Prokop distinguió en la distancia tres siluetas en medio de la carretera blanquecina. La princesa aminoró la marcha y se detuvo justo a su lado: era una patrulla militar.
—¿Por qué no tiene las luces encendidas? —la reprendió un soldado—. ¿Quién es usted?
—La princesa.
Los soldados saludaron colocando su mano junto al sombrero y se apartaron.
—¿Contraseña?
—Krakatita.
—Si tuviera la amabilidad de encender las luces. ¿Quién tiene el honor de ir con usted? El permiso, por favor.
—En seguida —dijo la princesa sin inmutarse y metiendo primera. El coche se puso en marcha con una sacudida; los soldados apenas tuvieron tiempo de apartarse de un salto.
—¡No disparéis! —gritó uno de ellos mientras el coche salía disparado hacia la oscuridad. En una curva la princesa giró rápidamente y condujo casi en sentido contrario. Se detuvo con suavidad ante las barreras levadizas que cortaban la carretera. Dos soldados se aproximaron al coche.
—¿Quién está de servicio? —preguntó la princesa con sequedad.
—El teniente Rohlauf —anunció un soldado.
—¡Avíselo!
El teniente Rohlauf salió corriendo de la garita abotonándose el uniforme.
—Buenas noches, Rohlauf —dijo amablemente—. ¿Qué tal está? Por favor, déjeme abrir.
Rohlauf se quedó de pie, muy respetuoso, pero escrutando receloso a Prokop.
—Con mucho gusto, pero… ¿tiene permiso el caballero?
La princesa se echó a reír.
—Se trata sólo de una apuesta, Rohlauf. Ir y volver a Brogel en treinta y cinco minutos. ¿No me cree? No me irá a hundir la apuesta… —Le dio la mano desde el coche tras quitarse rápidamente el guante—. Hasta la vista, ¿sí? Ya nos volveremos a ver en alguna ocasión.
Rohlauf entrechocó los talones y le besó la mano haciendo una profunda inclinación; los soldados levantaron las barreras y el coche se puso en marcha.
—¡Hasta la vista! —gritó la princesa mirando atrás.
Se precipitaron por una avenida sin fin. Aquí y allá centelleaba una lucecilla, en una aldea se oía el llanto de un niño, tras una valla un perro ladraba furioso al vertiginoso automóvil sin luces.
—¡Qué es lo que ha hecho! —gritó Prokop—. ¿Sabía que Holz tiene cinco hijos y una hermana tullida? Su vida… ¡vale diez veces más que la mía y la tuya! ¿Qué es lo que has hecho?
La princesa no respondió; prestaba atención a la carretera con el ceño fruncido y apretando los dientes, irguiéndose en ocasiones para ver mejor.
—¿A dónde quieres ir? —preguntó de repente en un cruce que se elevaba sobre aquella campiña sumida en un profundo sueño.
—Al infierno —hizo rechinar los dientes.
La princesa detuvo el coche y se volvió hacia él con gesto serio:
—¡No digas eso! ¿Es que crees que no me han entrado ganas cientos de veces de estrellarnos los dos contra un muro? No creas, iríamos ambos al infierno. Ahora sé bien que existe el infierno. ¿A dónde quieres ir?
—Quiero… estar contigo.
Ella negó con la cabeza.
—No es posible. ¿Acaso no recuerdas lo que dijiste? Tú ya te has prometido y… quieres salvar el mundo de algo espantoso. Así que hazlo. Debes tener tu conciencia tranquila; de lo contrario… de lo contrario te transformas en un ser malvado. Y yo ya no puedo… —Acarició el volante con la mano—. ¿A dónde quieres ir? ¿Dónde está tu casa?
Prokop la agarró por las muñecas con todas sus fuerzas.
—¡Ha-has matado a Holz! ¿Es que no sabes…?
—¿Crees acaso que yo no lo he sentido? Era como si los huesos se rompieran con un chasquido en mi interior; no dejo de verlo, delante de mí, y yo, sin dejar de conducir el coche hacia él, y entonces se interpone en mi camino… —Un temblor recorrió el cuerpo de la princesa—. Entonces, ¿por dónde? ¿A la derecha o a la izquierda?
—Así que, ¿esto es el fin? —preguntó en voz baja.
Ella asintió con la cabeza:
—Así que esto es el fin.
Prokop abrió la puerta, salió del coche y se colocó delante de las ruedas.
—Adelante —dijo con voz ronca—. Atropéllame.
Ella hizo retroceder el coche dos pasos.
—Ven, debemos continuar. Te acercaré al menos hasta la frontera. ¿A dónde quieres ir?
—De vuelta —crujió los dientes—, de vuelta, contigo.
—Conmigo es imposible… ni hacia adelante ni de vuelta. ¿Es que no me has entendido? Debo hacer esto para que veas, para que estés seguro de que te amaba. ¿Crees que soportaría escuchar una vez más lo que me has dicho? No puedes regresar: o bien te verías obligado a entregar lo que… ni quieres ni debes entregar, o bien te trasladarían, y yo… —Dejó caer las manos sobre su regazo—. Lo ves, yo también he pensado en ello, en marcharme contigo… hacia adelante. Sería capaz, seguro que sería capaz, pero… Tú ya estás prometido; ve con ella. Vaya, nunca se me ocurrió preguntarte acerca de eso. Cuando una es princesa, piensa que está sola en el mundo. ¿La quieres? —Prokop la miró con ojos atormentados; a pesar de todo le resultaba imposible negar…—. Lo ves… —suspiró la princesa—. ¡Ni siquiera sabes mentir, amor mío! Pero compréndeme, cuando puse en orden mi cabeza… ¿Qué he sido para ti? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Pensabas en ella cuando me amabas? ¡Cómo debía de horrorizarte! No, no digas nada; no me arrebates la fuerza para decir estas últimas palabras. —Empezó a retorcerse las manos—. ¡Yo te amaba! ¡Te amaba tanto, querido, que… que habría hecho lo que fuera… y aún más… Pero tú, tú dudabas de ello de un modo tan espantoso, que finalmente has quebrantado también mi fe. ¿Te amo? No lo sé. Sería capaz de clavarme un cuchillo en el pecho ahora, al verte aquí, y querría morir, pero, ¿te amo? Ya… ya no lo sé. Y cuando… esta última vez… me estrechaste entre tus brazos, sentí… algo funesto en mí… y en ti. Olvida mis besos; eran… eran… impuros —dijo con un hilo de voz casi inaudible—. Debemos separarnos.
La princesa no lo miraba, no escuchó su respuesta. Pero, vaya, le temblaban los párpados, bajo ellos se estaba formando una lágrima que saltó, se deslizó rápidamente, se detuvo; y después la siguió otra. Lloraba sin emitir ni un solo sonido, con las manos sobre el volante. Cuando Prokop intentó acercarse a ella, retrocedió un trecho.
—Ya no eres Prokopokopak —susurró—, eres desgraciado, un hombre desgraciado. Mira, forcejeas con la cadena… como yo. Lo que nos unía era… un vínculo aciago; y sin embargo, cuando uno lo arranca, se siente… se siente como si todo su interior se marchara con él, incluso el corazón, incluso el alma… ¿Puede tener uno el alma pura cuando se queda tan vacío y yermo? —Las lágrimas brotaban aún más torrencialmente—. Te amaba, y ahora ya no te veré más. Apártate, apártate de mi camino, yo voy a dar la vuelta.
Prokop se quedó inmóvil, como petrificado. La princesa acercó el coche hasta él.
—Adiós, Prokop —dijo en voz baja, y emprendió el camino de vuelta por la carretera. Prokop echó a correr tras ella. Ella se deslizaba conduciendo marcha atrás el coche, más rápido, más rápido, cada vez más rápido; era como si fuera desapareciendo poco a poco.
Se detuvo y, estremeciéndose de horror, aguzó el oído por si escuchaba el estrépito del coche al estrellarse en alguna curva de la carretera. ¿No era aquello el violento zumbido del motor en la distancia? ¿No era aquello el silencio terrible y mortal del fin? Fuera de sí, Prokop corrió tras ella por la carretera. Bajó corriendo la curva, hasta el pie de la cuesta: ni rastro del coche. Corrió de nuevo hacia arriba, buscando por las laderas; descendía arrastrándose, destrozándose las manos, hasta donde avistaba algo oscuro o algo brillante: era la maleza, o una piedra; y se encaramaba de nuevo hasta la carretera, dando trompicones, clavando la mirada en la oscuridad por si… por si hubiera en algún sitio un montón de chatarra, y bajo él…
Estaba de nuevo arriba, junto al cruce; justo allí se había ido perdiendo la princesa en la oscuridad. Se sentó en un hito. Silencio, un profundo silencio. «Frías estrellas de la madrugada, ¿ha pasado volando por algún sitio el oscuro meteoro de un coche? ¿Cómo es que no se oye nada, no canta ni un pájaro, no ladra ni un perro en la aldea, nada da señal de vida?». Todo había quedado inerte en medio del solemne silencio de la muerte. «Así que esto es el fin, el silencioso y glacial y tenebroso fin de todo: el vacío redondeado por la oscuridad y el silencio; el vacío, estancado y gélido. ¿En qué rincón podría esconderme para llenarlo con mi dolor? ¡Ojalá os empañarais, ojalá fuera el fin del mundo! Se abrirá la tierra, y en medio del estruendo producido por la fuerza hablará el Señor: "Te llevo de vuelta, criatura débil y doliente; tu alma era impura y has desencadenado fuerzas malignas. Mi amada criatura, te haré una cama a partir de la nada"».
Prokop empezó a temblar bajo la corona de espinas del cosmos. «De modo que nada significa el sufrimiento del hombre, que no tiene valor alguno; es un ovillo insignificante, una trémula burbuja en el fondo del vacío. Bien, bien; dices que el mundo es infinito, pero, ¡ojalá me muera!».
Al Este palideció el firmamento, clareaban gélidas la carretera y las rocas. «Mira, rodadas de coche, rodadas en el polvo inerte». Prokop se incorporó, rígido y aturdido, y se puso en marcha. Cuesta abajo, en dirección a Balttin.
Caminó sin pausa. Un pueblo, un paseo de serbales, un puentecillo sobre un río silencioso y oscuro. La niebla se estaba levantando y velaba el sol; de nuevo un día gris y frío, tejados rojos, un rojo rebaño de vacas. ¿A qué distancia podía estar Balttin? A sesenta o setenta kilómetros. Hojas secas, nada más que hojas secas.
Después del mediodía se sentó en un montón de gravilla; no podía continuar. Pasaba por allí un carro de labranza; el campesino se detuvo y miró a aquel hombre abatido.
—¿Quiere que lo lleve?
Prokop asintió agradecido y se sentó junto a él sin decir palabra. El carro se detuvo en una pequeña ciudad.
—Bueno, pues ya hemos llegado —dijo el campesino—. ¿A dónde se dirige exactamente?
Prokop se bajó y siguió caminando. ¿A qué distancia podía estar Balttin?
Empezó a llover, pero Prokop era incapaz de continuar y se sentó en la barandilla de un puente; por debajo pasaba un riachuelo, furibundo y espumeante. Por el lado contrario se aproximaba a toda velocidad un coche que aminoró la marcha en el puente y se detuvo; salió de él un caballero con un abrigo de piel de cabra que se dirigió a Prokop.
—¿De dónde ha salido? —Era el señor d'Hémon; cubría sus ojos tártaros con unas gafas de conducir, lo que le daba el aspecto de un enorme insecto peludo—. Voy a Balttin; le están buscando.
—¿A qué distancia está Balttin? —murmuró Prokop.
—A cuarenta kilómetros. ¿Para qué quiere ir allí? Han dictado una orden de arresto contra usted. Venga, le llevaré.
Prokop sacudió la cabeza a modo de negación.
—La princesa se ha marchado —dijo el señor d'Hémon en voz baja—. Esta mañana, con
oncle
Rohn. Sobre todo para que se olvide… cierto… asunto desagradable relacionado con un atropello…
—¿Ha muerto? —exclamó Prokop.
—Por el momento, no. Y en segundo lugar la princesa, como quizás ya sabe, está gravemente enferma de tuberculosis. Se la llevan a algún lugar de Italia.
—¿A dónde?
—No lo sé. Nadie lo sabe.
Prokop se levantó y empezó a tambalearse.
—Así que… así que…
—¿Viene conmigo?
—No-no sé. ¿A dónde?
—A donde quiera.
—Yo… yo querría… ir a Italia.
—Venga —el señor d'Hémon ayudó a Prokop a subir al coche, lo tapó con una piel y cerró dando un portazo. El coche se puso en marcha.
De nuevo se desplegaba ante él el paisaje, pero de un modo extraño, como en sueños y marcha atrás: la ciudad, el paseo de álamos, la gravilla, el puente, los serbales coralinos, el pueblo. El coche serpenteaba cuesta arriba resoplando, y allí estaba el cruce en el que se habían despedido. Prokop se incorporó y estuvo a punto de bajar del coche, pero el señor d'Hémon lo arrastró al interior, pisó el acelerador y metió cuarta.
Prokop cerró los ojos; ya no iban por la carretera, se habían elevado por el aire y volaban. El viento azotaba su rostro; podía sentir los golpes húmedos de las nubes, como si fueran trapos. Las explosiones del motor se fundían en un prolongado y profundo rugido. Abajo seguramente se estaría curvando la superficie de la tierra; pero Prokop temía abrir los ojos: no quería ver de nuevo aquellas avenidas flotantes. ¡Más rápido! ¡Perder el aliento! ¡Aún más rápido! Un cerco de horror y vértigo le oprimía el pecho; ya no podía respirar y tiritaba del placer que le producía aquella demencial caída en picado a través del espacio. El coche se deslizaba arriba y abajo; en algún lugar bajo sus pies se oía el griterío de la gente y el aullido de un perro. En otras ocasiones giraba, inclinado casi de lado, como si dieran vueltas en un torbellino. Y de nuevo, de nuevo vuelo en línea recta, velocidad en estado puro, la terrible y estrepitosa tiritera de la chirriante cuerda del arco del horizonte.
Abrió los ojos. Era un atardecer nebuloso; filas de luces se abrían paso en la penumbra, emergían las luces de una fábrica. El señor d'Hémon enredó el coche a través de una madeja de calles, deslizándose por unos suburbios semejantes a unas ruinas, para salir de nuevo a campo abierto. El coche arrastraba ante sí las largas antenas de las luces, palpando los excrementos, el barro, las piedras; silbaba en las curvas, explotaba en un cañoneo ininterrumpido y se precipitaba por la larga banda que conformaba la carretera, como si la fuera enrollando. A derecha e izquierda zigzagueaba un angosto valle entre las montañas; el coche penetraba en él, desaparecía en los bosques, ascendía en espiral con estruendo y descendía en picado hacia otro valle. Un pueblo exhalaba discos de luz en la espesa niebla. El coche pasaba volando, rugiendo y arrojando tras de sí borbotones de chispas, se inclinaba, se deslizaba, giraba en espiral hacia arriba, arriba, arriba, saltaba por encima de algo y caía.
¡Stop!
Se detuvieron en medio de la más tenebrosa oscuridad. No, había allí una casita. El señor d'Hémon se apeó entre gruñidos, llamó a la puerta en intercambió unas palabras con algunas personas. Después de un rato regresó con una regadera de agua que vertió sobre el siseante refrigerador del coche; a la luz deslumbrante de los focos parecía, con su abrigo de piel, un diablo salido de un cuento infantil. Rodeó el coche, palpó los neumáticos, levantó el capó y dijo algo. Prokop se adormeció debido al extremo cansancio. Después se apoderó de nuevo de él aquel rítmico traqueteo sin fin. Dormía en un rincón del coche y durante horas no fue consciente de nada, de nada más que aquel vaivén traqueteante. Se despertó cuando el coche se detuvo ante un hotel iluminado, en el aire cortante de las montañas, entre placas de nieve. Volvió en sí, totalmente entumecido y derrengado.