no es suficiente. No se sostendrá ante ningún tribunal, si es que alguna vez los casos llegan ante un tribunal.
No se puede condenar a nadie por asesinato sólo porque en su casa se han encontrado recortes de periódico y guantes de quirófano, y menos aún si la defensa alega que todo ello fue dejado allí para incriminar a su cliente.
Había hablado con Abby; era un fuerte presentimiento.
—La única prueba que existe —prosiguió con frialdad— es la sangre que se encontró en el coche de las mujeres. Todo de penderá de los análisis de ADN, y es seguro que habrá dudas porque los casos ocurrieron hace mucho tiempo. La cadena de custodia, por ejemplo. Y aunque las muestras coincidan y el tribunal acepte la evidencia, no se puede tener la certeza de que el jurado también la acepte, sobre todo si tenemos en cuenta que la policía no ha logrado encontrar las armas asesinas.
—Todavía las están buscando.
—A estas alturas, Spurrier ha tenido tiempo de sobra para deshacerse de ellas respondió, y tenía razón.
Marino había descubierto que Spurrier era socio de un gimnasio situado cerca de donde vivía. La policía había registrado su taquilla, que no sólo se podía cerrar con llave, sino que tenía también un candado. La taquilla estaba vacía. La bolsa azul que le habían visto llevar de un lado a otro no había aparecido, y yo tenía la seguridad de que nunca aparecería.
—¿Qué quiere de mí, señora Harvey?
—Quiero que responda a mis preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Si tienen alguna prueba que yo no conozca, creo que haría usted bien en decírmelo.
—La investigación no ha terminado. La policía y el FBI dedican un gran esfuerzo al caso de su hija.
Desvió la mirada hacia la pared de la cocina.
—¿Hablan con usted?
Comprendí al instante. Nadie que tuviera algo que ver con la investigación estaba dispuesto a decirle a Pat Harvey ni la hora que era. Se había convertido en una paria, quizás incluso en un chiste. No estaba dispuesta a reconocerlo ante mí, pero justamente por eso había acudido a mi casa.
—¿Cree usted que Steven Spurrier asesinó a mi hija?
—¿Qué importancia puede tener mi opinión? —le pregunté a mi vez.
—Tiene una gran importancia.
—¿Por qué? —insistí.
—No se forma usted una opinión a la ligera. No creo que se precipite a sacar conclusiones ni que crea una cosa sólo por que le gustaría que fuese verdad. Conoce usted bien los casos y… —aquí le tembló la voz—. Y se ocupó usted de Debbie.
No se me ocurrió qué decir.
—Por consiguiente, volveré a preguntárselo. ¿Cree usted que fue Steven Spurrier quien los asesinó, quien asesinó a mi hija?
Vacilé. Solamente un instante, pero fue suficiente. Cuando le dije que me era imposible responder a semejante pregunta y que, a decir verdad, no conocía la respuesta, no me escuchó.
Se levantó de la mesa.
La observé mientras se disolvía en la noche, su perfil brevemente iluminado por la luz interior del Jaguar cuando se sentó al volante y se alejó.
Abby llegó cuando ya había renunciado a esperarla y me había ido a la cama. Me costó conciliar el sueño, y abrí los ojos al oír correr el agua en el piso de abajo. Miré el reloj con los párpados entornados. Era casi medianoche. Me levanté y me puse la bata.
Debió de oírme bajar, porque cuando llegué a su cuarto la encontré de pie en el umbral, con un chándal a modo de pijama y los pies descalzos.
—Te acuestas tarde —comentó.
—Y tú también.
—Bien, yo… —No terminó la frase, porque entré en la habitación y me senté al borde de la cama—. ¿Qué ocurre? —preguntó, inquieta.
—Esta tarde ha venido a verme Pat Harvey, eso ocurre. Has hablado con ella.
—He hablado con mucha gente.
—Sé que quieres ayudarla —continué—. Sé que estás indignada por la forma en que han utilizado la muerte de su hija para perjudicarla. La señora Harvey es una gran mujer, y creo que verdaderamente te importa como persona. Pero debe quedar al margen de la investigación, Abby.
Me miró sin decir nada.
—Por su propio bien —añadí, con énfasis.
Abby se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas al estilo indio y apoyó la espalda en la pared.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó.
—Está convencida de que Spurrier asesinó a su hija y de que no será castigado por ello.
—Te aseguro que yo no he influido para nada en que llegara a esa conclusión replicó —. Pat Harvey tiene sus propias ideas.
—El juicio de Spurrier se verá el viernes. ¿Sabes si piensa asistir?
—La acusación sólo es de hurto. Pero si lo que me preguntas es si creo que Pat puede presentarse en la sala y hacer una escena… —sacudió la cabeza—. De ninguna manera.
No tiene nada que ganar con ello. No es idiota, Kay.
—¿Y tú?
—¿Qué? ¿Si soy idiota?
De nuevo volvía a eludir la respuesta.
—Si asistirás a la vista.
—Claro. Y te diré exactamente qué va a suceder. Será entrar y salir. Se declarará culpable de un robo de menor cuantía y le impondrán una multa de mil quinientos dólares. E incluso puede que se pase algún tiempo en la cárcel, un mes como mucho.
La policía quiere hacerlo sudar entre rejas, para ver si se viene abajo y confiesa.
—¿Cómo lo sabes?
—No confesará —prosiguió—. Lo sacarán del juzgado delante de todo el mundo y lo meterán a empujones en un coche patrulla. Todo para asustarlo y humillarlo, pero no dará resultado. Sabe que no existen pruebas contra él. Cumplirá la condena en la cárcel y luego volverá a su casa. Un mes no es mucho tiempo.
—Casi parece que te compadezcas de él.
—No siento nada por él —respondió—. Según su abogado, Spurrier tomaba cocaína ocasionalmente, y la noche en que lo sorprendieron robando las placas pensaba ir a comprar. Spurrier temía que el vendedor pudiera ser un chivato que anotara su matrícula y se la diera a la policía. Por eso robó las placas.
—¿Y tú te crees eso? —exclamé, enardecida.
Abby estiró las piernas e hizo un leve gesto de disgusto. Luego, sin decir palabra, se puso en pie y salió de la habitación. La seguí a la cocina, con creciente frustración.
Mientras ella llenaba un vaso con hielo, posé las manos sobre sus hombros y la hice girar hasta que quedamos cara a cara.
—¿Me escuchas?
Sus ojos se ablandaron.
—No te enfades conmigo, por favor. Lo que hago no tiene nada que ver contigo ni con nuestra amistad.
—¿Qué amistad? Tengo la sensación de que cada vez te conozco menos. Dejas dinero por la casa como si yo no fuera más que la maldita criada. No recuerdo cuándo fue la última vez que comimos juntas. Nunca me hablas. Estás obsesionada con el maldito libro. Ya ves lo que le ha pasado a Pat Harvey. ¿No te das cuenta de que a ti te está pasando lo mismo?
Abby se limitó a mirarme, en silencio.
—Es como si hubieras tomado una decisión acerca de algo —añadí, suplicante —. ¿Por qué no me dices de qué se trata?
—No hay ninguna decisión que tomar —replicó, en voz queda, y se apartó de mí—. Todo está ya decidido.
Fielding llamó el sábado a primera hora para decirme que no había ninguna autopsia, y, agotada, volví a acostarme. Me levanté a media mañana. Tras una larga ducha caliente, me sentí en condiciones de enfrentarme con Abby y ver si podíamos reparar de algún modo nuestra maltrecha relación.
Pero cuando bajé la escalera y llamé a su puerta no obtuve ninguna respuesta, y cuando salí a buscar el periódico vi que su coche no estaba. Irritada al comprobar que había conseguido evitarme de nuevo, fui a la cocina y preparé la cafetera. Iba por la segunda taza cuando un pequeño titular me llamó la atención:
SUSPENDlDA LA SENTENCIA DE UN RESIDENTE DE WILLIAMSBURG.
No habían esposado ni conducido a la cárcel a Steven Spurrier tras el juicio celebrado el día anterior, como Abby había predicho. Me sentí horrorizada. Se reconoció culpable de hurto y, puesto que carecía de antecedentes penales y siempre había sido un ciudadano respetuoso de la ley, le fue impuesta una multa de mil dólares y pudo salir del juzgado en libertad.
«Todo está ya decidido», había dicho Abby.
¿Era eso lo que quería decir? Si sabía que Spurrier iba a quedar en libertad, ¿por qué me había engañado deliberada mente?
Salí de la cocina y abrí la puerta de su habitación. La cama estaba hecha, las cortinas corridas. En el baño descubrí gotas de agua en el lavabo y un leve olor a perfume. Busqué su maletín y su grabadora, pero no los encontré. La pistola tampoco estaba en el cajón. Registré la cómoda hasta que di con sus libretas de notas, ocultas entre la ropa.
Me senté en el borde de la cama y empecé a hojearlas frenéticamente. A medida que dejaba atrás los días y las semanas, fui comprendiendo cada vez mejor.
Lo que había comenzado como una cruzada de Abby para descubrir la verdad sobre los asesinatos de las parejas había acabado por convertirse en una ambiciosa obsesión.
Parecía fascinada por Spurrier. Si era el culpable, pretendía hacer de él el punto central de su libro, explorar su mente de psicópata. Si era inocente, «sería otro Gainesville», había escrito Abby, refiriéndose a una serie de asesinatos de estudiantes universitarios en la que un sospechoso había adquirido triste notoriedad hasta que al fin se comprobó su inocencia. «Pero aún sería peor que Gainesville —añadía—, debido a lo que se encontró en el coche.»
Al principio, Spurrier se había negado en varias ocasiones a dejarse entrevistar por Abby. Luego, a finales de la semana anterior, Abby había vuelto a intentarlo y él se había puesto al teléfono para sugerir que se reunieran tras la vista y para decirle que su abogado «había hecho un trato».
«Me dijo que venía leyendo mis artículos en el Post desde hacía años —había garrapateado Abby—, y que recordaba mi firma de cuando aún trabajaba en Richmond.
Recordaba también lo que había escrito sobre Jill y Elizabeth, y observó que eran «unas buenas chicas» y que siempre confió en que la policía acabaría por detener al «psicópata». También sabía lo del asesinato de mi hermana, y dijo que precisamente por eso al fin había consentido en hablar conmigo. Me explicó que se «identificaba»
conmigo y que se había dado cuenta de que yo podía comprender lo que era «ser una víctima», porque la muerte de mi hermana me convertía también en una víctima.
«Soy una víctima —me dijo—. Podemos hablar sobre eso. Quizás usted pueda ayudarme a comprender mejor lo que está ocurriendo.»
«Me propuso que fuera a su casa el sábado, a las once de la mañana, y yo acepté con la condición de que todas las entrevistas fueran en exclusiva. A él le pareció bien y dijo que no tenía intención de hablar con nadie más siempre y cuando yo contara su versión. «La verdad», según dijo. Gracias, ¡Señor!
Que os den por el culo a ti y a tu libro, Cliff. Has perdido.
Conque Cliff Ring también estaba escribiendo un libro sobre estos casos. Santo Dios. No era de extrañar que Abby se comportara de un modo tan extraño.
Me había mentido al contarme lo que iba a suceder en la vista. No quería que yo sospechara que pensaba ir a su casa, y sabía que nunca se me ocurriría tal cosa si suponía que Spurrier iba a ser encarcelado. Recordé que Abby había dicho que ya no confiaba en nadie. Era verdad; ni siquiera confiaba en mí.
Consulté el reloj. Eran las once y cuarto.
Marino no estaba localizable, así que dejé un mensaje en su contestador. Luego llamé a la policía de Williamsburg, y me pareció que el teléfono sonaba eternamente hasta que al fin respondió una secretaria. Le dije que necesitaba hablar de inmediato con uno de los inspectores.
—En estos momentos están todos fuera.
—Pues póngame rápidamente con quien esté al mando.
Me pasó a un sargento. Tras identificarme, le pregunté:
—¿Sabe quién es Steven Spurrier?
—Nadie puede trabajar aquí y no saberlo.
—Una periodista está entrevistándolo en su casa. Se lo advierto para que se asegure de que los equipos de vigilancia saben de su presencia y lo tienen todo controlado.
Hubo una larga pausa.
Oí crujir un papel. Me dio la impresión de que el sargento estaba comiendo algo.
Finalmente habló de nuevo.
—Spurrier ya no está sometido a vigilancia.
—¿Cómo ha dicho?
—He dicho que nuestros hombres se han retirado.
—¿Por qué? —pregunté.
—Bueno, doctora, eso ya no lo sé. He estado de vacaciones hasta…
—Escuche, sólo le pido que envíe un coche patrulla a casa de Spurrier y compruebe que todo anda bien. — Tuve que con tenerme para no echarme a gritar.
—No se preocupe, doctora. —su voz era tan plácida como un estanque de montaña—. Ahora mismo doy curso a su petición.
Nada más colgar oí que se detenía un automóvil ante la casa.
«Abby, gracias a Dios.»
Pero cuando me asomé a la ventana vi que era Marino. Abrí la puerta antes de que pudiera llamar al timbre.
—Estaba en la zona cuando he recibido su mensaje, o sea que…
—¡A casa de Spurrier! —lo cogí del brazo—. ¡Abby está allí! ¡Se ha llevado la pistola!
El cielo estaba encapotado y empezó a llover antes de que tomáramos la autopista 64 en dirección este. Tenía contraídos todos los músculos del cuerpo. Mi corazón se negaba a palpitar más despacio.
—Tranquilícese, doctora —dijo Marino mientras dejábamos la autopista por la salida de Williamsburg Colonial—. Tanto si la policía lo vigila como si no, ese pájaro no es tan idiota como para tocar siquiera a Abby. En serio, usted ya lo sabe. No le hará nada.
Cuando entramos en la apacible calle donde vivía Spurrier sólo había un vehículo a la vista.
—Mierda —masculló Marino.
Aparcado junto a la acera, ante la casa de Spurrier, había un Jaguar negro.
—Pat Harvey —exclamé—. Oh, Dios.
Marino pisó el freno a fondo.
—Quédese aquí.
Saltó del coche como impulsado por un muelle y echó a correr por el camino de acceso bajo el intenso aguacero. El corazón me latió con fuerza cuando vi que abría la puerta, empujándola con el pie, revólver en mano, y que desaparecía en el interior. El umbral quedó vacío y, de pronto, Marino volvió a llenarlo. Miró hacia mí y gritó algo que no pude entender.
Salí del coche y la lluvia me empapó la ropa mientras corría.