En efecto, la princesa acudió; llegó corriendo sin aliento, sollozando con ojos secos e hinchados.
—Mañana, mañana —quiso decir algo más, pero en ese momento se posó sobre su hombro una mano fuerte y amable. Era
oncle
Rohn.
—Ve a casa, Minka —ordenó sin réplica posible—, Y usted espere aquí —se dirigió a Prokop, y tras pasar el brazo por encima de los hombros de la princesa, se la llevó a la fuerza a casa. Después de un rato salió y agarró a Prokop del brazo—. Amigo mío —dijo sin rastro de enfado, digiriendo una cierta tristeza—, entiendo incluso demasiado bien a los jóvenes, y… siento simpatía por vosotros. —Al decir aquello hizo un gesto de desesperación con la mano—. Ha ocurrido algo que no debería haber ocurrido. Sin embargo no quiero y… ni siquiera puedo reprenderos. Al contrario, reconozco que… por supuesto… —Por supuesto aquello era un mal comienzo, y
le bon prince
tanteó en busca de otro—. Querido amigo, le aprecio y… de verdad que siento… un gran afecto por usted. Es usted un hombre honesto… y genial, algo que pocas veces va de la mano. Hay pocas personas a las que haya cobrado un cariño semejante… Sé que llegará usted muy lejos —exclamó con alivio—. ¿Cree usted en mis buenas intenciones hacia usted?
—En absoluto —dijo Prokop quedamente, temiendo caer en una trampa. La confusión se apoderó de
le bon oncle
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,
—Lo siento mucho, muchísimo —tartamudeó—. Para lo que pretendía proponerle sería necesario… sí… una confianza mutua total…
—
Mon prince
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—lo interrumpió Prokop respetuosamente—, como sabe, no me encuentro aquí en la envidiable situación de un hombre libre. Creo que en estas circunstancias no tengo razones para confiar demasiado…
—Sí —suspiró
oncle
Rohn satisfecho por el giro que había dado la conversación—. Tiene toda la razón. ¿Se refiere a su…, eh, al vergonzoso hecho de que está aquí vigilado? Ya ve, precisamente de eso quería hablar con usted. Querido amigo, en lo que a mí respecta… Desde el principio… y con indignación… he condenado ese método… para retenerlo en la fábrica. Es ilegal, brutal, y… teniendo en consideración su relevancia, directamente inaudito. He emprendido una serie de pasos… Ya me entiende, con anterioridad —añadió rápidamente—. Intervine incluso ante los más altos cargos, pero… entre las autoridades, debido a ciertas tensiones en el ámbito internacional…, ha cundido el pánico. Está usted aquí… confinado bajo la acusación de espionaje. No se puede hacer nada, a no ser —y
mon prince
se inclinó hacia el oído de Prokop—, a no ser que lograra huir. Confíe en mí, yo le proporcionaré los medios. Le doy mi palabra de honor.
—¿Qué medios? —sugirió Prokop sin comprometerse a nada.
—Sencillamente… lo haré yo solo. Lo llevaré en mi propio coche y… a mí no pueden retenerme aquí, ¿entiende? Lo demás lo resolveremos más tarde. ¿Cuándo quiere marcharse?
—Disculpe, pero no quiero marcharme de ningún modo —respondió Prokop con seguridad.
—¿Por qué? —espetó
oncle
Charles.
—Ante todo… no quiero que usted,
mon prince,
se arriesgue de semejante forma. Un hombre de su reputación…
—¿Y en segundo lugar?
—En segundo lugar, empieza a gustarme estar aquí.
—¿Y algo más?
—Nada más —sonrió Prokop, y soportó la mirada escrutadora, seria, del príncipe.
—Escuche —dijo
oncle
Rohn tras un instante—, no quería decirle esto. Dentro de uno o dos días será trasladado a otro sitio, a una fortaleza. Todavía acusado de espionaje. No puede usted imaginarse… ¡Amigo mío, huya, huya rápido, ahora que aún hay tiempo!
—¿Es eso cierto?
—Palabra de honor.
—Entonces… entonces le agradezco que me lo haya advertido a tiempo.
—¿Qué va a hacer?
—En fin, me prepararé para ello —anunció Prokop con encarnizamiento—.
Mon prince,
¿podría avisarles de que… no será… tan fácil?
—¿Có-có-cómo? ¿Disculpe? —tartamudeó
oncle
Charles.
Prokop giró la mano en el aire provocando un zumbido y lanzó un objeto imaginario ante él. «Bum», exclamó.
Oncle
Rohn se estremeció.
—¿Intentará defenderse?
Prokop no dijo nada; se quedó de pie con las manos en los bolsillos, frunció el ceño de un modo horrible y reflexionó.
Oncle
Charles, paliducho y decrépito en la oscuridad de la noche, se acercó a él.
—¿La… la ama hasta tal punto? —dijo, casi atragantándose de emoción o de admiración. Prokop no respondió—. La ama —repitió Rohn, y lo abrazó—. Sea fuerte. ¡Abandónela, márchese! ¡Esto no puede continuar así, compréndalo, compréndalo de una vez! ¿A dónde nos llevaría esto? Por favor, por dios, compadézcase de ella, ahórrele el escándalo. ¿Es que piensa que podría ser su esposa? Quizás le ame, pero… es demasiado orgullosa; si tuviera que renunciar al título de princesa… ¡Oh, es imposible, imposible! No quiero saber lo que ha habido entre vosotros, pero ¡márchese si la quiere! ¡Márchese, rápido, márchese esta misma noche! En nombre del amor, márchate, amigo; te conjuro, te lo ruego en su nombre; la harías la mujer más feliz del mundo… ¿No te basta con eso? ¡Protégela, ya que ella misma no es capaz de protegerse? ¿La amas? ¡Entonces sacrifícate por ella!
Prokop estaba de pie, inmóvil, con la frente inclinada como un carnero, pero
le bon prince
sentía que, en su interior, aquel tronco negro y tosco se estaba convirtiendo en astillas y restallando de dolor. La compasión le oprimía el corazón, pero todavía tenía reservada un arma; no le quedaba otra salida, tuvo que desenfundarla.
—Es orgullosa, fantástica, ambiciosa hasta la locura; desde su infancia ha sido así. Ahora se nos han entregado documentos de valor incalculable: es una princesa de estirpe comparable a cualquier familia real. Tú no entiendes lo que significa esto para ella. Para ella y para nosotros. Quizás son prejuicios, pero… son nuestra vida. Prokop, la princesa se casará. Su esposo será un gran duque sin trono; es un hombre bueno y sin iniciativa, pero ella, ella luchará por la corona, porque la lucha constituye su carácter, su misión, su orgullo… Ahora se abre ante ella todo lo que había soñado. Sólo tú te interpones entre ella y… su futuro. Pero la princesa ya se ha decidido, y no hace más que mortificarse con remordimientos…
—¡Ahahá —rompió a gritar Prokop—, ¿así que ésas tenemos? ¿Y… y tú crees que ahora, ahora, transigiré? ¡Entonces espera!
Y antes de que
oncle
Rohn se repusiera, Prokop ya había desaparecido en la oscuridad y corría hacia el laboratorio. Tras él, en silencio, el señor Holz.
Cuando llegó al laboratorio intentó cerrarle a Holz la puerta en las narices para hacerse fuerte en el interior, pero el señor Holz consiguió susurrar a tiempo: «La princesa».
—¿Qué ocurre? —Prokop se volvió Prokop hacia él rápidamente.
—Ha tenido a bien ordenarme que me quede con usted.
Prokop fue incapaz de contener una alegre sorpresa.
—¿Te ha sobornado?
El señor Holz negó con la cabeza y su cara apergaminada sonrió por primera vez.
—Me dio la mano —dijo con respeto—. Le prometí que no le ocurriría nada.
—Bien. ¿Tienes una pistola? Ahora vas a vigilar la puerta. No puede pasar nadie, ¿entiendes?
El señor Holz asintió, y Prokop llevó a cabo un rápido reconocimiento estratégico de todo el laboratorio para comprobar su inexpugnabilidad. Medianamente satisfecho, colocó sobre la mesa distintas latas, botes y cajas de metal que tenía a mano, y descubrió, con no poca alegría, un montón de clavos. Entonces se puso a trabajar.
Por la mañana el señor Carson, como si no pasara nada, fue paseando al laboratorio de Prokop. Éste lo vio desde lejos, sin abrigo, practicando el lanzamiento de piedra frente a un edificio.
—¡Un deporte muy sano! —gritó alegre en la lejanía.
Prokop se puso el abrigo de prisa.
—Sano y útil —respondió de buena gana—. Y bien, ¿qué quería decirme?
Los bolsillos de su abrigo abultaban una barbaridad y se oían chasquidos en su interior.
—¿Qué tiene en los bolsillos? —preguntó Carson despreocupado.
—Un ácido de cloro —dijo Prokop—. Cloro explosivo y asfixiante.
—Hum. ¿Por qué lo lleva en los bolsillos?
—Porque sí, por diversión. ¿Quiere decirme algo?
—Ahora ya nada. Por el momento será mejor que nada —dijo el señor Carson inquieto y manteniéndose relativamente lejos—. ¿Y qué más tiene en esas… en esas cajas?
—Clavos. Y esto —sacó de un bolsillo del pantalón una cajita de vaselina y se la enseñó—, es benceno tetraoxizónico, una novedad
dernier cri
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. ¿Eh?
—No debería agitarlo tanto —opinó el señor Carson retrocediendo aún más—. ¿Desea usted algo?
—¿Desear algo? —dijo Prokop con amabilidad—. Me gustaría que LES comunicara una cosa de mi parte. Que, ante todo, no me voy a ir de aquí.
—Bien, es comprensible. ¿Algo más?
—Y que si alguien, imprudentemente, me quisiera poner la mano encima… o si alguien quisiera atacarme innecesariamente… Espero que no tenga la intención de dejar que me asesinen.
—De ningún modo. Palabra de honor.
—Puede acercarse.
—¿No saltará por los aires?
—Tendré cuidado. Quería decirle también que nadie debe colarse en mi fortaleza cuando yo no esté allí. En la puerta hay un cordón explosivo. Pero preste atención, hombre: detrás de usted hay una trampa.
—¿Explosiva?
—Sólo de perclorato de diazobenceno. Debe alertar a la gente. Aquí no hay nada que buscar, ¿verdad? Además, tengo razones… para sentirme amenazado. Me gustaría que ordenara a ese Holz que me protegiera personalmente… de toda intrusión. Con un arma en la mano.
—Eso no —rezongó Carson—. Holz será trasladado.
—De eso nada —protestó Prokop—, me da miedo quedarme solo, ¿sabe? Ordéneselo amablemente. —Mientras tanto se acercaba muy prometedoramente a Carson, repiqueteando, como si estuviera hecho de lata y clavos.
—En fin, así se hará —dijo en seguida Carson—. Holz, custodiará al señor ingeniero. Si alguien quisiera hacerle daño… Maldición, haga lo que quiera. ¿Desea algo más?
—De momento no. Si se me ocurriera algo, iré a buscarle.
—Mis respetos —gruñó el señor Carson, e inmediatamente se puso a salvo fuera de la zona de peligro. Pero no había hecho más que llegar a su despacho y telefonear a todas partes con las órdenes más necesarias, cuando se oyó un repiqueteo en el pasillo y Prokop chocó contra la puerta, cargado de latas-bomba hasta tal punto que las costuras estaban a punto de reventarle.
—Escuche —espetó Prokop, pálido por la ira—, ¿quién diablos ha dado la orden de que no se me deje entrar al parque? O retira esa orden de inmediato o…
—Va a quedarse un poco más lejos, ¿eh? —soltó Carson agarrándose al escritorio—. ¿A mí qué demonios me importa su… su parque? Váyase a…
—Espere —lo detuvo Prokop, y se obligó a sí mismo a explicarlo pacientemente—: Supongamos que hay circunstancias en las que… en las que a alguien le da exactamente igual lo que pueda pasar —gritó de pronto—, ¿entiende? —Crujiendo y repiqueteando se abalanzó sobre el calendario de pared—. ¡Martes, hoy es martes! Y aquí, aquí tengo… —Rebuscó febrilmente en los bolsillos hasta encontrar una jabonera de porcelana atada de un modo bastante precario con una cuerda—. Por el momento, cincuenta gramos. ¿Sabe qué es esto?
—¿Krakatita? ¿Nos la ha traído? —profirió el señor Carson en voz baja y con la cara iluminada por una súbita esperanza—. Entonces… entonces… a pesar de todo…
—Entonces nada —hizo una mueca Prokop, y volvió a meter la jabonera en el bolsillo—, pero si me busca las cosquillas, entonces… entonces podría esparcirla por donde me pareciera, ¿verdad? ¿Y bien?
—¿Y bien? —repitió Carson de un modo mecánico, absolutamente abatido.
—Bueno, disponga que desaparezca ese palurdo de la entrada. Quiero, decididamente, darme un paseo por el parque.
El señor Carson escudriñó rápidamente a Prokop, y después escupió al suelo.
—¡Vaya —sentenció convencido—, he hecho las cosas del modo más estúpido!
—Efectivamente —coincidió Prokop—. Pero a mí tampoco se me ocurrió antes que tenía este as en la manga. ¿Y bien?
Carson se encogió de hombros.
—Por el momento… ¡Señor, si es una nadería! Me alegro muchísimo de poder concedérsela. Le doy mi palabra, me alegro una enormidad. ¿Y usted qué? ¿Nos dará esos cincuenta gramos?
—No. Los eliminaré yo mismo; pero… antes quiero comprobar que sigue en pie nuestro antiguo acuerdo. Libertad de movimientos, etc., ¿eh? ¿Recuerda?
—Nuestro antiguo acuerdo —refunfuñó el señor Carson—. Al diablo con nuestro antiguo acuerdo. Entonces aún no estaba… Entonces aún no tenía una relación…
Prokop pegó un salto sobre él hasta hacer tintinear las latas.
—¿Qué es lo que ha dicho? ¿Qué es lo que no tenía?
—Nada, nada —se apresuró a decir Carson, parpadeando rápidamente—. Yo no sé nada. No tengo ningún interés en sus asuntos privados. Si se quiere pasear por el parque, es cosa suya, ¿o no? Pero por el amor de dios, váyase ya y…
—Escuche —dijo Prokop con suspicacia—, no se le ocurra cortar la corriente eléctrica de mi laboratorio. De lo contrario yo…
—De acuerdo, de acuerdo —le aseguró Carson—.
Statu quo
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, ¿eh? Mucha suerte… Uf, malnacido —añadió abrumado cuando Prokop ya había salido por la puerta.
Haciendo restallar el metal, Prokop se dirigió al parque, pesado y macizo como un obús. Delante de palacio había un grupo de caballeros; nada más avistarlo, iniciaron el repliegue a la desbandada, obviamente ya informados sobre aquel poderoso explosivo y armado, y sus espaldas expresaron la más profunda indignación por «tener que aguantar algo así». Por allí iban el señor Krafft y Egon, llevando a cabo el método de enseñanza peripatético; al ver a Prokop, Krafft dejó plantado a Egon y corrió hacia él.
—¿Puede darme la mano? —preguntó, mientras se sonrojaba ante su propia heroicidad—. Ahora seguramente me despedirán —dijo con orgullo. Por Krafft se enteró de que en palacio se había corrido la voz, a la velocidad del rayo, de que él, Prokop, era un anarquista; y en vista de que justo esa noche tenían que recibir a cierto heredero al trono… En resumen, querían telegrafiar a Su Alteza para que retrasara su llegada; justo en ese momento estaba teniendo lugar un gran consejo familiar.