La jota de corazones (2 page)

Read La jota de corazones Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La jota de corazones
11.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cuando la pareja salió de Richmond, ¿estaba en casa la familia de Deborah Harvey? —pregunté.

—No, señora. —Volvió fugazmente sus gafas oscuras hacia mí—. Ya estaban en Spindrift. Habían salido el mismo día, más temprano. Deborah y Fred querían ir en su propio coche porque pensaban volver a Richmond el lunes. Los dos son estudiantes de segundo año en la universidad de Carolina, y tenían que volver temprano para preparar el regreso a clase.

Marino sacó un paquete de cigarrillos y dijo:

—Anoche, justo antes de salir de casa de los Harvey, telefonearon a Spindrift y dijeron a uno de los hermanos de Deborah que estaban a punto de ponerse en marcha y que llegarían entre medianoche y la una. Al ver que eran las cuatro de la madrugada y que aún no habían llegado, Pat Harvey llamó a la policía.

—¡Pat Harvey! —Contemplé a Marino, incrédula.

Fue el oficial Morrell quien contestó.

—Ah, sí. Nos ha caído una buena, desde luego. En este mismo instante, Pat Harvey se dirige hacia aquí. La ha recogido un helicóptero… —consultó su reloj de pulsera— ,hace cosa de media hora. El padre, Bob Harvey, está de viaje, en Charlotte, por un asunto de negocios, y tenía previsto llegar a Spindrift mañana, a una hora u otra. Por lo que sabemos, todavía no se lo ha podido localizar ni está enterado de lo sucedido.

Pat Harvey era la directora de Política Nacional Antidroga, y los medios de comunicación la habían bautizado como «Zarina de la droga». La señora Harvey, designada para el puesto por el presidente y que no hacía mucho había aparecido en la portada de la revista Time, era una de las mujeres más poderosas y admiradas de Estados Unidos.

—¿Y Benton? —pregunté a Marino—. ¿Sabe ya que Deborah Harvey es la hija de Pat Harvey?

—No me ha dicho nada al respecto. Cuando me ha llamado, acababa de aterrizar en Newport News… El FBI lo ha enviado por avión. Tenía prisa por conseguir un coche de alquiler. No hemos hablado mucho rato.

Eso respondía a mi pregunta. Benton Wesley no habría venido a toda prisa en un avión del FBI si no supiera quién era Deborah Harvey. Me pregunté por qué no le había dicho nada a Marino, su compañero del VICAP, y traté de leer en el ancho e impasible rostro de Marino. Tenía los músculos de la mandíbula contraídos, la frente congestionada y cubierta de gotas de sudor.

—En estos momentos —prosiguió Morrell— tengo un montón de hombres repartidos por ahí para impedir que entre nadie. Hemos registrado los aseos y mirado un poco por ahí para asegurarnos de que los chicos no están en las cercanías. En cuanto llegue el equipo de búsqueda de Península, empezaremos en el bosque.

Poco más allá del morro del jeep, hacia el norte, los cuidados jardines del área de descanso empezaban a poblarse de árboles y matorrales que, en cuestión de media hectárea, se volvían tan densos que lo único que podía ver era la luz del sol atrapada en las hojas y un halcón que volaba en círculos sobre una lejana aglomeración de pinos. Aunque se construían sin cesar centros comerciales y urbanizaciones junto a los márgenes de la I-64, esta zona, entre Richmond y Tidewater, por el momento permanecía intacta. El paisaje, que en otro tiempo me habría parecido ameno y tranquilizador, ahora se me antojaba ominoso.

—Mierda —protestó Marino cuando nos alejamos de Morrell y empezamos a pasear.

—Lo siento por su excursión de pesca —comenté.

—Ya lo ve. ¿No es lo que pasa siempre? Llevaba meses preparando esa maldita excursión. Se ha jodido otra vez. No es ninguna novedad.

—Me he fijado que al salir de la autopista —observé, sin hacer caso de su irritación—el ramal de entrada se divide inmediatamente en dos, uno que conduce hasta aquí y otro que lleva a la parte delantera del área de descanso. En otras palabras, los ramales son de dirección única. Si alguien entrara en el área delantera para automóviles y luego cambiara de idea y quisiera venir hasta aquí, no tendría más remedio que recorrer una distancia considerable en dirección contraria, arriesgándose a chocar con otro coche. Y yo diría que anoche debía de haber un buen número de viajeros en la carretera, puesto que es el fin de semana del Día del Trabajo.

—De acuerdo. Ya lo sé. No hace falta un científico espacial para deducir que alguien quiso abandonar el jeep exactamente donde está ahora, porque anoche sin duda había un montón de coches aparcados en el área delantera. O sea que se mete por el desvío para camiones y autobuses. Probablemente esta parte estaba bastante desierta. No lo ve nadie, y luego se larga.

—También es posible que no quisiera que encontraran el jeep demasiado pronto. Eso explicaría por qué está tan apartado de la zona pavimentada —sugerí.

Marino se quedó mirando el bosque y rezongó:

—Yo ya empiezo a estar demasiado viejo para esto.

Marino, el eterno protestón, tenía el hábito de llegar a la escena de un crimen y comportarse como si no quisiera estar allí. Llevábamos trabajando juntos el tiempo suficiente para estar acostumbrada a ello, pero esta vez tuve la sensación de que su actitud respondía a algo más que a una simple pose. Su frustración parecía deberse a algo más que a una excursión de pesca suspendida. Pensé que tal vez se había peleado con su esposa.

—Bien, bien —masculló, y se volvió hacia el edificio de ladrillo—. Ya llegó el
Llanero Solitario.

Giré en redondo mientras la esbelta y familiar figura de Benton Wesley salía de los servicios de caballeros. Apenas si dijo «hola» cuando llegó junto a nosotros; llevaba la cabellera plateada mojada en las sienes y las solapas del traje azul salpicadas de agua, como si acabara de lavarse la cara. Con la mirada inexpresiva fija en el jeep, sacó unas gafas de sol del bolsillo de la pechera y se las puso.

—¿Ha llegado ya la señora Harvey? —preguntó.

—No —contestó Marino.

—¿Y la prensa?

—No —dijo Marino.

—Bien.

Wesley tenía la boca apretada, de modo que su rostro de pronunciadas facciones parecía más duro e inaccesible que de costumbre. Lo habría encontrado apuesto de no ser por su impenetrabilidad. Era imposible adivinar sus pensamientos y emociones; últimamente había aprendido a ocultar su personalidad con tal maestría que a veces tenía la impresión de no conocerlo en absoluto.

—Tenemos que mantener el caso en secreto tanto tiempo como podamos —prosiguió—. En cuanto corra la voz, se armará un escándalo de mil demonios.

—¿Qué sabe de esta pareja, Benton? —le pregunté.

—Muy poco. La señora Harvey, después de denunciar su desaparición esta madrugada, llamó al director a su casa y luego me llamó a mí. Por lo visto, su hija y Fred Cheney se conocieron en la Universidad de Carolina y vienen saliendo juntos desde el primer año. En apariencia, los dos son formales y buenos chicos. No han tenido nunca la clase de problemas que justificaría que se hubieran metido en un lío con alguien poco recomendable; al menos, eso es lo que dice la señora Harvey. Sin embargo, pude deducir que su relación no acababa de parecerle del todo bien, que consideraba que pasaban demasiado tiempo a solas.

—Seguramente ésta sería la verdadera razón de que quisieran ir a la playa en otro coche —opiné.

—Sí, tal vez —asintió Wesley, mirando a su alrededor—. Es muy probable que ésa fuera la verdadera razón. Hablando con el director saqué la impresión de que a la señora Harvey no le hacía mucha gracia que Deborah llevara a su amigo a Spindrift.

Eran días para pasar en familia. La señora Harvey vive en Washington durante la semana, y apenas ha visto a su hija y a sus dos hijos durante el verano. Con franqueza, tengo la sensación de que Deborah y su madre no se llevaban muy bien últimamente, y puede que tuvieran una discusión justo antes de que la familia saliera hacia Carolina del Norte, ayer por la mañana.

—¿Cree que hay alguna posibilidad de que se hayan escapado juntos? —le preguntó Marino—. Eran inteligentes, ¿verdad? Deben de leer los periódicos, mirar las noticias, quizá vieron aquel programa especial de televisión sobre las parejas desaparecidas que emitieron la otra semana. Supongo que conocían esos casos. ¿Quién sabe si no han tenido alguna idea extraña? Sería una forma muy astuta de fingir una desaparición y castigar a sus padres.

—Es una de las posibilidades que hemos de tener en cuenta —respondió Wesley—. Y razón de más para que intentemos ocultarlo a los medios de comunicación tanto tiempo como podamos.

Morrell se reunió con nosotros y echamos a andar por el ramal de salida en dirección al jeep. Una furgoneta de color azul claro se paró cerca y de ella bajaron un hombre y una mujer, vestidos con monos oscuros y botas. Abrieron la portezuela trasera y dejaron salir dos perros que jadeaban y meneaban la cola. Tras enganchar largas correas a unas anillas metálicas sujetas en los cinturones de piel que les rodeaban la cintura, cada uno cogió a un perro por el arnés.

—¡Salty, Neptuno, quietos!

No supe cuál era cuál. Los dos perros eran grandes, de un color canela claro, con los morros llenos de arrugas y las orejas caídas. Morrell sonrió y extendió la mano.

—¿Qué tal, muchacho?

Salty, o tal vez Neptuno, lo recompensó con un beso húmedo y un restregón en la pierna.

Los cuidadores de los perros eran de Yorktown y se llamaban Jeff y Gail. Gail era tan alta como su socio y parecía igual de robusta. Me recordó a esas mujeres que se pasan la vida en una granja, con caras que el trabajo duro y el sol han cubierto de surcos, con un aire de paciencia imperturbable que les viene de entender la naturaleza y aceptar sus dones y sus castigos. Era la que mandaba el equipo de búsqueda y rescate, y por la forma en que contemplaba el jeep me di cuenta de que intentaba comprobar si habían alterado la escena y, por tanto, los olores.

—Nadie ha tocado nada —le aseguró Marino, mientras se agachaba para acariciar a uno de los perros detrás de las orejas—. Ni siquiera hemos abierto las portezuelas todavía.

—¿Sabe si antes ha entrado alguien? La persona que lo encontró, por ejemplo —preguntó Gail.

—Esta madrugada llegó el número de matrícula por teletipo —respondió Morrell. El rostro de Wesley parecía de granito mientras Morrell se explicaba con aire tedioso—. Los agentes no pasan por comisaría, de modo que no siempre ven los teletipos. Montan en sus coches y salen a patrullar. Los operadores de radio empezaron a enviar avisos en cuanto se denunció la desaparición de la pareja, y hacia la una del mediodía un camionero encontró el jeep y avisó por radio. El policía que respondió dijo que, aparte de mirar por las ventanillas para asegurarse de que no había nadie dentro, ni siquiera se acercó al jeep.

Confiaba en que fuera así. La mayoría de los agentes de policía, incluso aquellos que saben que no deben hacerlo, parece que no pueden resistir la tentación de abrir las portezuelas y registrar al menos la guantera en busca de algo que identifique al propietario.

Jeff cogió los dos arneses y se llevó a los perros a «usar el orinal» mientras Gail preguntaba:

—¿Tienen algo que los perros puedan olfatear?

—Le hemos pedido a Pat Harvey que traiga consigo cualquier prenda que haya sido usada recientemente por Deborah —respondió Wesley. Si Gail se sorprendió o impresionó al enterarse de quién era hija la muchacha que debía buscar, no dio muestras de ello; siguió contemplando a Wesley con aire inquisitivo—. Viene en helicóptero —añadió Wesley, y consultó su reloj—. Debería llegar de un momento a otro.

—Bien, con tal de que no hagan aterrizar el aparato aquí en medio —comentó Gail, acercándose al jeep—. No nos conviene que nada revuelva el lugar.

Atisbó por la ventanilla del conductor y estudió el interior de las puertas, el salpicadero, hasta el último centímetro del lugar. A continuación, dio un paso atrás y contempló unos instantes el tirador de plástico negro del exterior de la portezuela.

—Probablemente lo mejor serán los asientos —decidió—. Dejaremos que Salty olfatee uno y Neptuno el otro. Pero antes hemos de entrar sin estropear nada. ¿Alguien tiene una pluma o un lápiz?

Wesley sacó un bolígrafo Mont Blanc del bolsillo de la camisa y se lo ofreció.

—Necesito otro —añadió ella.

Por extraño que parezca, nadie llevaba un bolígrafo encima, ni siquiera yo. Hubiera podido jurar que tenía varios dentro del bolso.

—¿Le iría bien una navaja de bolsillo? —Marino hurgaba en sus tejanos.

—Perfecto.

Con el bolígrafo en una mano y una navajita del ejército suizo en la otra, Gail apretó el pulsador para el pulgar en la portezuela del conductor al tiempo que echaba el tirador hacia atrás; enseguida, sujetó el borde de la puerta con la punta de la bota para abrirla con suavidad. Mientras tanto, yo había empezado a oír el leve e inconfundible zumbido de las aspas de un helicóptero que se acercaba.

Al cabo de unos instantes, un Bell Jet Ranger rojo y blanco describió un círculo sobre el área de descanso y quedó sus pendido en el aire como una libélula, creando un pequeño huracán sobre el terreno. Todo sonido quedó sofocado, los árboles se estremecieron y la hierba se agitó bajo el rugido del tremendo vendaval. Con los párpados muy apretados, Gail y Jeff se acuclillaron junto a los perros, sosteniendo firmemente sus arneses. Marino, Wesley y yo nos retiramos al amparo de los edificios, y desde ese punto de observación contemplamos el violento descenso. Mientras el helicóptero inclinaba lentamente el morro en un torbellino de motores sobrerrevolucionados y aire azotado, vislumbré por un instante el rostro de Pat Harvey vuelto hacia el jeep de su hija antes de que la luz del sol velara el cristal.

Descendió del helicóptero con la cabeza gacha y la falda revoloteando alrededor de las piernas; Wesley esperaba a una distancia segura de las aspas, que giraban cada vez más despacio, y su corbata aleteaba sobre su hombro como una bufanda de aviador.

Antes de que Pat Harvey fuera elegida para el cargo de directora de Política Nacional Antidroga, había sido fiscal en Richmond y más tarde fiscal del Estado para el Distrito Este de Virginia. En el curso de su carrera en el sistema federal había actuado en importantes casos de narcotráfico, en alguno de los cuales hubo víctimas a las que yo había realizado la autopsia. Pero nunca me habían citado a declarar; los tribunales sólo habían reclamado mis informes. La señora Harvey y yo no nos habíamos visto nunca. En la televisión y en las fotografías de los periódicos ofrecía una imagen absolutamente profesional. Vista en carne y hueso, era femenina y de notableatractivo, esbelta, de facciones perfectamente dibujadas, y el sol encontraba matices rojizos y dorados en sus cortos cabellos castaños. Wesley hizo las presentaciones con brevedad y la señora Harvey nos estrechó la mano a todos con la cortesía y el aplomo de un político consumado. Pero no sonrió ni buscó la mirada de nadie.

Other books

Unbecoming by Jenny Downham
Toxicity by Andy Remic
How We Learn by Benedict Carey
Aston's Story (Vanish #2) by Elle Michaels