—Llámelo, por ejemplo,
vicit
—murmuró ásperamente.
—¿Cómo? —cazó al vuelo el señor Carson—. Ahá,
vicit.
Significa «venció», ¿verdad? ¡Princesa, es usted un genio!
¡Vicit!
¡Descomunal, jaja! ¡Hurra!
A Prokop no pudo sino pasársele por la cabeza una etimología diferente, atroz.
Vitium. Le vice.
El vicio. Miró con espanto a la princesa, pero en su rostro, inexpresivo, era imposible leer respuesta alguna.
El señor Carson corría delante hacia el lugar de la explosión. La princesa (obviamente adrede) se rezagó; Prokop pensó que quería decirle algo, pero ella sólo señaló su cara con el dedo: cuidado, ahí… Prokop se tocó rápidamente la cara: encontró en ella las huellas ensangrentadas de su mordisco, de modo que tomó un puñado de tierra y se la restregó por las mejillas, como si durante la explosión lo hubiera alcanzado un terrón.
La galería se había ahondado como un cráter de unos cinco metros de diámetro; era difícil calcular la fuerza explosiva, pero Carson dedujo que tendría cinco veces la potencia de la oxiliquita. «Interesante sustancia», aprobó, «pero para usos prácticos demasiado potente». En general, el señor Carson condujo la charla con facilidad, deslizándose a través de grietas alarmantes en la conversación; y cuando en el camino de vuelta, con un entusiasmo algo ostensible, se despidió alegando que aún tenía que hacer esto y aquello, cayó sobre Prokop un peso terrible: ¿de qué podía hablar ahora? Dios sabe por qué, le parecía que no podía mencionar ni una palabra acerca de aquel brutal y tétrico acontecimiento, cuando tuvo lugar la explosión y «el firmamento se abrió con la fuerza del fuego». Hervía en él el sentimiento amargo y desagradable de que la princesa lo había despachado con frialdad, como a un lacayo con el que… con el que… Cerró los puños de repugnancia y rumió algo totalmente intrascendente, probablemente sobre caballos; las palabras se le atascaban en la garganta, y la princesa, a todas luces, aceleraba el paso para llegar cuanto antes a palacio. Prokop cojeaba ostensiblemente, pero no dejaba que ella se diera cuenta. En el parque intentó despedirse, sin embargo la princesa giró por un camino secundario. La siguió vacilante; entonces ella se aferró a su brazo, inclinó la cabeza hacia atrás y le ofreció sus ávidos labios.
El perrillo pequinés de la princesa, Toy, olisqueó desde algún sitio a su ama y, dando gañidos de alegría, voló hacia ella a través de los macizos de flores y los matorrales. «¡Ahí está, jaja! ¿Pero qué es esto?». El perrillo estaba aterrado: «El Gran Misántropo la está zarandeando, se muerden, se bambolean en una lucha silenciosa y furiosa. Ahá, la Ama ha perdido, deja caer las manos y yace gimiendo en los brazos del Misántropo, que ahora la está estrangulando». Y Toy empezó a gritar «¡Socorro! ¡Socorro!» en su idioma, perruno o chino. La princesa se zafó de los brazos de Prokop.
—Incluso el perro, incluso el perro —se echó a reír nerviosa—. ¡Vamos!
A Prokop le daba vueltas la cabeza, le costó dar unos cuantos pasos. La princesa lo cogió del brazo (¡estás loca! ¿qué pasaría si alguien…?), lo arrastraba, pero las piernas le fallaban; clavaba los dedos en su brazo, parecía que tenía ganas de lastimarlo, siseaba, fruncía el ceño, sus ojos se hundieron en la oscuridad. Y, de repente, con un ronco gemido, voló al cuello de Prokop, hasta el punto de que éste se tambaleó, y buscó su boca. Prokop la trituraba con los brazos y los dientes; un largo abrazo sin aliento, y el cuerpo, tenso como un arco, desfalleció, se desplomó, cayó blando e impotente. La princesa descansaba sobre el pecho de Prokop con los ojos cerrados y balbuceaba dulces sílabas sin sentido, dejaba que le asolaran el rostro y el cuello con besos arrebatados y los devolvía, ebria y como sin ser consciente de sí misma: en el pelo, en la oreja, en los hombros, embriagada, dócil, al borde del desfallecimiento, infinitamente tierna, sumisa como una muñeca de trapo y quizás, dios, quizás, en aquel instante, dichosa por una felicidad inenarrable e indefensa. ¡Oh, dios, qué sonrisa, qué temblorosa y hermosísima sonrisa en unos labios silenciosamente absorbentes!
La princesa abrió los ojos; los abrió de par en par y se desenmarañó con brusquedad de sus brazos. Estaban de pie a dos pasos de la avenida principal. Recorrió su rostro con la palma de las manos como aquél que despierta de un sueño; ella se apartó insegura y apoyó la frente en el tronco de un roble. Apenas la dejó escapar de sus zarpas, a Prokop se le encogió el corazón con dudas nauseabundas, humillantes: «Soy, cristo, soy para ella un siervo con el que… está claro… da rienda suelta a su pasión, por diversión, en… en… en un momento de locura, en el que… en el que se apoderó de ella la soledad. Ahora me dará la patada, como a un perro, para en otro momento, de nuevo… algún otro…». Se acercó a ella y, con brutalidad, puso su manaza sobre el hombro de la princesa. Ella se dio la vuelta con mansedumbre, con una sonrisa tímida, casi temerosa y servil.
—No, no —empezó a susurrar con las manos entrelazadas—, por favor, ya no…
A Prokop se le partió el corazón por un súbito exceso de ternura.
—¿Cuándo —murmuró—, cuándo volveré a verla?
—Mañana, mañana —susurró angustiada, y retrocedió hacia palacio—. Tenemos que irnos. Aquí no es posible…
—Mañana, ¿dónde? —insistió Prokop.
—Mañana —repitió nerviosa; iba haciéndose un ovillo mientras se apresuraba sin decir palabra. Le dio la mano frente a palacio—. Adiós. —Sus dedos se entrelazaron ardorosos; sin darse cuenta, Prokop la atrajo hacia sí—. No puedes, ahora no puedes —musitó, y lo atravesó con una mirada encendida en llamas.
La explosión experimental de
vicit
no produjo más daños significativos. Únicamente derribó unas cuantas chimeneas en los edificios cercanos y reventaron los cristales de algunas ventanas por la presión del aire. También estallaron las grandes vidrieras de los aposentos del príncipe Hagen; en aquel momento el hemipléjico se irguió con dificultad y, en posición de firmes, como un soldado, esperó la siguiente catástrofe.
La congregación del ala de caballeros estaba sentada, tras acabar de cenar, frente a un café solo, cuando entró Prokop, buscando directamente a la princesa con la mirada; ya no podía soportar la tortura de la duda, que lo consumía. La princesa palideció, pero el jovial tío Rohn en seguida se dirigió a Prokop y lo felicitó por el excelente resultado, etc., etc. Incluso el arrogante Suwalski preguntaba con interés si era verdad que el caballero podía convertir cualquier cosa en un explosivo. «Pongamos, por ejemplo, azúcar corriente», repetía sin parar, y se quedó atónito cuando Prokop farfulló que se disparaba con azúcar hacía ya tiempo, durante la Gran Guerra. Durante algún tiempo Prokop fue el centro de atención; pero tartamudeaba, soslayaba todas las preguntas y, por dios, era incapaz de comprender las miradas alentadoras de la princesa: sólo las cazaba al vuelo con los ojos inyectados en sangre y terrorífica atención. La princesa estaba como sobre ascuas.
En fin, después la conversación fue por otros derroteros, y a Prokop le pareció que nadie le prestaba atención; aquellas personas se entendían tan bien, charlaban con tanta facilidad, con alusiones e inmenso interés por cosas sobre las que él no entendía nada o en las que directamente no veía nada fascinante. Incluso la princesa había recobrado nueva vida. «Mira, tiene mil cosas más en común con esos caballeretes que contigo». Se puso de mal humor, no sabía qué hacer con las manos, aquello hervía en su interior con una furia ciega. Posó la taza de café con tanta brusquedad, que se partió.
La princesa clavó en él una mirada tremebunda, pero el encantador
oncle
Charles salvó la situación empezando un relato sobre un capitán de barco que era capaz de hacer pedazos con sus dedos una botella de cerveza. Un obeso
cousin
afirmó que él también podía conseguirlo. Entonces mandaron traer botellas de cerveza vacías, y uno tras otro, en medio de sonoras exclamaciones, probaron suerte. Eran pesadas botellas de cristal negro: ninguna reventó.
—Ahora usted —ordenó la princesa con una rápida mirada a Prokop.
—No lo conseguiré —refunfuñó Prokop, pero la princesa levantó las cejas de un modo tan… tan autoritario… Prokop se levantó y agarró la botella por el cuello. Estaba de pie, inmóvil, no se retorcía por el esfuerzo como todos los demás; sólo se le hinchaba la musculatura de la cara, que parecía a punto de estallar. Parecía un hombre primitivo preparado para matar a alguien con una maza corta: ceñudo, con la boca torcida por el esfuerzo y el rostro como atravesado por gruesos músculos; la espalda encorvada, como si fuera a blandir la botella en un ataque propio de un gorila; los ojos, inyectados en sangre, fijos en la princesa. Se hizo el silencio. La princesa se incorporó con la mirada clavada en él; los dientes apretados tras unos labios tensos, en su rostro aceitunado resaltaban los tendones, fruncía el ceño y respiraba con agitación, como por un terrible esfuerzo físico. Así, de pie, frente a frente, con los ojos clavados el uno en el otro y el rostro crispado, como dos feroces adversarios, las convulsiones recorrían simultáneamente sus cuerpos, de la cabeza a los pies. Nadie se atrevía siquiera a respirar; tan sólo se oía el ronco carraspeo de dos personas. Entonces algo crujió, reventó el cristal y el culo de la botella tintineó hecho pedazos en el suelo.
El primero que se recuperó fue
mon oncle
Charles; dio un paso titubeante a la derecha y otro a la izquierda, pero después se precipitó hacia la princesa.
—Minka, pero Minka —susurró apresuradamente, e hizo que se sentara, sofocada y casi desmayada, en un sillón. Se arrodilló ante ella y, haciendo uso de todas sus fuerzas, le abrió los puños, cerrados como en una convulsión; tenía las palmas de las manos llenas de sangre, por cómo se había clavado las uñas en la carne—. Quítenle esa botella de la mano —ordenó inmediatamente
le bon prince
[42]
, y apalancó, uno detrás de otro, los dedos de la princesa.
El príncipe Suwalski se repuso. «¡Bravo!», voceó, y comenzó a dar sonoros aplausos. Von Graun ya había agarrado la mano derecha de Prokop, que hasta ese momento trituraba los crujientes pedazos de cristal, y casi tuvo que arrancarle los dedos agarrotados. «¡Agua!», gritó; el obeso
cousin
buscó algo, desconcertado; echó mano de un tapete que humedeció con agua y se lo puso a Prokop en la cabeza.
—Ahahah —dejó escapar Prokop con alivio. La convulsión iba cediendo, pero en su cabeza todavía se arremolinaba un torbellino de sangre propio de una apoplejía, y las piernas le temblaban tanto por la debilidad, que sólo alcanzó a deslizarse sobre una silla.
Oncle Charles
masajeó sobre sus rodillas los dedos encorvados, sudorosos y trémulos de la princesa.
—Éste es un juego peligroso —rezongó, mientras la princesa, totalmente agotada, jadeaba con dificultad. En sus labios, sin embargo, temblaba una sonrisa embelesada, delirantemente victoriosa.
—Usted lo ha ayudado —exclamó el grueso
cousin
—, eso es lo que ha ocurrido.
La princesa se levantó, arrastrando a duras penas las piernas.
—Los caballeros sabrán disculparme —dijo débilmente. Miró a Prokop con ojos pletóricos y resplandecientes hasta que, aterrada porque alguien pudiera darse cuenta, se marchó apoyada en su tío Rohn.
Y bien, después hubo que celebrar de algún modo el éxito de Prokop; al fin y al cabo eran jóvenes bienintencionados a los que les encantaba fanfarronear de sus heroicidades. Prokop había subido varios niveles en su escalafón particular por el hecho de haber reventado una botella y ser capaz después de beber una cantidad increíble de vino y licor sin caer redondo bajo la mesa. A las tres de la madrugada el príncipe Suwalski lo besó, festivo, y el
cousin
obeso, casi con lágrimas en los ojos, comenzó a tutearlo; después empezaron a saltar por encima de las sillas y a armar un jaleo horroroso. Prokop sonreía y tenía la cabeza como en las nubes; pero cuando intentaron llevarlo a visitar a cierta chica balttiniana, se desembarazó de ellos y proclamó que eran unos borrachuzos y que él se iba a dormir.
No obstante, en vez de hacer lo que era más sensato, se encaminó hacia el umbrío parque y durante largo rato, infinitamente largo, observó la oscura fachada principal del palacio buscando cierta ventana. El señor Holz daba cabezadas quince pasos más allá, apoyado en un árbol.
Al día siguiente llovió. Prokop corría por el parque, enfurecido porque ese día seguramente no vería a la princesa. No obstante, ella salió corriendo bajo la lluvia, con la cabeza descubierta, y se apresuró hacia él.
—Sólo cinco minutos, sólo cinco minutos —susurró jadeante, y ofreció sus labios para que la besara. Pero fue entonces cuando avistó al señor Holz—. ¿Quién es ese hombre? —Prokop echó un rápido vistazo.
—¿Quién? —Ya estaba tan acostumbrado a su sombra personal, que ni siquiera se percataba su continua proximidad—. Es… mi vigilante, ¿sabe?
La princesa no tuvo más que dirigir a Holz sus autoritarios ojos; Holz se guardó inmediatamente la pipa y se largó un trecho más allá.
—Ven —murmuró la princesa, arrastrando a Prokop hacia un pabellón. Allí estaban, sentados, sin atreverse a besarse, porque el señor Holz se estaba mojando bajo la lluvia en los alrededores del pabellón—. La mano —ordenó en voz baja la princesa, y entrelazó sus febriles dedos con los nudosos, destrozados muñones de Prokop—. Amor mío, amor mío —lo agasajó, para espetarle a continuación con severidad—: No puedes mirarme así en presencia de los demás. Después no sé lo que hago. Ya verás, ya verás, un día te saltaré al cuello y será un bochorno, ¡oh, dios! —La princesa se estremeció—. ¿Fuisteis ayer a ver a las chicas? —preguntó de pronto—. No puedes, ahora eres mío. Querido, querido, esto es tan difícil para mí… ¿Por qué callas? He venido a decirte que debes ser cauto.
Mon oncle
Charles ya está ojo avizor… ¡Ayer estuviste magnífico! —por su boca hablaba una atropellada impaciencia—, ¿Siguen vigilándote? ¿En todas partes? ¿Incluso en el laboratorio? ¡Ah,
c'est bête!
[43]
Ayer, cuando rompiste aquella taza, habría ido a besarte. Te enfureciste de un modo tan espléndido… ¿Recuerdas aquella vez, por la noche, en que te zafaste de la cadena? En aquella ocasión te seguí como ciega, como ciega…