Meditabundo, Prokop arrastró sus pasos hasta el laboratorio. Era evidente… ya no quedaba otra salida que el Gran Ataque. Pero, ¿dónde iniciarlo? Ya estaba junto a la puerta, metiendo la mano en el bolsillo para coger la llave, cuando quedó estupefacto y comenzó a soltar barbaridades. El portón exterior de su edificio había sido bloqueado con barras de metal transversales a modo de trancas. Las sacudió como frenético, pero no se movieron ni un ápice.
En la puerta había una hoja de papel en la que habían escrito a máquina: «Por orden de las autoridades civiles se clausura este edificio por almacenamiento ilícito de sustancias explosivas sin las medidas de seguridad establecidas en la ley, párrafos 216 y 217d, letra F del Código Penal y Real Decreto 63.507/1889». Firma ilegible. Debajo, escrito a lápiz: «Hasta nuevo aviso, se asigna al señor ing. Prokop para su alojamiento una habitación en casa del guarda Gerstensen, garita III».
El señor Holz examinó las barras con aire profesional, pero finalmente se limitó a silbar y a meter las manos en los bolsillos; sencillamente no se podía hacer nada. Prokop, enardecido por la ira al rojo blanco, rodeó el edificio: las trampas explosivas habían sido eliminadas por los zapadores; en todas las ventanas, como siempre, rejas. Hizo un cálculo rápido de sus recursos bélicos: dos bombas no demasiado potentes desperdigadas por los bolsillos, cuatro granadas algo más grandes enterradas en la muralla de Zahur; era poco para una operación aceptable. Fuera de sí por el enfado corrió al despacho del maldito Carson. «Espera, miserable, ¡voy a ajustar cuentas contigo!». Pero apenas hubo llegado, le anunció un lacayo: «El director no se encuentra aquí y no va a venir». Prokop lo apartó de un empujón e irrumpió en el despacho. Carson no estaba allí. Recorrió a la carrera todos los despachos, haciendo cundir el pánico entre todos los oficinistas de la fábrica, hasta la última señorita que atendía el teléfono. Ni rastro de Carson.
Prokop fue al galope hasta la muralla de Zahur para poner a buen recaudo al menos su munición. Y, ¡vaya!, toda la muralla, jungla de maleza y vertedero incluidos, estaba rodeada de estacas que sujetaban una alambrada: una verdadera cortadura según las ordenanzas militares. Intentó desenrollar la alambrada; aunque le sangraban las manos, no consiguió nada en absoluto. Gimiendo de ira y sin reparar en nada, se escurrió entre los alambres hacia el interior; descubrió que sus cuatro granadas habían sido desenterradas y habían desaparecido. Estuvo a punto de llorar de impotencia. Para empeorar aún más las cosas, comenzó a caer una llovizna pegajosa. Se abrió paso de vuelta, con las ropas rasgadas en jirones y las manos y el rostro ensangrentados, y corrió como una exhalación a palacio, quizás para encontrar allí a la princesa, a Rohn o al heredero, quién sabe.
En el vestíbulo se interpuso en su camino un gigante rubio, dispuesto a dejarse incluso despedazar. Prokop sacó una de sus latas explosivas y la hizo sonar a modo de aviso. El gigante parpadeó, pero no se apartó; de repente se precipitó hacia el frente y aferró a Prokop alrededor de los hombros. Holz, con todas sus fuerzas, le golpeó los dedos con el revólver; el gigante lanzó un rugido y soltó a Prokop. Tres hombres que se abalanzaron sobre él (como si hubieran surgido del suelo) dudaron un instante, pero dos de ellos, de prisa, volvieron la espalda hacia la pared: Prokop con la mano levantada y una caja en ella para lanzarla a los pies del primero que se moviera, y Holz (en ese momento ya irremediablemente sublevado) encañonándolos con el revólver. Y contra ellos tres hombres pálidos, ligeramente inclinados hacia adelante, los tres con un revólver en la mano; aquello iba a ser la de San Quintín. Prokop realizó un movimiento estratégico hacia la escalera. Los cuatro hombres empezaron a retroceder hacia ese lado; alguien, por detrás, se dio a la fuga. Reinaba un silencio espeluznante. «No disparéis», susurró alguien en tono cortante. Prokop podía escuchar el tic-tac de su reloj. En el piso de arriba resonaban voces alegres; allí nadie sabía nada. Y como la salida ya estaba despejada, Prokop reculó hacia la puerta, cubierto por Holz. Los cuatro hombres junto a la escalera permanecieron inmóviles, como si fueran tallas de madera. Y Prokop salió de palacio.
Seguía cayendo una llovizna fría y desagradable. ¿Qué podía hacer ahora? Analizó rápidamente la situación. Se le ocurrió construirse una fortaleza acuática en la piscina del estanque, pero desde allí no podía ver el palacio. Tomando una decisión repentina, Prokop corrió a la casita del guarda; Holz tras él. Entraron atropelladamente al interior justo cuando el anciano guarda estaba almorzando. Era incapaz de comprender que lo estaban sacando de allí «por la fuerza y bajo amenaza de muerte»; meneó la cabeza y fue a denunciarlo a palacio. Prokop estaba sumamente satisfecho con la posición conquistada; cerró a cal y canto las rejas del parque que daban al exterior y acabó de comerse con considerable apetito el almuerzo del anciano. Después reunió todo lo que en la caseta se asemejaba a un producto químico, como carbón, sal, azúcar, cola, pintura al óleo reseca y otros tesoros por el estilo, y especuló qué se podía hacer con aquello. Holz, mientras tanto, ora vigilaba, ora transformaba las ventanas en troneras, lo que en vista de sus cuatro cartuchos de balas de seis milímetros era un poco exagerado. Prokop organizó su laboratorio en el hornillo de la cocina; aquello apestaba, pero a pesar de todo finalmente logró convertirlo en un explosivo algo rudimentario.
El bando enemigo no emprendió ningún ataque; obviamente no quería que se produjera un escándalo en presencia de tan distinguido invitado. Prokop se devanaba los sesos pensando en cómo podría sitiar el castillo; aunque había cortado la línea telefónica, quedaban todavía tres puertas de entrada, sin contar el camino de la muralla de Zahur hacia la fábrica. De modo que abandonó (muy a su pesar) el plan de poner cerco al palacio por todos los flancos.
No paraba de llover. La ventana de la princesa se abrió; una figura clara escribía grandes letras en el aire con la mano. Prokop no fue capaz de descifrarlas, sin embargo se colocó delante de la casa y escribió a su vez en el aire mensajes de ánimo, agitando los brazos como aspas de molino. Al atardecer llegó corriendo hasta la sede de los sublevados el doctor Krafft; en su noble ardor olvidó traer consigo cualquier tipo de arma, así que aquel refuerzo era, más bien, sólo de tipo moral.
Por la tarde se acercó, a duras penas, el señor Paul, que trajo en una cesta una magnífica cena fría y gran cantidad de vino tinto y champán; aseguró que nadie lo había enviado. A pesar de todo, Prokop le dio el recado (sin especificar para quién) de que le daba las gracias y de que no se rendiría. Durante aquella cena heroica el doctor Krafft se propuso, por primera vez, tomar vino, quizás para demostrar su hombría; en su lugar, el resultado fue un beatífico mutismo de lunático. Entretanto Prokop y el señor Holz se pusieron a cantar canciones militares. Cada uno de ellos cantaba en su propio idioma, e incluso canciones totalmente diferentes, pero en la lejanía, especialmente a oscuras, en medio del rumor de la llovizna, se fundían en una armonía atroz y lúgubre.
Alguien en palacio abrió la ventana para escucharlos; después intentó acompañarlos al piano en la distancia, pero degeneró en la
Heroica
y más tarde en un aporreo incongruente. Cuando el palacio quedó sumido en la oscuridad, Holz atrancó la puerta con una inmensa barricada, y los tres héroes conciliaron el sueño. Los despertó sólo el enérgico golpeteo del señor Paul en la puerta cuando, a la mañana siguiente, les llevó tres cafés que había derramado cuidadosamente sobre la bandeja.
Seguía lloviendo. El obeso
cousin,
con el pañuelo blanco del mediador, fue a proponer a Prokop que desistiera, que le devolverían su laboratorio, etc., etc. Prokop anunció que no iba a marcharse de allí a menos que lo hicieran saltar por los aires, pero ¡que antes haría algo que sería digno de verse! El
cousin
regresó con aquella tétrica amenaza; en palacio, por lo visto, no llevaban muy bien que el acceso particular a palacio estuviera bloqueado, pero no quisieron armar ningún revuelo con el asunto.
El doctor Krafft, pacifista, rebosaba propuestas beligerantes y descabelladas: interrumpir el tendido eléctrico del palacio, cortarles las cañerías, fabricar un gas asfixiante y liberarlo en palacio. Holz encontró un periódico atrasado; sacó unos lentes de su bolsillo secreto y leyó durante todo el día, lo que le daba un aire tremendamente parecido al de un profesor universitario. Prokop se aburría de un modo incontenible; ardía en deseos de llevar a cabo una gran hazaña, pero no sabía cómo. Finalmente dejó a Holz vigilando la casita y fue con Krafft al parque.
En el parque no se veía a nadie; las fuerzas enemigas seguramente estaban concentradas en palacio. Rodeó el palacio hasta el flanco en el que se encontraban los cobertizos y las cuadras.
—¿Dónde está Whirlwind? —preguntó de repente. Krafft le señaló un ventanuco que estaba a una altura de unos tres metros—. Apóyese —susurró Prokop; se encaramó a su espalda y se puso de pie sobre sus hombros para mirar al interior. Krafft no se cayó de milagro bajo su peso. Y encima estaba como bailando sobre sus hombros… ¿Qué andaba haciendo ahí arriba? Un pesado marco cayó al suelo, de la pared se desprendió arenilla, y de repente la carga se aupó. Krafft, asombrado, levantó la cabeza y casi pegó un grito: sobre él se zarandeaban dos largas piernas que desaparecieron por el ventanuco.
En ese preciso momento, la princesa estaba dando a Whirlwind una rodaja de pan mientras contemplaba pensativa sus hermosos ojos oscuros, cuando de repente escuchó un ruido en la ventana. En la penumbra de la tibia caballeriza vio la tan familiar mano magullada, que arrancaba la rejilla de alambre del ventanuco de la cuadra. Se tapó la boca con las manos para no gritar.
Con las manos y la cabeza por delante, Prokop descendió hasta el lomo de Whirlwind; de un salto, allí estaba, algo desollado pero entero. Jadeante, hizo un intento de sonrisa.
—Silencio —se horrorizó la princesa, ya que el caballerizo se encontraba junto a la puerta, para colgarse inmediatamente del cuello de Prokop—. ¡Prokopokopak!
Él señaló la ventana.
—¡Por aquí, fuera, deprisa!
—¿A dónde? —murmuró la princesa mientras lo besaba con cariño.
—A la caseta del guarda.
—¡Tonto! ¿Cuántos estáis allí?
—Tres.
—Lo ves, ¡no va a funcionar! —La princesa le acarició la cara—. No te preocupes.
Prokop reflexionó rápidamente de qué otro modo llevársela. Pero en medio de aquella penumbra el olor a caballo resultaba en cierto modo excitante; se les iluminaron los ojos y se embriagaron el uno del otro en un beso anhelante. La princesa cayó rendida al segundo; retrocedió resollando con agitación: «¡Vete de aquí! ¡Vete!». Estaban el uno frente al otro, temblando, sintiendo que la pasión que se había apoderado de ellos no era pura. Prokop se dio la vuelta y giró un travesaño de la caballeriza hasta arrancarlo; tan sólo así consiguió dominarse hasta cierto punto. Se giró hacia ella; vio que estaba desgarrando con los dientes su pañuelo para hacerlo jirones. La princesa apretó sus labios bruscamente contra los de Prokop y sin mediar palabra le entregó el pañuelo a modo de recompensa o como recuerdo. Él, por su parte, besó el entablado en el lugar preciso en el que reposaba la estremecida mano de la princesa. Nunca se habían amado tan desenfrenadamente como en aquel momento, en el que no podían siquiera dirigirse la palabra y temían apenas rozarse. En el patio rechinaron unos pasos sobre la arena; la princesa hizo una señal con la cabeza, Prokop se subió de un salto al lomo del caballo, se agarró a un gancho del techo y con los pies por delante se deslizó al exterior por el ventanuco. Cuando aterrizó en el suelo, el doctor Krafft lo abrazó alborozado.
—Le ha cortado los tendones a los caballos, ¿verdad? —murmuró sediento de sangre; seguramente consideraba que esa acción era una medida legítima en tiempos de guerra.
Prokop corrió en silencio hasta la caseta del guarda, aguijoneado por su preocupación por Holz. Ya en la distancia se dio cuenta de un hecho espantoso: dos hombres estaban de pie ante la puerta de entrada, el jardinero enterraba en la tierra removida las señales de lucha, la verja del portón estaba entreabierta y Holz había desaparecido; y uno de los hombres tenía una mano vendada con un pañuelo, parecía que porque Holz lo había mordido.
Prokop se replegó hacia el parque, adusto y taciturno. El doctor Krafft pensó que su comandante urdía un nuevo plan bélico, y no lo interrumpió. Prokop, respirando con dificultad, se sentó en un tocón y se sumió en la observación de los harapos de encaje hechos jirones. Por el camino apareció un peón que empujaba una carretilla llena de hojas barridas del suelo. Krafft, presa de la sospecha, se abalanzó sobre él y lo molió a palos; en la refriega perdió los lentes, y no era capaz de encontrarlo sin ellos puestos, de modo que tomó la carretilla como botín ganado en el campo de batalla y se apresuró a llevársela a su caudillo.
—Ha huido —anunció; sus ojos miopes llameaban victoriosos.
Prokop tan sólo emitió un gruñido mientras seguía revolviendo la blanda blancura que ondeaba en sus dedos. Krafft estaba ocupado con la carretilla, sin saber bien para qué podía servir aquel trofeo; finalmente se le ocurrió darle la vuelta, y exclamó exultante:
—¡Te puedes sentar encima!
Prokop se incorporó y se dirigió al estanque; el doctor Krafft iba tras él con carretilla incluida, puede que para transportar a futuros heridos. Ocuparon una piscina construida sobre pilotes por encima del agua. Prokop rodeó las casetas. La más grande era la de la princesa; habían quedado allí un espejo y un peine con unos cuantos cabellos arrancados, un par de horquillas, un albornoz de felpa y unas sandalias, íntimas menudencias abandonadas. Impidió el paso a Krafft y ocupó junto con él la caseta para caballeros que había al otro lado. Krafft estaba pletórico: ahora tenían incluso una flota compuesta de dos patines, una canoa y una barca panzuda, que era en cierto modo su acorazado. Prokop paseó durante largo rato y en silencio por la cubierta de la piscina sobre el estanque gris; después desapareció en la caseta de la princesa, se sentó en su sillón, tomó entre sus brazos el albornoz de felpa y hundió en él la cara. El doctor Krafft, que a pesar de su increíble incapacidad visual tenía ciertas sospechas sobre el secreto de Prokop, fue deferente con sus sentimientos: dio vueltas por el cuarto de baño de puntillas, achicó el agua de la nave de combate abombada con una olla y se procuró los remos correspondientes. Halló en sí mismo un gran talento militar; se atrevió a ir a la orilla y acarreó a la piscina piedras de todos los calibres, incluso rocas de diez kilos arrancadas de la represa; después se puso a demoler, tabla a tabla, el puentecillo que unía tierra firme con la piscina; al final los unían a tierra sólo dos vigas desnudas. De los tablones que fue arrancando consiguió material para condenar la entrada y, aparte de eso, unos valiosísimos clavos oxidados que incrustó en las palas de los remos con las puntas hacia afuera. De este modo vio la luz un arma aterradora y realmente mortífera. Una vez hubo organizado todo aquello y comprobado que estaba bien, le habría gustado alardear de ello ante el comandante; éste, sin embargo, estaba encerrado en la caseta de la princesa y parecía que ni siquiera respiraba, del silencio que reinaba en ella. Allí estaba el doctor Krafft, de pie ante la superficie grisácea del estanque, que chapoteaba con un sonido frío y quedo; en algunas ocasiones se oía un gorgoteo al saltar un pez, en otras el rumor de los juncos. El doctor Krafft comenzó a sentirse angustiado por aquella soledad.