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Authors: Markus Zusak

Tags: #Drama, Infantil y juvenil

La ladrona de libros (65 page)

BOOK: La ladrona de libros
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Semanas después, la caja de herramientas al menos acabó sirviendo para algo. Rudy la vació de martillos y destornilladores y decidió guardar en ella parte de los objetos valiosos de los Steiner en previsión del siguiente bombardeo. Lo único que no sacó fue el oso de peluche.

El 9 de marzo, Rudy la sacó de casa cuando las sirenas volvieron a hacerse oír en Molching.

Mientras los Steiner corrían por Himmelstrasse, Michael Holtzapfel llamaba frenéticamente a la puerta de Rosa Hubermann. Les informó del problema en cuanto Liesel y ella abrieron.

—Mi madre no quiere salir —les dijo. Seguía teniendo ciruelas de sangre en el vendaje—. Está sentada en la cocina.

A pesar de las semanas transcurridas, frau Holtzapfel ni siquiera había empezado a recuperarse. Durante las visitas de Liesel, la mujer se pasaba la mayor parte del tiempo con la mirada perdida en la ventana y hablaba con una quietud cercana al estancamiento; la brutalidad y el encono habían desaparecido de sus gestos. Solía ser Michael el que despedía a Liesel o le daba el café y las gracias. Y ahora eso.

Rosa entró en acción.

Cruzó la cancela sin perder tiempo y se plantó en la puerta.

—¡Holtzapfel! —sólo se oían las sirenas y a Rosa—. ¡Holtzapfel, salga de ahí ahora mismo, vieja asquerosa y ruin! —el tacto nunca había sido el punto fuerte de Rosa—. ¡Si no sale, moriremos todos en la calle! —se volvió hacia los otros dos, que esperaban impotentes en la entrada. Una sirena acababa de aullar—. ¿Y ahora qué?

Michael se encogió de hombros, perdido, confuso. Liesel dejó caer la bolsa con los libros y lo miró.

—¡¿Puedo entrar?! —le gritó cuando se oyó un nuevo aullido, aunque no esperó la respuesta.

Se acercó corriendo a la puerta y apartó a su madre de un empujón.

Frau Holtzapfel seguía impasible sentada a la mesa.

¿Qué le digo?, pensó Liesel.

¿Cómo hago que se mueva?

Cuando las sirenas volvieron a coger aire oyó que Rosa la llamaba.

—¡Déjala, Liesel, tenemos que irnos! Si quiere morirse, es asunto suyo…

Las sirenas se reanudaron en ese momento. Irrumpieron en la casa y sofocaron la voz de Rosa.

Sólo había el ruido, una chica y una mujer enjuta.

—¡Frau Holtzapfel, por favor!

Como en la conversación que mantuvo con Ilsa Hermann el día de los dulces, tenía a mano innumerables palabras y frases. La diferencia estribaba en que ese día además había bombas, ese día debía darse un poco más de prisa.

LAS OPCIONES

• Frau Holtzapfel, tenemos que irnos.

• Frau Holtzapfel, si nos quedamos aquí, moriremos.

• Todavía le queda un hijo.

• Todo el mundo la está esperando.

• Las bombas le volarán la cabeza.

• Si no se viene conmigo, dejaré de venir a leerle y eso significa que habrá perdido a su única amiga.

Probó con la última, intentando gritar las palabras por encima del estruendo de las sirenas. Tenía las manos plantadas en la mesa.

La mujer la miró y tomó una decisión: se quedaba allí.

Liesel se fue. Se apartó de la mesa y salió corriendo de la casa.

Rosa le aguantó la puerta de la cancela y ambas echaron a correr hacia el número cuarenta y cinco. Michael Holtzapfel parecía un náufrago abandonado a su suerte en Himmelstrasse.

—¡Vamos! —le imploró Rosa, pero el soldado vaciló.

Estaba a punto de volver adentro cuando algo le hizo dar media vuelta. La mano mutilada era lo único que lo seguía reteniendo a la cancela y, avergonzado, la arrancó de allí y las siguió.

Todos miraron atrás varias veces, pero en ningún momento vieron a frau Holtzapfel.

La calle estaba desierta. Con el desvanecimiento del último aullido en el aire, las únicas tres personas que quedaban en Himmelstrasse se dirigieron hacia el sótano de los Fiedler.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Rudy.

Sujetaba la caja de herramientas. Liesel dejó la bolsa de libros en el suelo y se sentó encima.

—Estábamos intentando sacar a frau Holtzapfel de casa.

Rudy miró a su alrededor.

—¿Dónde está?

—En casa. En la cocina.

Michael se estremecía hecho un ovillo en el rincón más alejado del refugio.

—Tendría que haberme quedado —no dejaba de repetir—, tendría que haberme quedado, tendría que haberme quedado…

Su voz rozaba el silencio, pero sus ojos eran más contundentes que nunca. Palpitaban furiosos en sus cuencas mientras se estrujaba la mano herida y la sangre empapaba las vendas.

Rosa lo detuvo.

—Por favor, Michael, tú no tienes la culpa.

Sin embargo, el joven al que le quedaban pocos dedos en la mano derecha no tenía consuelo. Se encogió ante la mirada de Rosa.

—Dígame algo, porque no entiendo… —le pidió. Se apoyó en la pared y se dejó resbalar hasta quedar sentado—. Dígame, Rosa, ¿cómo puede quedarse allí sentada dispuesta a morir mientras yo quiero seguir viviendo? —la sangre se espesó—. ¿Por qué quiero vivir? No debería y, sin embargo, quiero vivir.

El joven lloró desolado con la mano de Rosa en su hombro. Los demás miraban. Ni siquiera pudo dejar de llorar cuando la puerta del sótano se abrió y cerró y frau Holtzapfel entró en el refugio.

Su hijo la miró.

Rosa se hizo a un lado.

—Mamá, lo siento, debería haberme quedado contigo —se disculpó Michael cuando se reunió con él.

Frau Holtzapfel no lo escuchó. Se limitó a sentarse a su lado y le levantó la mano herida.

—Vuelves a sangrar —dijo.

Y esperaron sentados, igual que todos los demás.

Liesel metió la mano en la bolsa y rebuscó entre los libros.

EL BOMBARDEO DE MUNICH

9 Y 10 DE MARZO

Las bombas y la lectura amenizaron la larga noche. Tenía la boca seca, pero la ladrona de libros leyó cuarenta y cuatro páginas.

La mayoría de los niños se habían dormido y no oyeron las sirenas que anunciaban el fin del peligro. Sus padres los despertaron o los sacaron en brazos del refugio hacia un mundo de oscuridad.

A lo lejos, los incendios seguían vivos y yo ya había recogido a más de doscientas almas asesinadas.

Iba de camino a Molching, a por una más.

Himmelstrasse estaba despejada.

Habían esperado varias horas antes de hacer aullar de nuevo las sirenas por temor a una nueva amenaza y para que el humo se disipara.

Fue Bettina Steiner la que se fijó en el pequeño incendio y en el lejano hilo de humo que trepaba hacia el cielo cerca del Amper. La niña levantó un dedo.

—Mira.

Puede que la niña fuera la primera en verlo, pero Rudy fue el primero en reaccionar. A pesar de las prisas no soltó la caja de herramientas mientras corría por Himmelstrasse y cruzaba varias calles laterales hasta adentrarse en la arboleda. La siguiente fue Liesel —después de entregar los libros a una notoriamente disconforme Rosa—, seguida de cuatro gatos y poco más, que también salían en esos momentos de otros refugios.

—¡Rudy, espera!

Rudy no esperó.

De vez en cuando Liesel vislumbraba la caja de herramientas entre los árboles a medida que Rudy iba abriéndose camino hacia el resplandor agonizante y el brumoso avión, el cual descansaba humeante en el claro junto al río, donde el piloto había intentado aterrizar.

Rudy se detuvo a unos veinte metros del aparato.

Cuando llegué, lo vi allí de pie, intentando recuperar el aliento.

Las ramas de los árboles se esparcían en la oscuridad.

Había arbustos y troncos por todas partes rodeando el avión, como si se tratara de leña apilada para encender una hoguera. A uno de los lados se abrían tres profundos cortes en el suelo. El desenfrenado tictac del metal enfriándose aceleró el paso de los minutos y los segundos y les hizo pensar que llevaban horas allí. Cada vez iba congregándose más gente detrás de ellos, cuyos alientos y conversaciones se pegaban a la espalda de Liesel.

—Bueno, ¿echamos un vistazo? —propuso Rudy.

Dejó atrás el lindar de los árboles y se acercó al cuerpo del avión encajado en el suelo. Tenía el morro en el agua y las alas se le habían torcido hacia atrás.

Rudy lo rodeó lentamente, empezando por la cola.

—Hay cristales —advirtió—. Hay trocitos de parabrisas por todas partes.

Entonces vio el cuerpo.

Rudy Steiner nunca había visto a nadie tan pálido.

—No vengas, Liesel.

Pero Liesel fue.

Vio el rostro apenas consciente del piloto enemigo, junto a los atentos árboles y el caudaloso río. El avión dio sus últimas boqueadas y el piloto, ladeando la cabeza, dijo algo que, obviamente, no entendieron.

—Jesús, María y José —balbució Rudy—. Está vivo.

La caja de herramientas golpeó un lado del avión y despertó un rumor de voces y pasos humanos.

El resplandor del incendio se había extinguido y había quedado una mañana serena y oscura. Lo único que todavía se resistía era el humo, pero pronto se disiparía.

La muralla de árboles mantenía alejado el color de Munich en llamas. A esas alturas, la visión del chico se había acostumbrado no sólo a la oscuridad, sino también al rostro del piloto. Sus ojos parecían manchas de café y unos tajos le cubrían las mejillas y la barbilla de renglones. Un uniforme arrugado descansaba, indisciplinado, sobre su pecho.

A pesar de la advertencia de Rudy, Liesel se acercó aún más y te prometo que nos reconocimos en ese momento.

Te conozco, pensé.

Había un tren y un niño tosiendo. Había nieve y una niña destrozada por el dolor.

Has crecido, pero te reconozco.

Ni retrocedió ni me plantó cara, pero sé que algo le dijo a la joven que yo estaba allí. ¿Olió mi aliento? ¿Oyó mi malhadado latido circular, que da vueltas y más vueltas en mi sepulcral pecho? No lo sé, pero ella me reconoció, me miró a la cara y no apartó la vista.

Cuando el cielo de carboncillo empezó a clarear, cada una siguió su camino. Nos quedamos mirando al chico que, revolviendo en la caja de herramientas, apartó unas fotografías enmarcadas y sacó un pequeño y amarillento peluche.

Trepó con cuidado hasta el hombre agonizante.

Dejó el sonriente oso de peluche sobre el hombro del piloto, con suavidad. La punta de la orejita le tocaba el cuello.

El hombre agonizante lo olió. Habló. Dijo «Gracias» en inglés. Los renglones se separaron al abrir la boca y una gotita de sangre le rodó por el cuello.

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