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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (9 page)

BOOK: La jota de corazones
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—Dudo de que conozca el significado de la palabra —respondí.

—Lo que me extraña —prosiguió Abby—es que la policía no le haya ordenado mantener la boca cerrada.

—Quizá sí se lo ordenaron, pero no ha podido resistir la tentación de ver su nombre en letra impresa.

El área de descanso de la I-64 este, donde la dependienta había enviado a Deborah y Fred, estaba completamente desierta cuando llegamos. Abby aparcó en la parte delantera, junto a un grupo de máquinas expendedoras de periódicos, y durante varios minutos permanecimos sentadas, en silencio. Un pequeño acebo situado justo enfrente de nosotras aparecía de color plateado bajo las luces del coche, y las farolas eran borrones blancos en la niebla. De estar sola allí, no me veía bajando para ir a utilizar los aseos.

—Qué siniestro —musitó Abby—. Dios mío. Me gustaría saber si este lugar está igual de desierto todos los martes por la noche o si es que la noticia ha asustado a la gente.

—Quizá las dos cosas —respondí—. Pero puedes estar segura de que la noche del viernes en que se detuvieron Deborah y Fred no estaba desierto.

—Puede que se detuvieran justo donde estamos nosotras ahora —especuló—. Todo esto debía de estar lleno de gente, ya que empezaba el fin de semana del Día del Trabajo. Si fue aquí donde se encontraron con alguien, tiene que ser un hijo puta verdaderamente temerario.

—Si estaba lleno de gente —señalé—, tenía que estar repleto de coches.

—¿Y qué? —encendió un cigarrillo.

—Suponiendo que fuera aquí donde Deborah y Fred se encontraron con alguien, y suponiendo que por la razón que fuese lo dejaran subir a su jeep, ¿qué se hizo de su coche? ¿O llegó hasta aquí a pie?

—No es probable —contestó ella.

—Si vino en coche —continué— y lo dejó aparcado aquí, lo que más le convenía es que hubiera mucho movimiento.

—Ya veo qué quieres decir. Si su coche fuera el único del aparcamiento y hubiera permanecido aquí horas enteras, hasta la madrugada, es posible que algún coche patrulla lo hubiera visto y se hubiera detenido a investigar.

—Y eso es correr un gran riesgo cuando se está cometiendo un crimen —añadí.

Reflexionó unos instantes.

—¿Sabes una cosa? Lo que más me intriga es que todo el suceso podría ser casual pero no es casual. Que Deborah y Fred se detuvieran en el área de descanso fue casual.

Si una vez aquí se encontraron con alguien, o incluso si fue en el
7-Eleven
, como el tipo que tomaba café, eso parece casual. Pero también hay premeditación. La cosa estaba pensada de antemano. Si alguien los raptó, parece que sabía lo que se hacía.

No respondí.

Pensaba en lo que había dicho Wesley. Una conexión política. O un asaltante que hacía muchos ensayos antes de atacar.

Suponiendo que la pareja no hubiera desaparecido por voluntad propia, no veía la manera de que el resultado no fuera fatal.

Abby puso el coche en marcha.

No volvió a hablar hasta que estuvimos en la autopista, rodando a velocidad de crucero.

—Tú crees que están muertos, ¿verdad?

—¿Preguntas mi opinión para poder citarla?

—No, Kay. No para citarla. ¿Quieres que te diga la verdad? En estos momentos me importa un bledo el artículo. Sólo quiero saber qué diablos está ocurriendo.

—Porque estás preocupada por ti misma.

—¿No lo estarías tú?

—Sí. Si creyera que tengo los teléfonos intervenidos, que me siguen por la calle, estaría muy preocupada, Abby. Y hablando de preocupaciones, es muy tarde. Estás agotada. Es absurdo que vuelvas a Washington esta misma noche. —Me miró de soslayo—. En casa tengo mucho sitio —añadí—. Puedes emprender viaje a primera hora de la mañana.

—Sólo si tienes un cepillo de dientes nuevo y algo que ponerme para dormir, y si no te importa que te saquee el bar.

Me recosté en el asiento, cerré los ojos y murmuré:

—Puedes emborracharte, si quieres. De hecho, es muy posible que lo haga contigo.

Cuando entramos en mi casa, a medianoche, empezó a sonar el teléfono, y respondí antes de que lo hiciera el contestador automático.

—¿Kay?

Al principio no identifiqué la voz, porque no la esperaba. Luego, el corazón me dio un vuelco.

—Hola, Mark —contesté.

—Siento llamarte tan tarde…

Lo interrumpí, con una voz en la que se traslucía la tensión.

—Estoy acompañada. ¿Recuerdas que te hablé alguna vez de mi amiga Abby Turnbull, del Post? Se queda esta noche conmigo. Nos lo hemos pasado de maravilla, poniéndonos al corriente.

Mark no respondió de inmediato. Tras una pausa, observó:

—Quizá te resultaría más cómodo llamarme tú, cuando te convenga.

Al colgar vi que Abby me miraba, sorprendida por mi evidente turbación.

—Pero ¿de quién era esa llamada, Kay?

5

Durante mis primeros meses en Georgetown me sentí tan abrumada por los estudios de derecho y por mi sensación de ser una extraña en el lugar que rehuía toda compañía y procuraba alejarme de los demás. Yo era doctora en medicina, una italiana de la clase media de Miami, muy poco familiarizada con las cosas más selectas de la vida. De pronto, me vi arrojada entre personas hermosas y brillantes y, aunque no me avergüenzo de mi ascendencia, me sentía socialmente vulgar.

Mark James era uno de los privilegiados, un joven alto y elegante, seguro de sí e independiente. Mucho antes de saber cómo se llamaba ya me había fijado en él. Nos conocimos en la biblioteca de la facultad de derecho, entre penumbrosas estanterías repletas de libros, y nunca olvidaré la intensidad de sus ojos verdes cuando empezamos a discutir algún asunto que no logro recordar. Terminamos tomando café en un bar y conversando hasta la madrugada. A partir de entonces, nos veíamos casi todos los días. Durante un año entero no dormimos, o así me lo pareció, pues aun cuando nos acostábamos juntos, nuestra forma de hacer el amor no nos permitía muchas horas de reposo. Por más que nos entregáramos del todo, nunca nos saciábamos el uno del otro y, de un modo ingenuo, utópico, estaba segura de que seguiríamos juntos para siempre. No quise aceptar el frío desengaño que descendió sobre nuestra relación en el segundo curso Cuando me gradué, con el anillo de compromiso que me había entregado otra persona, me había convencido de que Mark era agua pasada, hasta que reapareció misteriosamente en mi vida no hacía mucho.

—Tal vez Tony fue un puerto donde te cobijaste —conjeturó Abby, refiriéndose a mi ex marido, mientras bebíamos coñac en la cocina.

—Tony fue una decisión práctica —respondí—. O así me lo pareció al principio.

—Tiene sentido. En mi patética vida amorosa ha habido episodios semejantes. Cogió su copa —. Me enamoro apasionadamente, y bien sabe Dios que ha ocurrido pocas veces y nunca ha durado mucho. Pero cuando termina, soy como un soldado herido que regresa a casa cojeando. Y al final me encuentro en brazos de algún tipo con toda la pinta de una babosa que ha prometido cuidar de mí.

—El típico cuento de hadas.

—Sacado de los hermanos Grimm —asintió, con amargura—. Dicen que cuidarán de ti, pero lo cierto es que te quieren a su lado para que les prepares la cena y les laves los calzoncillos.

—Acabas de pintar el vivo retrato de Tony —dije yo.

—¿Qué se ha hecho de él?

—No he hablado con él desde hace demasiados años para contarlos.

—La gente separada tendría que seguir siendo amiga, por lo menos.

—Él no quiso que fuéramos amigos —respondí.

—¿Aún piensas en él?

—No puedes vivir seis años con alguien y no pensar en él de vez en cuando. Eso no significa que quiera estar con Tony. Pero una parte de mí se preocupará siempre por él y deseará que le vayan bien las cosas.

—Cuando os casasteis, ¿estabas enamorada?

—Eso creía.

—Quizá lo estuvieras —dijo Abby—, pero a mí me da la impresión de que nunca dejaste de querer a Mark.

Volví a llenar las copas. Por la mañana las dos estaríamos hechas polvo.

—Me parece increíble que volvierais a reuniros otra vez, después de tantos años prosiguió ella —. Y, no importa lo que haya podido pasar; sospecho que Mark tampoco ha dejado nunca de amarte.

Cuando volvió a entrar en mi vida fue como si durante los años de separación hubiéramos vivido en países extranjeros, como si los lenguajes de nuestros pasados fueran indescifrables para el otro. Sólo nos comunicábamos abiertamente en la oscuridad. Me contó que se había casado y que su esposa había muerto en un accidente automovilístico. Más tarde averigüé que había abandonado su profesión de jurista para ingresar en el FBI. Cuando estábamos juntos todo era euforia, pasé la época más maravillosa que había conocido desde nuestro primer año en Georgetown.

Naturalmente, no duró mucho. La historia tiene la mala costumbre de repetirse.

—Supongo que no fue culpa suya que lo destinaran a Denver —decía Abby.

—Hizo una elección —contesté—. Y yo también.

—¿No quisiste ir con él?

—Yo fui el motivo de que solicitara el traslado, Abby. Quería separarse de mí.

—¿Y por eso se va al otro extremo del país? Lo encuentro bastante exagerado.

—Cuando la gente está enojada, su comportamiento puede ser bastante exagerado.

Es fácil cometer grandes errores.

—Y seguramente él es demasiado terco para reconocer que se equivocó —apuntó ella.

—Es terco. Yo también soy terca. Ninguno de los dos ha ganado ningún premio por su habilidad diplomática. Yo tengo mi carrera y él tiene la suya. Él estaba en Quantico y yo estaba aquí, y la relación pronto se volvió insostenible. Yo no tenía ninguna intención de marcharme de Richmond y él no tenía ninguna intención de mudarse a Richmond. Luego empezó a pensar en volver a la calle, en pedir el traslado a alguna oficina de campo o a solicitar un cargo en la sede central, en Washington. Todo siguió así hasta que, al final, parecía que lo único que hacíamos era pelearnos. —Hice una pausa, buscando la manera de explicar lo que nunca estaría claro—. Quizás estoy demasiado hecha a mis costumbres.

—No puedes vivir con alguien y pretender que todo siga como antes, Kay. —¿Cuántas veces nos habíamos dicho lo mismo Mark y yo? La situación llegó a un punto en que apenas nos decíamos nada nuevo—. ¿Crees que conservar tu autonomía vale el precio que estás pagando, que estáis pagando los dos?

Había días en los que no estaba muy segura, pero no quise decírselo a Abby.

Ella encendió otro cigarrillo y cogió la botella de coñac.

—¿Os planteasteis alguna vez visitar a un terapeuta?

—No.

No era del todo cierto. Mark y yo no habíamos ido nunca a un terapeuta, pero yo había ido sola y aún seguía visitando a un psiquiatra, aunque cada vez con menos frecuencia.

—¿Conoce a Benton Wesley? —preguntó Abby.

—Desde luego. Benton entrenó a Mark en la Academia mucho antes de que yo llegara a Virginia —respondí—. Son muy buenos amigos.

—¿En qué está trabajando Mark, en Denver?

—Ni idea. Alguna misión especial.

—¿Está al corriente de lo que sucede aquí? Me refiero a las parejas.

—Supongo que sí. —Tras una pausa, pregunté—: ¿Por qué?

—No lo sé. Pero ten cuidado con lo que le dices a Mark.

—Hoy ha sido la primera vez que llama desde hace meses. Como puedes comprender, no es mucho lo que le he dicho.

Abby se puso en pie y la acompañé a su habitación. Mientras le daba un camisón y le enseñaba el cuarto de baño, insistió, evidentemente bajo los efectos del coñac:

—Volverá a llamar. O, si no, lo llamarás tú. Así que ten mucho cuidado.

—No pienso llamarlo —le aseguré.

—Entonces es que eres tan mala como él —sentenció—. Sois un par de cabezotas rencorosos, eso es. Así veo yo la situación, te guste o no.

—Tengo que estar en la oficina a las ocho —dije yo—. Ya me encargaré de que estés levantada a las siete.

Me dio un abrazo de buenas noches y me besó en la mejilla.

6

El siguiente fin de semana salí temprano y compré el Post, pero no pude encontrar el artículo de Abby. Tampoco apareció a la semana siguiente, ni a la otra, y lo encontré extraño. ¿Estaría bien Abby? ¿Por qué no había vuelto a tener noticias suyas desde su visita a Richmond?

A finales de octubre llamé a la redacción del Post:

—Lo siento —me explicó un hombre que parecía agobiado—. Abby está en excedencia.

No volverá hasta el próximo mes de agosto.

—¿Aún sigue en la ciudad? —pregunté, desconcertada.

—No tengo ni idea.

Después de colgar, busqué en la agenda y marqué el número de su casa. Me contestó una cinta grabada. Abby no me devolvió esa llamada, ni ninguna otra de las que le hice durante las semanas que siguieron. Hasta poco después de Navidad no empecé a comprender lo que estaba ocurriendo. El lunes 6 de enero, al llegar a casa, encontré una carta en el buzón. No llevaba remitente, pero la caligrafía era inconfundible. Abrí el sobre y en su interior hallé una hoja de papel amarillo en la que aparecían garrapateadas las palabras «Para tu información. Mark» y un breve artículo recortado de una edición reciente del New York Times. Abby Turnbull, leí con incredulidad, había firmado un contrato para escribir un libro sobre la desaparición de Fred Cheney y Deborah Harvey, y la «inquietante semejanza» entre su caso y el de las otras cuatro parejas de Virginia que habían desaparecido antes y habían sido encontradas muertas.

Abby me había prevenido acerca de Mark y ahora Mark me prevenía acerca de ella.

¿O acaso tenía algún otro motivo para enviarme el artículo?

Permanecí sentada en la cocina durante un largo rato, con deseos de dejar un airado mensaje en el contestador de Abby o de llamar a Mark. Finalmente, decidí llamar a Anna, mi psiquiatra.

—¿Te sientes traicionada? —me preguntó, tras exponerle el caso.

—Por decirlo suavemente, Anna.

—Ya sabías que Abby escribiría un artículo para el periódico. ¿Tan distinto es que escriba un libro?

—No me advirtió que iba a hacerlo —aduje.

—El hecho de que te sientas traicionada no quiere decir que en verdad lo hayas sido —explicó Anna—. Es sólo tu reacción en estos momentos. Tendrás que esperar y averiguarlo. En cuanto al por qué Mark te envió el recorte, quizá también debas esperar para averiguarlo. Puede que haya sido su manera de acercarse a ti.

—No sé si debería consultar a un abogado —comenté—. Ver si debo hacer algo para protegerme. No tengo ni idea de lo que puede aparecer en el libro de Abby.

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