La legión del espacio (15 page)

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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La legión del espacio
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Jay Kalam lanzó un largo suspiro de asombro.

—¡Las defensas! —susurró—. Las estaciones que forman la barrera… Eso es lo que deben ser. ¡Un cinturón de satélites!

John Star las vio. Medias lunas borrosas y pequeñas, rojas como el mismo planeta. Vio tres, que seguían la misma órbita muy por encima de la lóbrega atmósfera de aquel mundo colosal que tenían delante. Calculó que debían ser seis en total, separadas a intervalos de sesenta grados.

¡Un anillo de satélites fortificados! El Cinturón propiamente dicho debía estar formado por radiaciones invisibles, pero la perfecta separación de los satélites, puestos a remolque, era una prueba suficiente de la pericia bélica y científica de los medusas. La mirada pensativa de John Star volvió a dirigirse hacia el cuarto creciente del planeta central.

—¡Aladoree está allí! —Un sentimiento de horror incrédulo ahogó sus palabras—. Más allá de esos satélites. Oculta y vigilada, en algún lugar del planeta. Y torturada, supongo, para que revele el secreto del AKKA. Es necesario que atravesemos el cinturón, Jay.

—Tenemos que hacerlo.

Jay Kalam dictó órdenes por el teléfono con su eterna tranquilidad.

—¡Endemoniado de mí! —protestó una voz que brotó del altavoz adosado al tabique—. En nombre de la preciosa vida, Jay, ¿no podemos descansar un poco? ¿Es necesario que nos lancemos como una banda de idiotas temerarios al encuentro de nuevos y abominables peligros, sin un mínimo respiro? ¿No puedes concedernos un momento, Jay, un solo y precioso momento, para comer algo?

—Danos la mayor potencia posible, Giles —le interrumpió Jay Kalam en tono amigable. Porque en ese momento nos dirigimos hacia la zona de la barrera, confiando en la velocidad y la sorpresa.

—¡Santa vida! ¡Ahora no! —exclamó Giles Habibula—. No hacia ese lugar maldito que llaman el Cinturón del Peligro.

—Eso es lo que haremos, Giles —respondió Jay Kalam—. Trataremos de pasar a mitad de trayecto entre dos de sus fortalezas, con la esperanza de que los rayos de ambas se interfieran.

—¡Dulce vida! ¡Todavía no! —gimoteó Giles Habibula—. ¡Concédenos tiempo, Jay, para beber un último sorbo de vino! No puedes ser tan desalmado, Jay. No con un pobre viejo soldado de la Legión. No con un infortunado y tambaleante esqueleto humano, Jay, que va a morir con las botas puestas después de trabajar día y noche para mantener en funcionamiento sus preciosos geodinos, y que ha quedado reducido a la piel y los huesos por falta de tiempo para comer. ¡No hagas eso, Jay! No al pobre viejo…

John Star ya no escuchaba. Tenso sobre los mandos, casi sin respirar, guiaba al «Ensueño Purpúreo» hacia la vasta y espeluznante media luna de sombras escarlatas con la mira puesta exactamente entre dos de los pequeños satélites. Y en ese momento hizo un descubrimiento terrorífico. De los satélites fortificados no había partido aún ningún proyectil o rayo visible, pero descubrió que algo le sucedía a la nave… ¡Y a él!

Los tabiques metálicos y las esferas de todos los instrumentos que tenía frente a él se habían tornado súbitamente luminosos. Su propia piel refulgía. En el aire danzaban átomos fulgurantes, puntos giratorios de muchos colores. El mismo metal de la nave parecía evaporarse transformado en una bruma iridiscente. ¡Eso le sucedía a su propio cuerpo!

Entonces sintió una andanada de dolor.

Al principio, con los ojos cerrados, se dejó dominar por el tormento cegador. Luego, luchó con obstinación por controlarse y se tambaleó torpemente hacia Jay Kalam, quien parecía convertido en un espectro fosforescente en proceso de descomposición.

—¿Qué…? —su voz jadeante brotó débil e irreconocible, y el dolor le hizo crispar los dientes sobre las palabras—. ¿Qué es esto?

—Radiación… —la voz del espectro luminoso sonaba estrangulada por el sufrimiento—. Debe disolver los lazos moleculares… Átomos ionizados que se alejan danzando… ¡Todo se funde en una niebla atómica! ¡La disolución molecular! ¡Nuestros propios nervios… destruidos!

—¿Cuánto podremos…?

Su voz se apagó. Una punzada de dolor al rojo vivo le taladró el cerebro. Todas sus extremidades y todos sus tejidos vibraron. Sintió que incluso sus células cerebrales lanzaban un aullido de protesta contra la radiación devoradora. Segundo a segundo creía haber experimentado un sufrimiento insuperable, y segundo a segundo el sufrimiento aumentaba.

El dolor le cegó, rugía en sus oídos. Agujas ardientes se clavaban en todas las fibras de su cuerpo. Pero siguió luchando por conservar el dominio de sí mismo. Permaneció rígido sobre los mandos y guió el crucero hacia abajo.

Por encima del tormento, oyó que el ulular de los geodinos acelerados al máximo volvía a transformarse en una vibración áspera. El ronquido desagradable aumentó en intensidad hasta hacer temblar toda la nave. Se tornó pavoroso. John Star pensó que rompería el fuselaje.

Pero la vibración cesó de súbito. La nave se quedó mortalmente quieta. Los geodinos habían fallado por completo. Sólo quedaba la inercia para transportarlos a través del muro de radiación.

En medio del silencio, oyó la voz de Adam Ulnar que gritaba en su celda.

—La desintegración… —murmuró Jay Kalam roncamente—. ¡Nos estamos volviendo invisibles!

Entonces vio que el metal de los mecanismos que lo rodeaban se tornaba extraña e increíblemente semitransparente, como si estuviera próximo a disolverse por completo en la niebla fulgurante que se cernía sobre ellos, arremolinándose, cada vez más densa.

Miró a Jay Kalam, a través de aquella niebla de joyas pulverizadas, y vio algo atroz.

En aquel momento la figura espectral era semitransparente y sus huesos aparecían como sombras dentro de los borrosos contornos del organismo. De ella se desprendía un humo ígneo. Ya no parecía una figura humana. Era un esqueleto macabro, que se disgregaba en la nada.

Sin embargo, aún conservaba la conciencia, la razón, la voluntad, pues emitió un susurro, apagado y débil.

—¡Los cohetes!

John Star comprendió que él era otro fantasma en vías de disolución. Todos los átomos de su cuerpo ardían con un dolor insoportable. Pero se movió antes de que lo venciera por completo.

Estiró la mano hacia los pulsadores que activaban los cohetes.

Cuando, débil y tembloroso, recuperó el conocimiento, se hallaba derrumbado sobre el cuadro de mandos. Su cuerpo estaba fláccido, empapado en sudor. Se irguió con dificultad, consciente de que su pavorosa y torturante transparencia había desaparecido. Vio a Jay Kalam terriblemente pálido. Detrás de él vio algunas partículas diamantinas y refulgentes que todavía flotaban en el aire.

—Los cohetes —murmuró Jay Kalam, con voz débil, insegura, y, sin embargo, tan circunspecta como siempre—. Los cohetes nos hicieron pasar.

—¡Pasar! —La voz de John Star fue un graznido seco y ronco—. ¿Al interior del Cinturón?

—Sí. Y vamos hacia la superficie.

Luchó por recuperar el dominio de sí.

—¡Entonces hemos de reducir la velocidad para no estrellarnos!

—Giles —exclamó Jay Kalam, por el teléfono—. Los geodinos…

—No me molesten ahora —siseó Giles Habibula, con un tono débil y quejumbroso de protesta—. Porque el bueno y viejo Giles se está muriendo, se está muriendo. ¡Ah, qué espantosa agonía! Y los generadores están estropeados, quemados. ¡Destruidos por esa tremenda vibración! Nunca podremos repararlos, ni siquiera con la rara y refinada pericia de Giles Habibula. ¡Ah, pobre viejo Giles!, ni siquiera su ingenio y su desusada y preciosa sabiduría van a servirle ahora. Condenado y moribundo, lejos de su tierra.

—¡No hablas en serio, Giles! —le interrumpió John Star—. ¡Puedes arreglarlos!

—No, John, los aparatos están hechos polvo, te lo digo yo. ¡Quemados y acabados!

—Es cierto —intervino Jay Kalam—. Lo he comprobado. Los geodinos no funcionan. Contamos sólo con los cohetes para no hacernos añicos.

John Star se arrastró, angustiado, hasta los pulsadores, murmurando:

—¡Ahora es cuando nos hace falta el combustible que dejamos en el satélite de Plutón!

Capítulo 14
El sol corsario

El «Ensueño Purpúreo» se precipitaba sobre el gigantesco planeta anaranjado. Sus cohetes rugían con la potencia máxima hacia el suelo tratando de frenar la caída, si era posible, antes de que se produjera la catástrofe.

Jay Kalam observó, ansioso, cómo John Star verificaba rápidamente las indicaciones de una veintena de instrumentos, introducía las cifras en las calculadoras y accionaba otra tecla.

—¿Qué has descubierto?

—Van a suceder tres cosas simultáneamente —dijo John Star con lentitud—. Disminuirá nuestra velocidad, nos aproximaremos al planeta y los cohetes se quedarán sin combustible. Pero esa densa atmósfera roja oculta la superficie, y no puedo saber cuánto falta para llegar a ella. Si está demasiado cerca, nos estrellaremos antes de que se haya frenado el impulso. Si está demasiado lejos, volveremos a caer cuando se paren los cohetes. Tiene que estar a la distancia justa, o…

—Entonces —comentó impasiblemente Jay Kalam—, esperaremos a que llegue el momento. ¿Cuánto falta?

—Dos horas a toda potencia vaciarán los tanques.

Jay Kalam bajó la cabeza, muy serio, y se volvió en silencio hacia el teleperiscopio. Al cabo de un rato se puso súbitamente tenso, y se volvió para señalar un nuevo punto rojo que había surgido en la pantalla rastreadora.

—Otra nave negra —anunció—. Supongo que se propone asistir a los fuegos artificiales cuando nos estrellemos. Nos habrán visto cuando pasamos entre sus satélites fortificados.

John Star la captó en su propio instrumento. Era un objeto monstruoso de metal negro brillante. Los anchos alerones se movían, extraña y perezosamente, alrededor del inmenso vientre negro de su fuselaje. Se limitaba a acompañarnos en su caída, no muy por encima de ellos, sin ejecutar maniobras hostiles.

—¡Vienen a ver cómo nos desintegramos! —masculló—. O a capturarnos si nos salvamos.

—Voy a llamar al comandante Ulnar —dijo de improviso Jay Kalam—. Dejaré que los salude. Tenemos muy poco que perder. Quizá podamos pagar un rescate por Aladoree. El Sistema está en condiciones de darles todo lo que les han ofrecido los Ulnar.

John Star asintió. Tal vez quedaba una posibilidad. Jay Kalam hizo subir a Adam Ulnar al puente. El comandante todavía estaba pálido y conmocionado por el viaje a través de la barrera de radiaciones, pero en su rostro macilento apareció una débil sonrisa.

—¡Te felicito, John! Nunca pensé que conseguirías hacernos pasar al otro lado.

—Voy a dejar que hable, comandante —dijo Jay Kalam, con dureza—. Le daré una oportunidad de salvar su vida, para que salve a Aladoree Anthar y su secreto para el Palacio Verde. Dejaré los detalles por su cuenta. Pero estoy seguro de que el Palacio Verde autorizará cualquier rescate que usted prometa. Y si usted puede ayudarnos a regresar al Sistema, llevando a Aladoree sana y salva, le prometo, a mi vez, que le dejaremos en libertad.

—Gracias, Kalam. —La cabeza canosa, aristocrática, hizo una breve y casi irónica reverencia—. Te agradezco esta emocionante prueba de confianza. Es cierto que no quiero morir, y es cierto que Eric llevó a cabo con mucha torpeza los planes que yo había trazado, porque jamás debió traer aquí a la joven. De modo que colaboraré con vosotros en la medida de lo posible.

John Star estudió atentamente la expresión de Ulnar. Aunque le enfurecía todo lo que había hecho su pariente, vio que sus facciones reflejaban sinceridad y una energía reconfortante.

—Muy bien —dijo Jay Kalam—. ¿Puede hablarles desde aquí?

—Sí, con el transmisor de ultraondas —asintió el comandante—. Los medusas no son sensibles al sonido. Aunque los hombres de Eric los bautizaron así pensando en esas criaturas gelatinosas que habitan en el fondo de nuestros mares, en realidad no se parecen a nada de lo que hay en el Sistema. Se comunican directamente mediante ondas cortas de radio. Conozco su código de señales, pues lo descifraron los hombres de Eric: yo solía hablar desde el Palacio Purpúreo con los agentes que enviaban al Sistema.

—Adelante, entonces —le dijo Jay Kalam—. Consiga que esa nave nos arroje un cabo antes de que nos estrellemos. Consiga que traigan a Aladoree Anthar, sana y salva, a bordo, y que nos faciliten todo lo que necesitamos para reparar los geodinos. Y pídales que abran la barrera para que podamos salir. No creo que consiguiéramos pasar de nuevo por esa zona. Prométales lo que quiera, pero muéstrese convincente.

—Haré lo posible.

Y Adam Ulnar se sentó frente al compacto panel del transmisor de la nave, con su rostro huesudo evidenciando preocupación. Pronto sintonizó con la frecuencia que deseaba, y en seguida empezó a articular sonidos en el micrófono; sonidos en lugar de palabras. Eran torpes gruñidos, chasquidos y silbidos.

La respuesta que emergió luego del receptor fue aún más extraña. Las voces de los medusas eran susurros agudos, secos y espeluznantes, tan netamente inhumanos que, al escucharlos. John Star se estremeció horrorizado.

Adam Ulnar también pareció atónito y asustado por lo que escuchaba. Su estrecha mandíbula se relajó en una expresión de sorpresa. Se puso a temblar, de súbito, con las facciones muy lívidas y bruscamente perladas de sudor. Sus ojos desencajados estaban negros, vidriosos.

Volvió a emitir los extraños sonidos ante el micrófono, con la voz tan seca que apenas podía articularlos. El receptor le respondió con nuevos murmullos crepitantes. Escuchó largo rato, con la mirada perdida en el vacío. Por fin cesó la insólita conversación. Adam Ulnar alargó maquinalmente una mano blanca y trémula para apagar el transmisor, y se puso en pie.

—¿Qué ha pasado? —preguntó John Star—. ¿Qué le dijeron?

—Nada bueno —murmuró Adam Ulnar inexpresivamente, apoyándose en una barandilla para conservar el equilibrio—. Lo peor que podía ocurrir. Aunque es algo que temí desde el momento en que tuve noticias de la estúpida alianza que concertó Eric.

Sus ojos miraban sin ver.

—¿Qué ha sucedido? —insistió John Star. Adam Ulnar se pasó una mano temblorosa por su frente perlada de sudor.

—Apenas me atrevo a contártelo, John. Porque me juzgarás culpable. Y supongo que lo soy. Fui yo quien envió a Eric a este lugar, con una expedición, para que tuviera la oportunidad de convertirse en un héroe. ¡Eric II! —Lanzó una risita amarga—. Sí, soy culpable.

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