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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

La legión del espacio (13 page)

BOOK: La legión del espacio
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El sol se empequeñecía a ojos vistas. Al fin, Betelgeuse y Rigel lo eclipsaron y se transformó en una tenue estrella blanca, perdida entre los resplandores cada vez más lejanos de Orión.

La Estrella de Barnard apareció y creció en los teleperiscopios.

¡La estrella errante! Roja, débil, agonizante. Escindida de la constelación de Ofiuco y disparada hacia el norte, en loca huida… de la Serpiente y el Escorpión. Bautizada desde tiempo atrás con el nombre de «Estrella Fugitiva de Barnard», en homenaje a su descubridor y a su excepcional movimiento pro pió, era la estrella más cercana del cielo septentrional y la más próxima que contaba con un planeta habitable.

Habitable… Así lo habían descrito los informes expurgados y fragmentarios de la expedición de Eric Ulnar. Pero los sobrevivientes locos de dicha expedición, que se pudrían en los pabellones hospitalarios vigilados, víctimas de enfermedades que los especialistas no atinaban a entender ni a curar, habían denunciado con alaridos y delirios la existencia de un extraño mundo de horrores. Los dueños de aquel planeta eran los monstruosos medusas, y apenas era habitable para los hombres.

John Star contemplaba el antiguo sol agonizante, que aparecía en el teleperiscopio como un ojo maligno de color rojo desvaído. Su fulgor hipnótico le trajo el recuerdo de Aladoree, prisionera en el planeta poblado de terrores. Le pareció ver los ojos grises de la muchacha dilatados por el espanto. Y en su interior se acumuló una cólera fría e impotente.

Se sobresaltó cuando le habló Jay Kalam.

—¡Mira! Frente a nosotros. ¡Una sombra verde!

Incluso entonces, su voz baja, sobria, estaba turbada por el miedo a los elementos desconocidos del cosmos.

Delante de ellos, los teleperiscopios mostraban la presencia de una sombra extraña y tétrica, que crecía con rapidez. Brillaba con el color verde mate de los gases ionizados que forman las nebulosas; sus oscuras alas desplegadas eclipsaban las estrellas de Ofiuco, y se dilataban lentamente para ocultar la constelación de la Serpiente e incluso la del Escorpión.

John Star intensificó el aumento de los teleperiscopios, hasta que consiguió distinguir el desagradable movimiento reptante de sus grandes flujos convulsivos, y las furibundas corrientes de materia extraña y de energías aún más raras que bullían en su interior.

—Una nebulosa que no figura en las cartas celestes —murmuró al fin—. Será mejor que cambiemos de rumbo.

Los nómadas de la Tierra, estudiosos de las estrellas, se habían sentido intrigados, desde el principio, por aquellas nubes oscuras que se recortaban contra el firmamento. Los nómadas del espacio, exploradores de estrellas, habían muerto en ellas más recientemente. Sin embargo, aún eran poco conocidas, y todos los astronautas prudentes se mantenían alejados de aquellos vastos torbellinos de fuego y furia cósmica.

En la Academia de la Legión, John Star había escuchado a un famoso astrofísico que pronunció una conferencia acerca de la «Dinámica intranebular». Conocía las bellas teorías del antiespacio, de la curvatura invertida, de la seudogravitación y la entropía negativa. Según dichas teorías, las nebulosas eran las matrices de planetas y soles, e incluso de futuras galaxias. En sus anormales antiespacios se infringía, de alguna manera, la segunda ley de termodinámica, y la radiación atrapada en sus profundidades misteriosas se transformaba de algún modo en materia. Su destino final consistía en reactivar al agotado universo. Así lo creía el célebre astrofísico… Pero él nunca se había aventurado hasta las proximidades del oscuro y supremo frenesí de las tempestades del espacio.

John Star tragó saliva, y el pavor le veló la voz.

—Nos estamos acercando demasiado. Cambiaré el rumbo.

—No —protestó tranquilamente Jay Kalam—. Enfila hacia ella.

—¿Tú crees?

Obedeció, dubitativo, sometido a la tensión del terror creciente.

La masa que tenían delante movilizó a los detectores de gravedad. Tuvieron que avanzar a una velocidad menor que la de la luz para que sus rayos rastreadores pudieran protegerlos de la colisión. Y la extraña nube siguió creciendo.

Posiblemente era muy insignificante a la escala del espacio cósmico, tan minúscula que los astrónomos del Sistema nunca la habían descubierto ni inscrito en los mapas. Sus fuerzas inmensas y poco conocidas no entrañaban ninguna amenaza para el Sistema propiamente dicho, porque se argumentaba que la curvatura inversa de los antiespacios generaba un rechazo respecto de los campos gravitacionales de los soles. A escala galáctica, era apenas una extraña mota de polvo. Pero a escala humana era demasiado grande.

Sus brazos oscuros, que emitían un tenue fulgor, se retorcían como si quisieran alcanzar las estrellas cercanas. Los teleperiscopios empezaron a mostrar sus terribles detalles: nubes negras de polvo, torrentes arrolladores de afilados fragmentos meteóricos, cortinas oscuras de gases enrarecidos, todo ello azotado por los vientos impetuosos de fuerzas cósmicas apenas conjeturadas, y violentamente iluminado por el verde tétrico de la ionización.

John Star, rígido de miedo, tuvo un acceso de sudor frío. Pero siguió enfilando hacia la nebulosa, hasta que pasaron a gran velocidad a menos de mil quinientos kilómetros del flanco de una corriente verdosa que pareció prolongarse hacia ellos como una especie de tentáculo monstruoso.

—Si llegara a atraparnos… —Su garganta reseca se paralizó, y tuvo que tragar saliva—. ¡Esos torrentes de aerolitos! ¡Esos remolinos de gas incandescente! ¡Las fuerzas interiores desconocidas! —Se enjugó el sudor del rostro endurecido, pálido—. Creo que no sobreviviríamos ni cinco segundos.

Pero Jay Kalam contestó con inalterable serenidad:

—Acércate más.

—¿Eh? —murmuró John Star—. ¿Por qué?

Jay Kalam señaló el punto rojo olvidado que marcaba, sobre la pantalla rastreadora, la posición de la nave negra que los seguía. Era obvio que se adelantaba, que pretendía acortar la distancia que había mantenido constante durante tanto tiempo.

John Star contuvo el aliento.

—¿De modo que ahora intentan alcanzarnos?

—Hacen algo más que intentarlo —le recordó Jay Kalam—. Supongo que tienen miedo de que los despistemos en los límites de la nebulosa. Acércate un poco más.

Tomó de nuevo los mandos. La veloz nave viró hacia la atroz nube de fuego verde. Una auténtica tempestad cósmica. Los vientos de potencia enloquecedora convulsionaban el polvo negro y el gas incandescente transformándolos en corrientes desgarradas, torbellinos feroces y tentáculos extendidos que parecían retorcerse y azotar con furia primaria.

—Aproxímate un poco más —ordenó Jay Kalam, implacable—. Y pronto sabremos en cuánto valoran la vida del comandante Ulnar.

John Star volvió a accionar los controles, y luego hizo girar el teleperiscopio hacia la nave negra que los seguía, porque, ahora que habían disminuido la velocidad, incluso su luz podía alcanzarlos. Era un objeto colosal, extraño como los monstruos verdes, húmedos y palpitantes que formaban su tripulación. Parecía una araña negra voladora, con un gran número de vástagos, aspas y palancas que asomaban en desconcertante profusión del redondo fuselaje. Las alas principales estaban de alguna manera replegadas, pero algunas paletas de menores dimensiones se movían, a ratos, como si respondieran a un desconocido sistema de navegación. Tal vez, conjeturó, se valían de fuerzas corpusculares.

—¡No pueden atacar! —John Star tragó saliva para humedecerse la garganta—. No pueden hacerlo, si les importa la vida del comandante Ulnar.

Y Jay Kalam respondió con voz suave:

—Ahora trata de aproximarte un poco más.

John Star volvió a tocar el timón, y sintió que se le crispaba el corazón. El canturreo radiante y límpido de los geodinos había sonado como un himno de potencia viva por todo el ámbito de la nave y él casi sentía el empuje que los transportaba hacia delante. Pero el canturreo cambió. De pronto, reapareció la vibración de las unidades discordantes. Nuevamente, perdieron velocidad y el punto rojo reflejado sobre la pantalla rastreadora se adelantó casi hasta tocarlos.

Desesperado, John Star guió la nave hacia una zona más próxima a la muralla tormentosa de polvo, fuego verde y rocas triturantes, y Jay Kalam miró a popa.

—Después de todo, me temo que el comandante no nos salvará —dijo súbitamente—. ¡Están disparando algo!

Del vientre de la nave negra brotó una pequeña bola de un color blanco lechoso. La bola los siguió, a una velocidad mayor de la que podían desarrollar los geodinos defectuosos, y creció a medida que se acercaba. La contemplaron en las lentes, paralizados por el asombro porque se trataba de algo absolutamente inexplicable.

Era una bola opalescente. John Star comprendió que no estaba formada por materia. Ningún proyectil material podía haberlos alcanzado tan rápidamente, ni siquiera con la nave averiada como estaban. Era un globo giratorio de fuego, embellecido por los fulgores del arco iris. Se dilataba detrás de ellos. Ocultó la nave aracnoide. Eclipsó el cinturón de la brillante Orión. Llenó el espacio, a sus espaldas, como una estrella recién nacida.

¡Un sol incandescente disparado contra ellos!

John Star se dio cuenta de que era algo absolutamente fantástico. La bola se agigantó en el espacio, y su imagen tórrida reflejada en las lentes le hirió la vista. Y seguía creciendo, con un brillo cada vez más atroz.

¡Y los atrajo!

El «Ensueño Purpúreo» se zarandeó, rodó hacia ella.

Una súbita náusea, un vértigo intolerable, se apoderó de John Star. Trastabilló, volvió tambaleándose a los mandos y se agarró a una baranda. Se aferró a ella, descompuesto y tembloroso, mientras la nave giraba inerme, aprisionada por el sol que los perseguía.

Cayeron en dirección a la deslumbrante opalescencia. Inflexiblemente, con las mandíbulas apretadas para vencer la náusea, John Star luchó contra los tumbos de la nave, se bamboleó desesperadamente hasta los controles y descubrió que los geodinos estaban totalmente inactivos.

Sin frenos, la nave cayó.

Mares encrespados de fulgores blancos se abrieron para devorarlos, inmensos como la superficie de un auténtico sol. Protuberancias enfurecidas, llameantes, se extendieron para atraparlos… Y entonces el objeto desapareció.

Un resplandor blanco, explosivo, los dejó casi ciegos… Y el objeto se desvaneció como una burbuja pinchada. Una vez más el espacio se oscureció detrás de ellos, y pronto sus ojos pudieron divisar de nuevo el esplendor de Orión. Se reanudó el cántico de los geodinos y la nave respondió a sus controles.

John Star se frotó febrilmente la cara.

—¡Nunca sentí nada semejante! —susurró—. ¡El espacio mismo se derrumbó tras nosotros!

—Me imagino que fue una especie de torbellino de desintegración —comentó Jay Kalam, impasible—. En los informes secretos de la expedición de Ulnar, que fueron remitidos a Aladoree cuando ella estaba aún en el fuerte de Marte, se hablaba de algo parecido. Sólo había una insinuación, porque tuvieron mucho cuidado de no darle demasiados datos. Pero había una referencia a un arma constituida por un torbellino de energía, algo espantoso que deformaba las coordenadas espaciales, que producía la inestabilidad de toda la materia, que se nutría con la energía de la desintegración atómica y que creaba un campo magnético para atraer más materia a su seno. ¡Una especie de falso sol!

John Star asintió.

—Tuvo que ser eso —dijo—. La distorsión del espacio paralizó a los geodinos. —Contuvo un suspiro nervioso—. ¡No podremos combatirlos con el cañón de protones si ellos empiezan a disparar soles!

—No —respondió Jay Kalam—. Sólo veo una solución: meternos en la nebulosa.

—¡En el interior de esa tormenta! —John Star parpadeó—. La nave no resistiría un minuto allí dentro.

—Un minuto es mucho tiempo, John —explicó Jay Kalam con su acostumbrada parsimonia—. Han disparado otra bola.

—Otra…

La garganta reseca le cortó la voz.

—Vira derecho hacia el interior —ordenó Jay Kalam—. No creo que nos sigan.

Su cerebro se rebeló por un instante. Quedó congelado frente a los mandos, mirando los jirones coléricos de la tempestad nebular. Fue un instante de náusea, y después recuperó el dominio de sus actos. Aceptó el peligro y desvió al «Ensueño Purpúreo» hacia la espantosa nube de incandescencia verde y tinieblas.

La muerte creció detrás de ellos. Otra bola lechosa había brotado del vientre de la nave negra, y se hinchó hasta convertirse en un sol artificial de llamas atómicas devoradoras. La nave volvió a zarandearse y caer, con los geodinos inactivos, inermes en aquel abrazo ansioso. John Star se tambaleó, aturdido.

Pero el viraje brusco los había salvado. El globo arrollador de opalescencia expansiva falló por muy escaso margen, y explotó lejos de ellos. Los geodinos liberados trepidaron de nuevo y la nave se embaló hacia delante, introduciéndose en el brazo más cercano de la colérica nebulosa.

En la furia y el misterio.

John Star conocía las teorías: todos los procesos de entropía positiva deberían detenerse o invertirse en la curvatura inversa de los antiespacios nebulares. Ello significaba que los tubos generadores no producían potencia y que los geodinos no suministrarían impulso. Significaba que los cohetes no podrían disparar. Significaba que los relojes y cronómetros funcionarían al revés, y que, muy probablemente, las maquinarias humanas se detendrían por completo.

Esto afirmaban los astrofísicos teóricos, pero ninguno de ellos había estado en el interior de una nebulosa para estudiar el nacimiento de la materia. Sólo dos o tres astronautas audaces se habían aventurado a realizar exploraciones nebulares, en un antiespacio pequeño, situado en la ruta de Próxima, y no se supo más de ellos.

John Star contuvo otra vez la respiración y trató de dominar sus nervios para afrontar cualquier emergencia. Los campos de rechazo del desviador de aerolitos servirían para proteger el fuselaje contra las escorias nebulares si las masas no eran demasiado grandes, demasiado numerosas o demasiado veloces. Por lo demás, la vida de la nave dependía de su pericia.

El «Ensueño Purpúreo», con los dedos ágiles de John Star empuñando los mandos, buscó un camino por el interior de la franja giratoria de brazos espirales. Tuvieran razón o no los teóricos, él sabía que la nave no sobreviviría en el núcleo de la nebulosa. No se necesitaría nada más misterioso que las rocas triturantes para destruirlos. Ya se tratara de una enigmática matriz de mundos, o sólo de una pizca de vulgar polvo cósmico, podía ser una tumba.

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