La princesa descansaba con los ojos cerrados, apenas respirando; y Prokop, inclinado sobre ella, con el corazón en un puño, escrutaba el universo insondable de aquel rostro agitado, tenso. Se desasió de él como quien se despierta sobresaltado de un sueño.
—¿Qué es todo eso que tienes en esas botellas? ¿Es venenoso? —Inspeccionó sus estantes e instrumentos—. Dame un veneno.
—¿Por qué?
—Por si quisieran llevarme de aquí.
Prokop se inquietó al ver la seriedad de su rostro, y, para engañarla, dosificó tiza lavada en una pequeña caja; pero entre tanto ella misma había dado con el arsénico cristalizado.
—¡No cojas eso! —gritó, pero ella ya lo había guardado en su bolso.
—Así que puedes llegar a ser famoso —dijo en voz baja—. Ves, yo ni siquiera había pensado en eso. ¿Dices que a Darwin lo llevaron unos condes? ¿Cuáles?
—Bueno, eso no importa.
Ella lo besó en la cara.
—¡Eres un encanto! ¿Cómo no va a importar?
—En fin, entonces… el conde de Argyll y… el conde de Devonshire —rezongó.
—¡De verdad! —Reflexionó sobre ello hasta el punto de que se le formaron arrugas en la frente—. No habría dicho nunca que los científicos son tan… Y tú me lo has dicho como de pasada. ¡Ven! —Le tocó el pecho y los hombros, como si fueran algo nuevo—. ¿Y tú? ¿Tú también podrías…? ¿Seguro?
—Bueno, espera a mi entierro.
—Ay, si eso fuera a ocurrir en seguida —dijo distraída la princesa con ingenua crueldad—. Serías terriblemente hermoso, si fueras famoso. ¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti?
—No.
—Yo tampoco —dijo pensativa, y regresó a él con un beso—. Ahora ya no lo sé. Ahora, si fueras quien tú quisieras y como tú quisieras… —La princesa hizo un gesto de impotencia con los hombros—. Esto es, simplemente, para siempre, ¿lo sabes?
Prokop se quedó estupefacto ante semejante severidad monógama. La princesa estaba de pie frente a él, tapada hasta los ojos con una piel de zorro plateado, y lo miraba con ojos centelleantes, laxos, en aquella hora crepuscular.
—Oh —suspiró de repente, y se deslizó al borde de una silla—, me tiemblan las piernas. —Se las acarició y frotó con inocente procacidad—. ¿Cómo voy a montar a caballo? Acércate, amor mío, acércate para que te vea.
Mon oncle
Charles no está aquí hoy, e incluso si estuviera… Ya me da igual. —Se levantó y lo besó—. Adiós. —Se detuvo en la puerta, dudó y volvió junto a él—. Mátame, por favor —dijo con los brazos desfallecidos a los lados—, ¡mátame!
Prokop la atrajo hacia sí con la palma de sus manos.
—¿Por qué?
—Para no tener que irme de aquí… y para no tener que volver nunca más, nunca más, aquí.
Él le susurró al oído:
—… ¿Mañana?
La princesa le dirigió una mirada e inclinó con pasividad la cabeza; fue…, a pesar de todo, una respuesta afirmativa.
Prokop salió un buen rato después de ella y se adentró en un anochecer oscuro como la boca de un lobo. Cien pasos más allá, alguien se levantó del suelo y se limpió el traje con la manga. El taciturno señor Holz.
Cuando acudió a la cena, incrédulo y alerta, a duras penas la reconoció, de lo hermosa que estaba. Ella sentía su mirada, llena de admiración y celos, una mirada que la bañaba de la cabeza a los pies, así que comenzó a resplandecer y se entregó a sus ojos con tal despreocupación hacia los demás que Prokop se estremeció.
Había allí un nuevo invitado, llamado d'Hémon, algo así como un diplomático: un hombre de tipo mongoloide, belfos amoratados y un bigotillo negro encima. Aquel caballero era obviamente ducho en Química Física: Becquerel, Planck, Niels Bohr, Millikan y nombres similares salían con fluidez de su boca; conocía a Prokop por sus estudios y estaba enormemente interesado en su trabajo. Prokop se dejó llevar, pegó la hebra, se olvidó por un instante de contemplar a la princesa, lo que le valió encajar bajo la mesa tal patada en la espinilla que le hizo sisear de dolor y, por poco, devolvérsela a la princesa; a modo de insulto recibió una llameante mirada de celos. En aquel momento se vio obligado a responder a una estúpida pregunta del príncipe Suwalski acerca de lo que era aquella energía de la que no paraban de hablar, así que cogió un azucarero, lanzó a la princesa una mirada indignada, como si se lo quisiera tirar a la cabeza, y explicó que, si se lograra desarrollar y descargar a la vez toda la energía contenida en ese objeto, saltaría por los aires el Montblanc, Chamonix incluido; pero no era posible.
—Usted lo logrará —anunció d'Hémon con concisión y seriedad.
La princesa inclinó todo su cuerpo sobre la mesa.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Que él lo logrará —repitió el señor d'Hémon con total seguridad.
—Ya ves —dijo la princesa en voz alta, y se sentó con aire victorioso.
Prokop se sonrojó y no se atrevió a mirarla.
—¿Y cuando lo haga —preguntó ansiosa—, será muy famoso? ¿Como Darwin?
—Cuando lo logre —dijo el señor d'Hémon sin dudar—, los reyes considerarán un honor llevar una de las puntas de su manta fúnebre. Si es que existe todavía algún rey.
—Tonterías —refunfuñó Prokop, pero la princesa estaba enardecida por una alegría inexpresable. Prokop por nada del mundo le hubiera dirigido una mirada; masculló algo, todo ruborizado, y, presa de la confusión, aplastó entre sus dedos terrones de azúcar. Finalmente se atrevió a levantar la mirada; la princesa lo observaba de lleno, con apabullante arrobo.
—¿Me? —dejó caer a media voz desde el otro lado de la mesa. Lo comprendió perfectamente: ¿me quieres? Pero hizo como si no lo hubiera oído, y se puso a mirar precipitadamente al mantel. «Por dios, esta chica está loca o lo hace adrede…»—. ¿Me? —llegó volando del otro lado de la mesa aún más alto y con más insistencia. Asintió de prisa y la miró con ojos embriagados de alegría. Por suerte, en medio de la conversación general, a todos se les pasó por alto; tan sólo el señor d'Hémon tenía una expresión demasiado discreta y ausente.
La conversación derivaba de aquí para allá, y de pronto el señor d'Hémon, un hombre a todas luces ducho en todo tipo de temas, empezó a exponer a von Graun su árbol genealógico hasta el siglo trece. La princesa se inmiscuyó en la conversación con enorme interés; y entonces el nuevo invitado comenzó a enumerar a los antepasados de la princesa como de corrido.
—Es suficiente —exclamó la princesa cuando hubo alcanzado el año 1007 (año en que el primer Hagen fundó la baronía Pechorski en Estonia, tras asesinar allí a alguien), puesto que los geneálogos no habían sido capaces de remontarse a épocas más lejanas en absoluto. Pero el señor d'Hémon continuó: este Hagen o Agn
el Manco
era, como se podía demostrar, un príncipe tártaro, que fue hecho cautivo durante una incursión a la región de Kamsk. La historiografía persa mencionaba a Agan Khan, que era hijo de Giw Khan, rey de los turcomenos, los uzbekos, los sart y los kirguises, que a su vez era hijo de Weiwush, que a su vez era hijo de Litai Khan
el Conquistador.
Este «emperador» Li-Tai estaba documentado en fuentes chinas como soberano de Turkmenistán, Zungaria, Altai y el Tíbet occidental hasta la región de Kashgar, la cual incendió tras asesinar a unas cincuenta mil personas, entre ellas al gobernador chino, alrededor de cuya cabeza ordenó apretar una soga mojada hasta que reventó como una nuez. Sobre los antepasados de Li-Tai no se tenían noticias, al menos mientras no fueran accesibles los archivos de Lhasa. Su hijo Weiwush, algo salvaje incluso para los estándares mongoles, fue apaleado hasta la muerte en Kara Butak con las varas que sostenían las tiendas. Su hijo Giw Khan saqueó Jiva y arrasó todo el territorio hasta Itil, es decir, Astrakhan, donde se hizo famoso por hacer que le sacaran los ojos a dos mil personas, atarlas de una cuerda y arrojarlas a las estepas de Kubán. Agan Khan siguió sus pasos realizando incursiones hasta la zona de Bolgar, o sea, el actual Simbirsk, donde en algún momento fue hecho prisionero, se le amputó la mano derecha y se le retuvo como rehén hasta el momento en que logró huir al Báltico, entre los livonios chuds que habitaban la región. Allí fue bautizado por el obispo alemán Gotilla o Gutilla y, seguramente por fervor religioso, ensartó en el cementerio de Verro al heredero de los Pechorski, de dieciséis años, tras lo cual tomó a su hermana por esposa. Mediante la bigamia, también documentada, redondeó más tarde sus dominios hasta el lago Peipus. Consúltense para ello las Crónicas de Nikifor, donde ya se lo denominaba
«knjaz Agen»
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, mientras que en una inscripción de Ösel se le daba el título de
«rex Aagen»
[45]
. Sus sucesores, finalizó el señor d'Hémon en voz baja, fueron expulsados, pero en modo alguno destronados. Tras esto se levantó, hizo una reverencia, y se quedó de pie.
No se pueden ni imaginar la sensación que causó aquello. La princesa bebía cada palabra que salía de la boca de d'Hémon, como si aquella serie de matarifes tártaros fuera el más fantástico descubrimiento del mundo. Prokop la contemplaba con estupor: ni siquiera pestañeó cuando mencionaron la extracción de los dos mil pares de ojos. Inconscientemente, observó los rasgos tártaros de su rostro. Era hermosísima: se estiró y se encerró en sí misma con gesto autoritario; de repente había tal distancia entre ella y todos los demás, que todos se irguieron como en un
dîner
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palaciego y ya ni no hicieron siquiera un movimiento, con los ojos fijos en ella. Prokop tenía mil ganas de aporrear la mesa, decir una zafiedad, interrumpir esa escena estupefaciente y desconcertante. La princesa estaba sentada con la mirada baja, como si esperara algo, y por su suave frente pasó, como un relámpago, algo semejante a la impaciencia: «Y bien, ¿ya?». Los caballeros intercambiaban miradas interrogantes entre sí, también con el enhiesto señor d'Hémon, y comenzaron, uno tras otro, a levantarse. Prokop se levantó también, sin saber qué era lo que estaba ocurriendo. Por todos los diablos, ¿qué significaba aquello? Todos estaban de pie, tiesos como postes, con las manos pegadas a la costura del pantalón, y miraban a la princesa; sólo entonces la princesa levantó los ojos e hizo un gesto con la cabeza, como el que agradece que lo saluden o da permiso para sentarse. Efectivamente, todos se sentaron, y al sentarse de nuevo, Prokop comprendió con asombro que aquello había sido un juramento de fidelidad al soberano. De pronto lo caló un embarazoso enojo: «¡Dios, en qué clase de comedia he participado! ¿Cómo es posible? ¿Cómo no rompen en carcajadas ante esta broma? ¿Cómo pueden concebir que alguien se tome en serio semejante mamarrachada?».
Ya estaba llenando de aire sus pulmones para soltar una risa homérica junto con los primeros (por dios, ¿no es esto sólo una broma?), cuando se incorporó la princesa. Todos se levantaron de golpe, incluso Prokop, firmemente convencido de que iba a romperse el hielo. La princesa echó un vistazo a su alrededor y clavó los ojos en su obeso
cousin:
éste avanzó dos o tres pasos hacia ella, con los brazos colgando, algo inclinado hacia adelante, horriblemente ridículo. Gracias a dios, aquello era sólo una broma. La princesa habló un instante con él y le hizo una seña con la cabeza; el grueso
cousin
se inclinó y retrocedió. La princesa dirigió su mirada a Suwalski: el príncipe se acercó, respondió, bromeó con el respeto debido; la princesa se echó a reír e inclinó la cabeza. ¿Es que todo aquello iba en serio? La princesa entonces fijó suavemente la mirada en Prokop; pero Prokop no se movió. Los caballeros de pusieron de puntillas y lo miraron tensos. La princesa le hizo una seña con los ojos: no se movió. La princesa se dirigió a un anciano mayor de artillería, manco, que estaba cubierto de medallas como Cibeles de pezones. El mayor se estaba poniendo derecho y haciendo tintinear así las medallas sobre él, cuando la princesa, con un pequeño giro, se colocó de pie justo al lado de Prokop.
—Amor mío, amor mío —dijo en voz baja pero clara—, ¿me…? Ya estás frunciendo de nuevo el ceño. Me gustaría besarte.
—Princesa —murmuró Prokop—, ¿qué significa esta farsa?
—No grites de ese modo. Esto es más serio de lo que te puedas imaginar. ¿Sabías que ahora querrán entregarme en matrimonio? —La princesa tembló de horror—. Amor mío, desaparece ahora mismo de aquí. Ve a la tercera habitación del pasillo y espérame allí. Debo verte.
—Escuche —Prokop intentó decir algo, pero ella ya estaba haciendo aquella seña con la cabeza y dirigiéndose con fluidez hacia el anciano mayor.
Prokop no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. ¿Esas cosas ocurrían de verdad? ¿No era aquello una actuación pactada para divertirse? ¿Aquella gente se tomaba en serio su papel? El gordo
cousin
lo cogió del brazo y lo arrastró discretamente hacia un lado.
—¿Sabe usted lo que esto significa? —susurró irritado—. Al viejo Hagen le dará una apoplejía si se entera. ¡Estirpe real! ¿Ha visto usted a ese sucesor al trono? Iba a celebrarse una boda, pero se canceló. Ese hombre, ese hombre ha sido sin duda enviado… ¡Jesús, qué línea sucesoria!
Prokop se escabulló.
—Disculpe —farfulló; salió al pasillo a duras penas, lo menos torpemente posible, y entró en la tercera habitación. Era una especie de rincón de té con luces tenues, todo lacados, porcelana roja, pinturas
kakemono
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y naderías semejantes. Prokop se paseaba por el cuarto con las manos tras la espalda y refunfuñaba en aquel saloncito en miniatura como una mosca de la carne que se da cabezazos contra el cristal de una ventana. «Maldita sea, algo ha cambiado; por un par de piojosos carniceros tártaros de los que una persona decente se avergonzaría… ¡Bonitos orígenes, muchas gracias, no los deseo para mí mismo! Y por un par de hunos esos idiotas se estremecen, se caen de espaldas, y ella, ella misma…». La mosca de la carne se detuvo sin aliento. «Ahora vendrá… la princesa tártara, y dirá: "Amor mío, amor mío, ha llegado el fin de nuestra historia; ten en cuenta que la bisnieta de Li-Tai Khan no puede amar al hijo de un zapatero"». Clac, clac, escuchó en su cabeza el martillo de su padre, y le pareció que le llegaba el olor pesado, a curtiente, de la piel y la vergonzosa peste de la pez de zapatero; y su madre, de pie con un mandil azul, pobrecilla, toda roja, inclinada sobre el hornillo…
La mosca de la carne empezó a zumbar de un modo salvaje. «¡Está claro, princesa! ¡dónde, dónde tienes la cabeza, hombre! Ahora te arrodillarás, si es que viene, golpearás tu frente contra el suelo y dirás: "Tenga compasión, princesa tártara; no la volveré a importunar con mi presencia"».