Era la misma anciana que anunció a los judíos la primera vez que Liesel los vio. A la altura de la calle, su rostro era una pasa, sus ojos tenían el color azul oscuro de una vena y su predicción resultó bastante acertada.
En pleno verano, Molching recibió una señal de lo que el destino le deparaba. Se anunció como solía hacerlo: primero los movimientos de cabeza de un soldado y su arma asomando por detrás, apuntando al aire. A continuación, una tintineante cadena de judíos.
Esta vez la única diferencia estribaba en que procedían de la dirección contraria. Los llevaban a la ciudad vecina de Nebling para que despejaran las calles y realizaran las tareas de limpieza que el ejército se negaba a efectuar. Volvieron al campo de concentración al acabar el día, a paso lento y cansado, derrotados.
Una vez más, Liesel buscó a Max Vandenburg pensando que bien podría haber acabado en Dachau sin que antes hubiera tenido que desfilar por Molching. No estaba. Esa vez no.
Aunque tiempo al tiempo, porque una cálida tarde de agosto, Max desfilaría por la ciudad con los demás. Sin embargo, a diferencia de los otros, él no miraría fijamente la carretera, no se volvería al azar hacia las gradas alemanas del Führer.
UN APUNTE ACERCA
DE MAX VANDENBURG
Buscaría a una joven ladrona de libros entre los rostros de Münchenstrasse.
En aquella ocasión, en julio, aquel día que Liesel calculó como el nonagésimo octavo después del regreso de su padre, se quedó allí, de pie, y estudió la masa en movimiento de fúnebres judíos… buscando a Max. Al menos eso aliviaba el dolor de no hacer otra cosa que mirar.
«Es una idea repugnante», escribiría en el sótano de Himmelstrasse, pero sabía que era cierto. Dolía contemplarlos. ¿Y el dolor de ellos? ¿Y el dolor de unos zapatos que sólo sabían tropezar y el de su tormento y el de las puertas del campo al cerrarse?
Atravesaron la ciudad dos veces en diez días y, poco después, se demostró que la anónima mujer de cara de pasa de Münchenstrasse estaba totalmente en lo cierto. El sufrimiento había aparecido y si culparon a los judíos por ser sus anunciadores o su prólogo, también deberían haber culpado al Führer y a su obsesión con Rusia como la verdadera causa… porque más tarde, un día de julio, cuando Himmelstrasse se despertó, se encontró con un soldado muerto. Colgaba de una de las vigas de una lavandería, no lejos de la tienda de frau Diller. Otro péndulo humano. Otro reloj, parado.
El descuidado dueño había dejado la puerta abierta.
24 DE JULIO, 6.03 DE LA MAÑANA
En la lavandería hacía calor, las vigas eran firmes y Michael Holtzapfel saltó de la silla como si lo hiciera desde un precipicio.
En aquella época mucha gente me perseguía, me reclamaba y me pedía que me la llevara. Unos pocos llamaban mi atención por casualidad y me susurraban al oído con voz apagada.
Llévame, decían, y no había forma de que callaran. Tenían miedo, de acuerdo, pero no de mí. Les asustaba echarlo todo a perder y tener que volver a enfrentarse a ellos mismos y al mundo y a gente como tú.
Estaba atada de manos.
Eran muy ingeniosos, contaban con muchos recursos y, cuando les salía bien, fuera cual fuese el método que hubieran escogido, me era imposible rechazarlos.
Michael Holtzapfel sabía lo que hacía.
Se mató por querer vivir.
Por descontado, no vi a Liesel Meminger aquel día. Como suele ocurrir en estos casos, me dije que tenía demasiado trabajo para quedarme en Himmelstrasse a escuchar los lamentos. Es duro cuando alguien te sorprende con las manos en la masa, así que tomé la habitual decisión de retirarme hacia el sol matutino.
No oí estallar la voz de un anciano cuando encontró el cuerpo colgando, ni los correteos o los atónitos gritos ahogados de la gente que iba llegando. Tampoco oí murmurar a un hombre esquelético y con bigote: «Qué lástima, es una verdadera lástima…».
No vi a frau Holtzapfel tendida en Himmelstrasse, con los brazos abiertos y el rostro desfigurado por la desesperación. No, todo eso se me pasó por alto hasta que volví unos meses después y leí algo titulado
La ladrona de libros
. Me enteré de que no fue la mano herida ni ninguna otra herida lo que acabó finalmente con Michael Holtzapfel, sino la culpa de estar vivo.
Tiempo antes de su muerte, la niña se había percatado de que Michael no dormía, que las noches eran como un veneno. Suelo imaginármelo desvelado, sudando entre sábanas de nieve o viendo las piernas cercenadas de su hermano. Liesel escribió que en varias ocasiones estuvo a punto de hablarle de su propio hermano como lo había hecho con Max, pero parecía existir una gran diferencia entre una tos de largo recorrido y dos piernas desaparecidas. ¿Cómo se consuela a un hombre que ha visto algo así? ¿Le dices que el Führer está orgulloso de él, que el Führer lo estima por lo que ha hecho en Stalingrado? ¿Cómo te atreves siquiera? Lo único que puedes hacer es dejarlo hablar. Por descontado, el problema es que esa clase de gente se guarda las palabras más importantes para después, para cuando los humanos que los rodean tienen la desgracia de encontrarlos. Una nota, una frase, incluso una pregunta o una carta, como en la de Himmelstrasse en julio de 1943.
MICHAEL HOLTZAPFEL
EL ÚLTIMO ADIÓS
Querida madre:
¿Me perdonarás? Ya no podía soportarlo más. Voy a reunirme con Robert. No me importa lo que los malditos católicos tengan que decir al respecto, tiene que haber un lugar en el cielo para los que han estado donde he estado yo. Puede que creas que no te quiero por lo que te he hecho, pero te quiero.
Tu Michael
Le pidieron a Hans Hubermann que fuera él quien se lo dijera a frau Holtzapfel. Hans se quedó en el umbral de la puerta y ella debió de verlo en su cara. Dos hijos en seis meses.
El sol de la mañana resplandecía a su espalda cuando la enjuta mujer pasó por su lado, dándole un empujón. Sollozante, acudió corriendo al lugar donde se reunía la gente, al final de Himmelstrasse. Repitió el nombre de Michael veinticinco veces como mínimo, pero Michael ya había contestado. Según la ladrona de libros, frau Holtzapfel estuvo abrazando el cuerpo cerca de una hora. Luego se volvió hacia el sol cegador de Himmelstrasse y se sentó. Ya no podía caminar.
La gente observaba de lejos. Era más fácil desde cierta distancia.
Hans Hubermann se sentó a su lado.
Le cogió las manos cuando ella se tumbó en el duro suelo.
Dejó que sus gritos inundaran la calle.
Qué olor a ataúd recién tallado. Ropas negras. Enormes bolsas bajo los ojos. Liesel estaba junto a los demás, en la hierba. Había leído para frau Holtzapfel esa misma tarde.
El repartidor de sueños
, el favorito de su vecina.
La verdad es que fue un día bastante ajetreado.
27 DE JULIO DE 1943
Michael Holtzapfel fue enterrado y la ladrona de libros leyó a los afligidos. Los aliados bombardearon Hamburgo… A propósito, es una suerte que, en cierta forma, yo sea capaz de hacer milagros. Nadie más podría llevarse cerca de cuarenta y cinco mil personas en tan poco tiempo. Ni en un millón de años humanos.