—Ya veremos —dijo—. Si ha pasado de esta noche… ¿Cuánto tiempo llevaba con esto?
—¿Con qué? —se extrañó Prokop.
El hombre de negro hizo un gesto con la mano.
—Tranquilidad —dijo—, sólo tranquilidad.
Prokop, que acaso se sentía infinitamente mal, hizo una mueca: cuando los doctores no sabían qué hacer, siempre recetaban tranquilidad. Pero el de las manos bondadosas dijo:
—Debe confiar en que se recuperará. La fe hace milagros.
Se despertó del sueño sobresaltado, cubierto y empapado de un terrible sudor. ¿Dónde… dónde estaba? El techo sobre él se bamboleaba y se ondulaba; nonono, caía, descendía en espiral, se deslizaba lentamente como una enorme prensa hidráulica. Prokop quería gritar, pero era incapaz; y el techo ya estaba tan abajo que podía distinguir una mosca transparente que se había posado en él, un grano de arena en el revoque, cada irregularidad de la pintura. Cada vez estaba más abajo; Prokop lo miraba con un horror que le cortaba la respiración, incapaz de emitir más que un sonido ronco. La luz se apagó; reinaba una profunda oscuridad: ahora lo aplastaría. Prokop ya podía sentir el techo rozando sus pelos erizados, y empezó a gemir sin voz. Ahahá, encontró a tientas la puerta, la empujó y se precipitó al exterior: también allí reinaba la oscuridad, pero no era oscuridad, era una niebla negra como la boca del lobo, una niebla tan espesa que no podía respirar y que se asfixiaba, sollozando de terror. «Ahora me ahogará», se horrorizó, y huyó pisoteando a-a-algunos cu-cuerpos vivos que todavía se retorcían. Se inclinó, alargó los brazos y sintió bajo su mano un pecho joven y grande. «Es… es… es… Anči», se alarmó, y palpó su cabeza; pero en lugar de la cabeza aquello tenía un plato, un plato de po-porcelana lleno de algo pegajoso y esponjoso, como unos pulmones bovinos. Se apoderó de él un pavor rayano en la náusea e intentó apartar las manos, pero aquello se le había pegado, se restregaba, se adhería y reptaba por sus brazos. Era la krakatita, una sepia húmeda y gelatinosa con los ojos brillantes de la princesa, que estaban clavados en él con una mirada apasionada y enamorada. Se deslizaba por su cuerpo desnudo buscando dónde asentar su obsceno, chorreante trasero. Prokop no podía respirar, luchaba con ella, hincaba los dedos en aquella dúctil sustancia viscosa, y, finalmente, volvió en sí.
Inclinado sobre él estaba el señor Paul, que le estaba poniendo sobre el pecho una compresa fría.
—¿Dónde… dónde… dónde está Anči? —masculló Prokop con alivio mientras cerraba los ojos. Paf, paf, paf, corría jadeante a través de un sembrado; no sabía a dónde iba con tanta prisa, pero corría como alma que lleva el diablo, hasta el punto de que el corazón le latía de un modo tantantan delirante…, y habría querido soltar el alarido de angustia que llegaría después. Y allí estaba aquella casa, sólo que no tenía puerta ni ventanas, únicamente un reloj en lo alto, que marcaba las cuatro menos cinco. Prokop supo de repente que cuando el minutero marcara la hora en punto, toda Praga saltaría por los aires. «¿Quién me ha quitado la krakatita?», bramó Prokop. Intentó trepar por la pared para detener la manilla del reloj en el último minuto; brincaba y clavaba las uñas en el revoque, pero se escurría hacia abajo dejando en la pared unos arañazos alargados. Aullando de terror, voló a buscar ayuda. Dio con las caballerizas; allí estaban la princesa y Carson, que hacían el amor con movimientos entrecortados, mecánicos, como dos muñecos sobre una estufa, impulsados por el aire caliente. Cuando se percataron de la presencia de Prokop, se cogieron de la mano y comenzaron a dar saltitos, rápido, rápido, cada vez más rápido.
Prokop levantó los ojos y vio a la princesa, inclinada sobre él con los labios apretados y los ojos llenos de angustia.
—Animales —musitó con lúgubre inquina, y a continuación cerró los ojos. El corazón le palpitaba a la misma velocidad desquiciada a la que aquellos dos bailoteaban. Los ojos le escocían por el sudor, cuyo sabor salado podía sentir en su boca; tenía la lengua adherida al paladar y la garganta pegajosa por la sequedad de la sed.
—¿Quieres algo? —preguntó la princesa muy, muy cerca.
Prokop sacudió la cabeza a modo de negación. La princesa pensó que estaba durmiendo otra vez, pero tras un instante se oyó de nuevo su voz ronca:
—¿Dónde está el sobre? —La princesa supuso que sólo estaba farfullando en sueños y no respondió—. ¿Dónde está el sobre? —repitió frunciendo el ceño imperiosamente.
—Aquí está, aquí —dijo de inmediato la princesa, introduciéndole entre los dedos el primer pedazo de papel que tenía a mano. Prokop lo estrujó con brusquedad y lo tiró.
—Éste no es. Yo… yo quiero mi sobre. Yo… yo… yo quiero mi sobre.
Repetía aquella frase sin parar, enfurecido, de modo que la princesa llamó a Paul. Paul recordó cierto sobre abultado, mugriento y atado con una cuerda. ¿Dónde estaba? ¡Rápido! Lo encontró en la mesilla de noche: ¡allí estaba, ahá! Prokop se aferró a él con ambas manos y lo apretujó contra el pecho; se tranquilizó y se durmió como un tronco. A las tres horas estaba cubierto otra vez de abundante sudor, tan debilitado que apenas podía respirar. La princesa alarmó al consejo médico. La temperatura había disminuido, ciento siete pulsaciones, el pulso filiforme; pretendían inyectarle alcanfor sin más demora, pero el médico rural del lugar, que se sentía provinciano y cohibido entre aquellas eminencias, dijo que él nunca despertaba a los pacientes.
—Así al menos duermen durante el
exitus,
¿no? —murmuró un famoso especialista—. Está en lo correcto.
La princesa, totalmente abatida, fue a echarse durante una hora cuando le aseguraron que era inminente, etcétera, etcétera; y junto al paciente quedó el doctor Krafft, tras prometerle a la princesa que en una hora le enviaría un recado explicándole lo que había ocurrido y cómo se encontraba. No le envió ningún recado, por lo que la princesa, intranquila, fue a echar un vistazo. Encontró a Krafft de pie en medio de la habitación, agitando los brazos y soltando un sermón sobre la telepatía, apelando a Richet, a James y a dios sabe quién más. Prokop lo escuchaba con ojos serenos y de vez en cuando lo azuzaba con las objeciones propias de un incrédulo cientifista y limitado.
—Lo he resucitado, princesa —gritaba Krafft olvidándose de todo—. He concentrado toda mi voluntad en su curación; he… he hecho así con las manos sobre él, ¿sabe? Emanación de fuerza ódica. Pero es agotador, ¡uf! Estoy hecho polvo —anunció, y se bebió de golpe un vaso entero de queroseno para lavar las vendas, confundiéndolo seguramente con vino, tal era su emoción ante el éxito obtenido—. Diga —gritó—, ¿le he sanado o no?
—Me ha sanado —dijo Prokop con afable ironía.
El doctor Krafft se derrumbó sobre un sillón.
—No creía que tuviera un aura tan intensa —suspiró satisfecho—. ¿Quiere que le imponga de nuevo las manos?
La princesa miraba alternativamente a uno y a otro boquiabierta, se ruborizó por completo, empezó a reírse, de repente se le empañaron los ojos, acarició el cráneo pelirrojo de Krafft y salió corriendo.
—Las mujeres no resisten nada —constató orgulloso Krafft—. ¿Ve?, yo estoy la mar de tranquilo. Podía sentir cómo emanaba el fluido de mis dedos. Seguro que se puede fotografiar, ¿sabe?, como ultraradiación.
Llegaron las eminencias; ante todo echaron de allí a Krafft, a pesar de sus protestas, y tomaron de nuevo la temperatura, el pulso y todo lo posible. La temperatura algo más alta, el pulso noventa y seis, el paciente tenía apetito; vaya, era un giro considerable. Tras esto las eminencias se trasladaron a la otra ala de palacio, donde también hacían falta, puesto que la princesa ardía en una fiebre de casi cuarenta grados, derrumbada del todo tras sesenta horas de vigilia; aparte de eso una fuerte anemia y una serie de enfermedades, incluido un foco de tuberculosis descuidado.
Un día después, Prokop ya estaba sentado en la cama y recibía visitas con gran solemnidad. La aristocracia se fue retirando, tan sólo el obeso
cousin
remoloneaba, aburrido y deshecho en suspiros. Acudió corriendo Carson, algo azorado, pero todo salió bien: Prokop no hizo referencia a nada de lo ocurrido, y finalmente Carson le espetó que aquellos horribles explosivos que Prokop había estado fabricando en los últimos días habían resultado ser, tras experimentar con ellos, tan explosivos como el serrín; en resumen… en resumen, Prokop debía de tener una fiebre de aúpa cuando los elaboró. El paciente recibió la noticia con tranquilidad, y después de un rato se echó a reír.
—Ya ve —dijo con buena intención—, a pesar de eso conseguí asustarles de lo lindo.
—Pues sí —reconoció Carson de buena gana—. En la vida había temido así por mí mismo y por la fábrica.
Krafft se arrastró hasta allí lívido y abatido. Aquella noche la había pasado celebrando su milagroso fluido con grandes libaciones de vino, y ahora estaba en un estado atroz. Se lamentó de haber ahogado toda su fuerza ódica, y se hizo el propósito de atenerse, desde aquel mismo momento, a la ascesis india según los preceptos del yoga.
Fue a verlo también
oncle
Charles, fue
très aimable
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y refinadamente reservado. Prokop le estaba agradecido, ya que
le bon prince
había logrado encontrar un tono agradable, como el de hacía un mes, le trataba de usted y relataba de forma amena sus experiencias. Tan sólo cuando la conversación hacía referencia, remotamente, a la princesa, se cernía sobre ellos una cierta turbación.
Mientras tanto, en la otra ala, la princesa tosía con una tos seca y dolorosa, y recibía cada media hora a Paul, que estaba obligado a contarle lo que hacía Prokop, qué había comido, quién estaba en su cuarto.
Aún regresaron las fiebres con sus pesadillas. Prokop veía un oscuro cobertizo con infinitas hileras de barriles llenos de krakatita; delante del cobertizo se paseaba un soldadito armado, de aquí para allá, de aquí para allá. Nada más, pero era aterrador. O soñaba que estaba de nuevo en la guerra: ante él campos inmensos cubiertos de cadáveres. Todos estaban muertos, también él, que se había quedado pegado al suelo por el hielo. El señor Carson avanzaba trastabillando por encima de los cadáveres, iba echando pestes entre dientes y mirando impaciente el reloj. Por el lado contrario, con sacudidas y aspavientos, se acercaba el tullido Hagen; se abría paso sorprendentemente rápido, brincaba como un saltamontes y chirriaba con cada uno de sus convulsos movimientos. Carson lo saludó indolente y le dijo algo. Prokop aguzó el oído; en vano, dado que no pudo escuchar ni una palabra. Quizás se lo llevaría el viento. Hagen señaló con su larguísima y esquelética mano hacia el horizonte. ¿De qué estarían hablando? Hagen se giró, introdujo la mano en la boca y extrajo de ella una dentadura equina amarilla con mandíbula incluida; en lugar de boca tenía un hundido agujero negro que se reía con mudas carcajadas. Con la otra mano se desencajó de la cuenca un enorme globo ocular, y, sosteniéndolo entre los dedos, lo colocó muy cerca del rostro de los caídos. La dentadura amarilla, que tenía en la otra mano, comenzó a contar, graznando: «Diecisiete mil ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés». Prokop no podía darse la vuelta porque estaba muerto. El horripilante globo ocular, cubierto de sangre, clavó su mirada por encima del rostro de Prokop; la dentadura de caballo graznó «diecisiete mil ciento veintinueve», y chasqueó los dientes. Entonces Hagen se perdió ya en la distancia, sin parar de contar, y apareció saltando sobre los cadáveres la princesa, con la falda arremangada de forma impúdica, muy por encima del filo de sus medias. Se aproximó a Prokop agitando en su mano un
bunchuk
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tártaro, como si fuera una fusta. Se detuvo ante Prokop, le empezó a hacer cosquillas en la nariz con el
bunchuk
y a darle pataditas con la punta del pie en la cabeza, como si comprobara si estaba muerto. Le chorreaba la sangre por la cara a pesar de que estaba realmente muerto, tan muerto que sentía dentro de sí el corazón congelado por completo. Sin embargo, no podía soportar mirar las esbeltas piernas de la princesa.
—Amor mío, amor mío —susurraba mientras dejaba caer la falda con un movimiento lento, se arrodillaba junto a la cabeza de Prokop y recorría su pecho con las palmas de las manos, suavemente.
De repente la princesa le arrebató del bolsillo el sobre abultado y atado con un cordel, se levantó de un salto, lo rompió en pedazos con saña y lo lanzó al aire. Después, con los brazos extendidos, comenzó a dar vueltas sobre sí misma y a girar, a girar pisoteando a los muertos, hasta esfumarse en la oscuridad de la noche.
No había visto a la princesa desde que ella estaba en cama; únicamente le había enviado, a diario, unas cuantas cartas, breves y apasionadas, que callaban más de lo que decían. Sabía por Paul que estaba algo enferma pero que había vuelto a pasear por sus aposentos. Prokop no podía entender por qué no venía a visitarlo; él mismo estaba ya fuera de la cama y esperaba que lo llamara para verlo al menos durante un minuto.
No sabía que ella entretanto escupía sangre debido a la caverna tuberculosa que se le había abierto, con carácter agudo. La princesa no se lo había escrito; parecía que la aterraba que pudiera resultarle repugnante, que las huellas de sus antiguos besos pudieran quemar los labios de Prokop. Pero sobre todo, sobre todo, se horrorizaba al pensar que no podría contenerse y que lo besaría incluso ahora, con esos labios febriles. Prokop no sospechaba que en sus propios esputos los doctores habían encontrado indicios de infección, lo cual había llevado a la princesa a la desesperación por la culpabilidad y la angustia. No sabía absolutamente nada, lo enfurecía que dieran tantos rodeos, cuando ya casi se sentía recuperado, y lo estremecía un gélido espanto cuando pasaba otro día sin que la princesa manifestara ningún deseo de verlo. «Se ha cansado de mí», se le ocurrió; «nunca he sido para ella más que un capricho pasajero». Sospechaba de ella por todo tipo de cosas, no quería humillarse insistiendo él mismo en concertar un encuentro, apenas le escribía y simplemente esperaba sentado en el sillón, con las manos y los pies medio congelados, a que ella llegara, a que le mandara un recado, a que ocurriera algo.
En los días soleados tenía ya permitido salir a pasear por el parque otoñal, sentarse al sol envuelto en mantas. Le gustaría deshacerse de ellas y vagar junto al estanque con sus oscuros pensamientos, pero siempre estaba allí Krafft, o Paul, o Holz, o el propio Rohn, el afable y meditabundo poeta Charles, que tenía algo en la punta de la lengua, algo que nunca llegó a decir. En lugar de ello reflexionaba sobre la Ciencia, sobre el talento individual, sobre el éxito y el heroísmo, y miles de cosas más. Prokop lo escuchaba a medias; tenía la impresión de que
le bon prince
hacía un esfuerzo extraordinario por atraer su atención, dios sabría por qué, hacia un elevado sentimiento de ambición.