Las desapariciones de parejas de jóvenes y el posterior hallazgo de sus cuerpos en un estado de avanzada descomposición hacen suponer la existencia de un asesino que calcula y prepara metódicamente la inmolación de sus víctimas. Cuando es la hija de la directora de Política Nacional Antidroga quien desaparece con su novio, las anteriores hipótesis adquieren una nueva dimensión. La doctora Kay Scarpetta cree que se encuentra ante un caso que presenta unas pautas claras, de las cuales la más significativa es una jota de corazones que el asesino deja como testimonio de su sacrificio. Hasta que empieza a investigar…
Patricia Cornwell
La jota de corazones
Kay Scarpetta - 3
ePUB v1.0
AlexAinhoa19.06.12
Título original:
All that remains
Patricia Cornwell, 04/1993.
Traducción: Jorge Luís Mustieles Rebullida.
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.0
Este libro es para Michael Congdon.
Como siempre, gracias.
El sábado, último día de agosto, empecé a trabajar antes del amanecer. No vi cómo se alzaba la bruma de la hierba ni cómo el cielo se volvía de un azul brillante. Las mesas de acero estuvieron ocupadas por cadáveres toda la mañana, y no había ventanas en el depósito. El fin de semana del Día del Trabajo había comenzado en la ciudad de Richmond con un estallido de accidentes de tráfico y tiroteos.
Eran las dos de la tarde cuando por fin regresé a mi hogar, en el West End, y oí a Bertha que fregaba la cocina. Venía todos los sábados a hacer la limpieza y sabía por anteriores ocasiones que no debía hacer caso al teléfono, que justo empezaba a sonar.
—No estoy en casa —dije en voz alta, mientras abría el frigorífico.
Bertha dejó de fregar.
—Hace un momento también sonaba —me informó—. Y antes han llamado otra vez.
El mismo hombre.
—No hay nadie en casa —repetí.
—Lo que usted diga, doctora Kay. —La bayeta volvió a moverse por el suelo.
Traté de no prestar atención al mensaje impersonal del contestador automático que se infiltraba en la cocina bañada de sol. Los tomates de Hanover, tan abundantes durante el verano, con la llegada del otoño se convertían en algo precioso. Solamente quedaban tres. ¿Dónde estaba la ensalada de pollo?
Tras el pitido sonó una conocida voz de hombre.
—¿Doctora? Soy Marino…
«Oh, Dios», pensé, y cerré la puerta del frigorífico con un golpe de cadera. Pete Marino, inspector de la brigada de homicidios de Richmond, había estado en la calle desde la medianoche anterior, y acababa de verlo en el depósito, mientras extraía las balas de uno de sus casos. En aquellos momentos debería estar camino del lago Gaston para pasar lo que quedaba del fin de semana pescando. Por mi parte, deseaba ponerme a trabajar en el jardín.
—He intentado localizarla antes de salir. Tendrá que probar con mi busca…
En la voz de Marino había una nota de urgencia, y descolgué bruscamente el auricular.
—Estoy aquí.
—¿Es usted o su maldito aparato?
—¿A usted qué le parece? —respondí.
—Malas noticias. Han encontrado otro coche abandonado, en New Kent, en el área de descanso de la I-64, dirección oeste. Benton acaba de llamarme…
—¿Otra pareja? —lo interrumpí, descartados todos mis planes para el día.
—Fred Cheney, varón de raza blanca, diecinueve años. Deborah Harvey, mujer de raza blanca, diecinueve años. Vistos por última vez ayer, alrededor de las ocho, cuando salían de casa de la familia Harvey, en Richmond, para dirigirse a Spindrift.
—¿Y el coche está colocado en dirección oeste? —pregunté, porque Spindrift, Carolina del Norte, se encuentra a unas tres horas y media al este de Richmond.
—Ajá. Por lo visto iban en dirección contraria, de vuelta a la ciudad. Un policía ha encontrado el coche, un jeep Cherokee, hace cosa de una hora. Ni rastro de los chicos.
—Salgo inmediatamente —dije.
Bertha no había parado de fregar, pero yo sabía que había escuchado hasta la última palabra.
—Me marcharé en cuanto termine con esto —me aseguró—. Lo dejaré todo cerrado y conectaré la alarma. No se preocupe, doctora Kay.
El miedo sacudió mis nervios mientras recogía el bolso y me precipitaba hacia el coche.
Eso ya había sucedido con otras cuatro parejas. Las cuatro habían desaparecido, y las habían encontrado asesinadas finalmente en un área de ochenta kilómetros con centro en Williamsburg. Los casos, que la prensa había bautizado como «los asesinatos de las parejas», eran inexplicables, y nadie parecía tener ninguna pista o teoría verosímil, ni siquiera el FBI y su Programa de Captura de Criminales Violentos, el VICAP, que disponía de una base de datos de ámbito nacional manejada por un ordenador de inteligencia artificial capaz de relacionar personas desaparecidas con cuerpos no identificados y enlazar asesinatos en serie. Cuando se encontraron los cadáveres de la primera pareja, hacía más de dos años, la policía local solicitó la asistencia de un equipo regional del VICAP, formado por el agente especial del FBI Benton Wesley y el veterano inspector de la brigada de homicidios de Richmond Pete Marino. Luego desapareció otra pareja, y más tarde otras dos. En todos los casos, antes de que se pudiera avisar al VICAP, antes de que el Centro Nacional de Información Criminal, el NCIC, pudiera telegrafiar siquiera las descripciones a los departamentos de policía de todo el país, los adolescentes que habían desaparecido estaban ya muertos y se descomponían en algún lugar de los bosques.
Apagué la radio al pasar por una cabina de peaje y empecé a acelerar por la I-64 en dirección este. Imágenes y voces volvieron a mí de repente. Huesos y ropa podrida cubiertos de hojas secas. Atractivos y sonrientes rostros de adolescentes desaparecidos impresos en los periódicos, y familias confusas y angustiadas que eran entrevistadas por televisión y que me llamaban por teléfono.
—Siento mucho lo de su hija.
—Dígame cómo murió mi pequeña, por favor. ¡Oh, Dios mío! ¿Sufrió mucho?
—Aún no hemos podido determinar la causa de la muerte, señora Bennett. Por el momento, no puedo decirle nada más.
—¿Está usted diciéndome que no lo sabe?
—Sólo quedan los huesos, señor Martin. Cuando desaparecen los tejidos blandos, cualquier posible lesión desaparece con ellos…
—¡No quiero escuchar su jerga médica! ¡Quiero saber cómo murió mi hijo! ¡La policía me ha preguntado si tomaba drogas! ¡Mi hijo no se ha emborrachado en toda su vida, y mucho menos ha tomado drogas! ¿Me ha oído usted, señora? Mi hijo está muerto, y pretenden hacerlo pasar por una especie de degenerado…
«La responsable del departamento de medicina forense, desconcertada: La doctora Kay Scarpetta no puede identificar la causa de la muerte.»
Indeterminada.
Una y otra vez. Ocho adolescentes.
Era espeluznante. De hecho, para mí, se trataba de algo sin precedentes. Todo patólogo forense se encuentra con casos inclasificables, pero yo nunca había tenido tantos que parecieran estar relacionados.
Abrí la capota y el aire libre me levantó un poco el ánimo. La temperatura pasaba de los veinticinco grados y pronto empezarían a caer las hojas. Sólo en primavera y otoño no añoraba Miami. Los veranos de Richmond eran igualmente calurosos, sin la ventaja de las brisas del océano que limpiaban el aire. La humedad era horrible, y en invierno no me sentía mejor, puesto que no me gusta el frío. Pero la primavera y el otoño eran embriagadores. Absorbí el cambio de estación que venía en el aire y lo sentí directamente en la cabeza.
El área de descanso de la I-64 en el condado de New Kent estaba exactamente a cincuenta kilómetros de mi casa. Habría podido ser cualquier área de descanso de Virginia, con mesas de picnic, parrillas, barriles de madera para la basura, aseos y máquinas expendedoras entre paredes de ladrillo y árboles recién plantados. Pero no se veía ningún automovilista ni camionero, y estaba todo lleno de coches de policía. Un agente acalorado con uniforme azul grisáceo se me acercó con cara de pocos amigos cuando aparqué junto al aseo de señoras.
—Lo siento, señora —dijo, inclinándose hacia la ventanilla abierta—. Esta área de descanso está cerrada hoy. Tengo que pedirle que siga circulando.
—Soy la doctora Kay Scarpetta —me identifiqué, al tiempo que paraba el motor—. La policía me ha pedido que viniera.
—¿Por qué motivo, señora?
—Soy la jefa del departamento de medicina forense —respondí.
El agente me miró de arriba abajo y advertí un destello de escepticismo en sus ojos.
Supuse que no debía de parecer «jefa» de nada. Vestida con una falda tejana lavada a la piedra, una blusa rosa y zapatos de cuero, me faltaban todos los atavíos de la autoridad, incluso el coche oficial, que estaba en el garaje a la espera de unos neumáticos nuevos. A simple vista, yo parecía una yuppie no tan joven que paseaba en su Mercedes gris oscuro, una distraída rubia ceniza de camino al centro comercial más cercano.
—Necesitaré algún documento.
Tras hurgar en el interior de mi bolso, extraje una delgada cartera negra y le mostré mi placa metálica de forense junto con el permiso de conducir. El policía estudió ambas cosas durante un largo instante. Me di cuenta de que estaba muy azorado.
—Puede dejar el coche aquí mismo, doctora Scarpetta. La gente que busca está en la parte de atrás. —Hizo un gesto en dirección a la zona de aparcamiento para camiones y autobuses—. Que usted lo pase bien —añadió insensatamente mientras se alejaba.
Seguí un sendero de ladrillo. Rodeé el edificio, y al pasar bajo la sombra de los árboles me saludaron varios coches más de la policía, una grúa de remolque con las luces del techo destellando y al menos una docena de hombres de uniforme y de paisano. No vi el jeep Cherokee rojo hasta que lo tuve casi delante. Estaba fuera de la zona pavimentada, hacia la mitad de la rampa de salida, en una depresión semioculta por el follaje. El automóvil, de dos puertas, estaba cubierto por una fina capa de polvo.
Al atisbar por la ventanilla del conductor comprobé que el interior de cuero beige estaba muy limpio y que, ordenadas con cuidado sobre el asiento posterior, había varias piezas de equipaje, un esquí de eslalon, un rollo de cuerda para esquí de nailon amarillo y una nevera de plástico rojo y blanco. Las llaves colgaban del contacto. Las ventanillas estaban parcialmente abiertas. Desde el borde del asfalto las huellas de los neumáticos eran claramente visibles sobre la pendiente herbosa; la rejilla cromada del radiador rozaba un grupo de pinos.
Marino estaba conversando con un hombre rubio y delgado al que yo no conocía. Me lo presentó como Jay Morrell, de la policía del Estado, y parecía estar al mando de la operación.
—Kay Scarpetta —me presenté, puesto que Marino me había identificado únicamente como «la doctora».
Morrell fijó en mí sus Ray-Ban verde oscuro y asintió con la cabeza. Sin uniforme y provisto de un bigote que era poco más que bozo adolescente, exudaba el aire de jactancia y eficacia que yo relacionaba con los investigadores nuevos en su trabajo.
—He aquí lo que sabemos por el momento. —Continuamente miraba de soslayo, nervioso—. El jeep pertenece a Deborah Harvey, y ella y su acompañante, Fred Cheney, salieron de la residencia de los Harvey anoche, aproximadamente a las ocho de la tarde. Se dirigían a Spindrift, donde la familia Harvey posee una casa en la playa.