—Lo que acabo de decirle no debe salir de esta habitación —me advirtió la señora Harvey—. Debbie es muy reservada. Toda mi familia es muy reservada.
—Entiendo.
—Su relación con Fred —prosiguió—era reservada. Demasiado reservada. Como habrá usted observado, no hay ninguna fotografía, nada que la atestigüe. No dudo de que habrán intercambiado fotos, regalos, recuerdos. Pero Debbie siempre los ha guardado en secreto. En febrero fue su cumpleaños, por ejemplo. Poco después me di cuenta de que llevaba un anillo de oro en el meñique de la mano izquierda, una banda estrecha con un dibujo de flores. No me dijo nada, ni yo se lo pregunté, pero estoy segura de que se lo había regalado él.
—¿Lo considera un joven estable?
Se volvió para mirarme a la cara, con ojos oscuros y algo distraídos.
—Fred es muy vehemente, un tanto obsesivo. Pero no puedo decir que sea inestable.
En realidad, no puedo quejarme de él. Lo único que me preocupa es que su relación parece demasiado seria, demasiado… —desvió la mirada mientras buscaba la palabra exacta—adictiva. Es la expresión que se me ocurre. Es como si cada uno fuese una droga para el otro. —Cerró los ojos, volvió de nuevo la cabeza y la apoyó sobre el cristal de la ventana—. Dios mío. Ojalá no le hubiéramos comprado ese maldito jeep.
No hice ningún comentario.
—Fred no tiene coche. No le hubiera quedado más remedio… —La frase quedó en el aire.
—No le hubiera quedado más remedio —concluí— que ir a la playa con los demás.
—¡Y esto no habría sucedido!
De pronto, se dirigió hacia la puerta y salió al corredor. Comprendí que no podía permanecer en el cuarto de su hija ni un segundo más y la seguí escalera abajo hasta la puerta principal. Cuando le tendí la mano, ella se apartó de mí y empezó a llorar.
—Lo siento mucho. —¿Cuántas veces tendría que repetir lo mismo mientras viviera?
La puerta se cerró sin ruido mientras bajaba por los peldaños del pórtico. Camino a casa, recé por que si me encontraba de nuevo con Pat Harvey no fuera en mi calidad de forense.
Pasó una semana sin que tuviera noticias de nadie relacionado con el caso Harvey Cheney, cuya investigación, por lo que sabía, no había llegado a ninguna parte. El lunes, mientras estaba en el depósito, metida en sangre hasta los codos, me llamó Benton Wesley. Quería hablar inmediatamente con Marino y conmigo, y propuso que ambos fuéramos a cenar a su casa.
—Creo que Pat Harvey lo pone nervioso —comentó Marino aquella tarde. Unas discretas gotas de lluvia rebotaban en el parabrisas de su automóvil mientras rodábamos hacia el hogar de los Wesley—. Personalmente, me importa una mierda que ella hable con una quiromántica; como si quiere llamar al Santísimo o al maldito diablo.
—Hilda Ozimek no es una quiromántica —objeté.
—La mitad de esos tugurios de Hermana Rosa con una mano pintada en la fachada esconden negocios de prostitución.
—Soy consciente de ello —respondí con voz cansada.
Marino abrió el cenicero, recordándome qué asqueroso es el hábito de fumar. Si podía embutir allí dentro una colilla más, sería un récord Guinness.
—Supongo que usted habrá oído hablar de Hilda Ozimek —prosiguió.
—No sé mucho sobre ella, en realidad, salvo que me parece que vive en algún lugar de las Carolinas.
—En Carolina del Sur.
—¿Se aloja con los Harvey?
—Ya no —respondió Marino; accionó los limpiaparabrisas mientras un vislumbre de sol asomaba entre las nubes—. Ojalá este maldito tiempo se decidiera de una vez. Ayer regresó a Carolina del Sur. La trajeron a Richmond y la devolvieron a su casa en un avión privado, aunque le parezca increíble.
—¿Le importaría decirme cómo se ha enterado? —Si me sorprendía que Pat Harvey hubiera recurrido a una vidente, aún me sorprendía más que se lo hubiera dicho a alguien.
—Buena pregunta. Le estoy contando lo que ha dicho Benton cuando me ha llamado.
Por lo visto, la bruja Hilda vio algo en su bola de cristal que trastornó muchísimo a la señora Harvey.
—¿Qué, exactamente?
—Ni puñetera idea. Benton no entró en detalles.
No insistí, porque hablar de Benton Wesley y sus actitudes reservadas era algo que me hacía sentir incómoda. En otro tiempo habíamos disfrutado trabajando juntos, y nuestras relaciones eran cálidas y respetuosas. Ahora me parecía distante, y no podía sino pensar que la forma en que Wesley se portaba conmigo tenía que ver con Mark.
Cuando Mark me dejó para aceptar un destino en Colorado, también había dejado Quantico, donde desempeñaba la privilegiada función de dirigir la Unidad de Preparación Legal de la Academia Nacional del FBI. Wesley había perdido a su colega y compañero, y a su modo de ver probablemente era culpa mía. El lazo que une a dos amigos puede ser más poderoso que el matrimonio, y los hermanos de placa son más leales entre sí que los amantes.
Media hora más tarde Marino abandonó la carretera y al poco rato perdí la cuenta de las vueltas que daba a derecha e izquierda por carreteras rurales que nos introducían cada vez más en el campo. Aunque ya me había reunido con Wesley en varias ocasiones, había sido siempre en mi despacho o en el de él. Nunca me había invitado a su casa, situada en el pintoresco marco de la campiña y los bosques de Virginia, con prados rodeados de cercas blancas y cobertizos y casas alejados de las carreteras. Cuando llegamos a su zona, empezamos a pasar ante largos caminos de acceso que conducían a grandes casas modernas, edificadas en parcelas generosas, con automóviles europeos aparcados en garajes con cabida para dos y tres coches.
—No sabía que hubiera comunidades de funcionarios de Washington tan cerca de Richmond —comenté.
—¿Cómo? Lleva usted aquí cuatro o cinco años ¿y todavía no ha oído hablar nunca de la agresión norteña?
—Cuando se ha nacido en Miami, la Guerra Civil no figura exactamente entre las principales preocupaciones de uno —respondí.
—Supongo que no. Coño, Miami ni siquiera es de este país. Cualquier lugar donde haya que votar para decidir si el inglés es idioma oficial no pertenece a Estados Unidos.
Las reservas de Marino acerca de mi lugar de nacimiento no eran nada nuevo.
Redujo velocidad al tomar el camino de grava y observó:
—No está mal la chocita, ¿eh? Supongo que los federales pagan un poco mejor que el municipio.
La casa tenía un tejado de ripias, cimientos de piedra y ventanas en mirador. Una hilera de rosales adornaba la facha da, y antiguos robles y magnolias sombreaban las alas este y oeste. Cuando nos apeamos, empecé a buscar pistas que me ayudaran a conocer mejor la vida privada de Benton Wesley. Sobre la puerta del garaje había un aro de baloncesto, y junto a un montón de leña cubierto con plástico se veía una segadora roja salpicada de fragmentos de hierba. Más allá divisé un ancho patio impecablemente adornado con arriates de flores, azaleas y árboles frutales. Había varias sillas ordenadamente dispuestas junto a una parrilla de gas, y me imaginé a Wesley y a su esposa bebiendo y asando bistecs en los ociosos anocheceres de verano.
Marino pulsó el timbre. Nos abrió la esposa de Wesley, que se presentó como Connie.
—Ben ha subido un momento —nos explicó, sonriente, mientras nos conducía a una sala de estar con amplias ventanas, una gran chimenea y muebles de estilo rústico.
Era la primera vez que oía llamar «Ben» a Wesley. Tampoco había visto nunca a su mujer, que parecía tener algo más de cuarenta años. Era una morena atractiva, con unos ojos color avellana tan claros que eran casi amarillos y facciones muy marcadas, parecidas a las de su marido. La envolvía un aire de suavidad, una reserva callada que sugería fuerza de carácter y ternura. El cauto Benton Wesley que yo conocía debía de ser un hombre muy distinto en su casa, y me pregunté hasta qué punto estaba familiarizada Connie con los detalles de su profesión.
—¿Tomará una cerveza, Pete? —preguntó.
Marino se acomodó en una mecedora.
—Parece que hoy me toca a mí conducir. Vale más que beba café.
—¿Qué puedo servirle, Kay?
—Un café estaría muy bien —respondí—. Si no es molestia.
—Me alegro muchísimo de conocerlos, por fin —añadió con voz sincera —. Hace años que Ben me habla de ustedes. Tiene un concepto muy alto de los dos.
—Gracias. —el cumplido me desconcertó, y lo que dijo a continuación me causó un verdadero sobresalto.
—La última vez que vimos a Mark le hice prometer que cuando volviera a Quantico la traería a cenar.
—Es usted muy amable —contesté, esforzándome por sonreír.
Resultaba evidente que Wesley no se lo contaba todo, y la idea de que Mark hubiera estado en Virginia hacía poco y que no me hubiera telefoneado siquiera resultaba superior a mis fuerzas.
Cuando nos dejó para ir a la cocina, Marino preguntó:
—¿Ha sabido algo de él últimamente?
—Denver es encantador —respondí, evasiva.
—Es una mierda, si le interesa mi opinión. Lo sacan de su escondite y lo entierran en Quantico una temporada. Y luego lo mandarán al oeste a trabajar en algo tan secreto que no podrá comentarlo con nadie. Ésa es otra de las razones: nunca me pagarán lo suficiente para que yo firme para el FBI.
No respondí.
—A la mierda tu vida personal —prosiguió—. Es lo que dicen: «Si Hoover hubiera querido que tuvieras esposa e hijos, te los hubiera entregado con la placa».
—Hace mucho tiempo de lo de Hoover —objeté, contemplando los árboles que se agitaban al viento. Parecía que iba a llover de nuevo, esta vez en serio.
—Puede ser. Pero siguen sin tener vida privada.
—No estoy muy segura de que ninguno de nosotros la tenga, Marino.
—Ésta es la jodida verdad —masculló entre dientes.
Sonó ruido de pasos y enseguida entró Wesley, todavía de traje y corbata, con pantalones grises y una camisa blanca almidonada algo arrugada. Cuando nos preguntó si nos habían ofrecido bebidas, me pareció fatigado y tenso.
—Connie ya se ocupa de nosotros —contesté.
Se dejó caer en una silla y consultó su reloj.
—Cenaremos dentro de una hora, más o menos. —Cruzó las manos sobre el regazo.
—No he sabido absolutamente nada de Morrell —comenzó a decir Marino.
—Me temo que no ha habido ninguna novedad. Nada esperanzador —respondió Wesley.
—Ya lo suponía. Sólo he dicho que no he sabido nada de Morrell.
El rostro de Marino permanecía inexpresivo, pero yo pude percibir su resentimiento. Aunque aún no se había quejado, sospechaba que se sentía como un defensa condenado a pasarse la temporada en el banquillo. Siempre había mantenido buenas relaciones con los investigadores de otras jurisdicciones y éste, francamente, había sido uno de los puntos fuertes en las actividades del VICAP en Virginia. Y entonces habían empezado los casos de las parejas desaparecidas. Los investigadores ya no se comunicaban entre ellos. No hablaban con Marino, y tampoco lo hacían conmigo.
—Se han suspendido las investigaciones en el lugar del suceso —informó Wesley—. Sólo pudimos llegar al área de descanso del carril contrario, donde el perro perdió la pista. Aparte de eso, lo único que se ha encontrado es un recibo dentro del jeep. Por lo visto, Deborah y Fred se detuvieron en un
7-Eleven
después de salir de la casa de los Harvey en Richmond. Compraron un paquete de seis latas de
Pepsi
y un par de cosas más.
—O sea, ya lo han comprobado —observó Marino, irritado.
—Se ha podido localizar a la dependienta que estaba de servicio. Recuerda que estuvieron allí. Al parecer, fue poco después de las nueve de la noche.
—¿Dónde está situado ese
7-Eleven
? —pregunté.
—Aproximadamente, unos ocho kilómetros al oeste del área de descanso donde se encontró el jeep —contestó Wesley.
—Dice que compraron alguna otra cosa —señalé—. ¿No podría ser más preciso?
—A eso iba —dijo Wesley—. Deborah Harvey compró una caja de Tampax. Preguntó si podía utilizar los servicios, y le dijeron que eso iba contra las normas. La dependienta nos dijo que los envió al área de descanso de la I-64, dirección este.
—Donde el perro perdió la pista —comentó Marino, el entrecejo fruncido, como si estuviera confuso—. No donde apareció el jeep.
—En efecto —asintió Wesley.
—¿Y las Pepsis? —pregunté—. ¿Las han encontrado?
—Cuando la policía examinó el jeep, había seis latas de Pepsi en la nevera.
Apareció su esposa con el café y un vaso de té helado para él, y Wesley hizo una pausa en la conversación. Connie nos sirvió en un discreto silencio y se retiró; tenía práctica en pasar desapercibida.
—Se supone que se metieron en el área de descanso para que Deborah pudiera ocuparse de su problema y que fue ahí donde se tropezaron con el pájaro que se los llevó —aventuró Marino.
—No sabemos qué les sucedió —nos recordó Wesley—. Existen muchas posibilidades que se han de tener en cuenta.
—¿Por ejemplo? —Marino todavía seguía ceñudo.
—Abducción.
—¿Quiere decir un secuestro? —Marino no intentó disimular su escepticismo.
—No olvide quién es la madre de Deborah.
—Sí, ya sé. La «Zarina de la droga», nombrada para el cargo porque el presidente quería echar algo de carnaza al movimiento de la mujer.
—Pete —replicó Wesley calmadamente—, no me parece prudente considerarla un mero mascarón plutocrático o una figurante elegida simplemente para dar satisfacción a las mujeres. Aunque el cargo no conlleva tanto poder como aparenta, puesto que no se le ha conferido ningún estatus en el gabinete, lo cierto es que Pat Harvey responde directamente ante el presidente. De hecho, es ella quien coordina todas las agencias federales en la lucha contra los delitos relacionados con la droga.
—Por no hablar de su historial como fiscal del Estado —apunté—. Respaldó vigorosamente los intentos de la Casa Blanca por conseguir que los asesinatos e intentos de asesinato relacionados con las drogas se castigaran con pena de muerte. Y estuvo muy enérgica.
—Ella y otros cien políticos —objetó Marino—. Tal vez estaría más preocupado si fuera una de esas liberales que quieren legalizar la hierba. Entonces tendría que pensar si no habría por ahí algún derechista de esos de la Mayoría Moral a quien Dios le hubiera ordenado raptar a la hija de Pat Harvey.
—Se ha mostrado siempre muy agresiva —señaló Wesley—. Ha conseguido que condenen a algunos de los peores del lote, ha contribuido decisivamente a la aprobación de leyes importantes, ha recibido amenazas de muerte y hace algunos años incluso llegaron a ponerle una bomba en el coche…