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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (23 page)

BOOK: La legión olvidada
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El corderito que había traído baló y le hizo desviar la atención de la muchedumbre. Apenas tenía un mes y estaba sujeto con un cordel alrededor del cuello que llevaba atado a la muñeca. El arúspice alzó la mirada y estudió el viento y las nubes del cielo. Había llegado el momento de ver qué le depararía el futuro. A Roma. Tarquinius empuñó el puñal corto y oscuro que utilizaba para los sacrificios y para luchar cuerpo a cuerpo. Rezando una oración de agradecimiento por su vida, acercó al corderillo sujetándole la cabeza con la mano izquierda. Con un corte rápido del metal afilado, el joven animal se desplomó al tiempo que la sangre brotaba de la herida abierta de su cuello. Dio unas cuantas patadas y se quedó quieto. Tarquinius lo colocó panza arriba, le abrió el abdomen y dejó que los bucles del intestino delgado se desparramaran en la piedra fría. Al cabo de unos instantes, y como no veía nada interesante, le sacó el hígado con manos expertas. Balanceándolo con la izquierda, el arúspice alzó la vista al cielo una vez más. Había realizado adivinaciones infinidad de veces pero el ritual seguía emocionándole. En catorce años los resultados jamás se habían repetido.

Tarquinius nunca había intentado adivinar por qué Olenus se había asustado tanto en la lectura de la cueva.

Podía suponer de qué se trataba.

Una bandada de estorninos pasó volando y entrecerró los ojos para calcular cuántos había. «Se acerca una época conflictiva. En primavera.» Tarquinius esperó y se contó las pulsaciones para estimar la velocidad del viento, que arrastraba nubes oscuras. Amenazaba lluvia. «Cruzará un gran río. De Germania. Y César responderá, para demostrar que quienes atacan a Roma nunca quedan impunes.» Mucho más al norte, el miembro más joven del triunvirato estaba dejando huella. Resuelto a eclipsar tanto a Craso como a Pompeyo, Julio César había machacado a las tribus de la Galia y de Bélgica y se aseguraba de que el público romano recibiera regularmente noticias de sus victorias excepcionales. Parecía no estar dispuesto a dormirse en los laureles.

Cuando le pareció que no había nada más que observar en el aire, Tarquinius bajó la cabeza para estudiar atentamente el hígado. Lo que vio no le sorprendió. Era todo rutinario, al igual que hacía muchos meses. No veía rastro de Caelius en Roma; el arisco casero de la buhardilla de un solo espacio que ocupaba encima de una posada moriría pronto por culpa de una intoxicación alimentaria; a consecuencia de la mala cosecha, el precio de su vino preferido aumentaría considerablemente.

La vesícula biliar estaba más vacía de lo normal, y cuando Tarquinius la presionó con un dedo vio que no contenía nada. Frunció el ceño y se inclinó para verla mejor. Había algo… un comerciante de algún tipo.

—¿Cuánto cuesta un presagio?

Sorprendido, Tarquinius alzó la vista y se encontró ante un hombre gordo y bajito vestido con una túnica cara pero manchada de grasa. Era de mediana edad y tenía la cara roja; una mueca desagradable le torcía permanentemente los labios. En una mano llevaba una gallina rechoncha por las patas y en la otra una pequeña ánfora. Como hacían todos los ciudadanos preocupados por la seguridad en Roma, llevaba un puñal colgado al hombro de una correa larga.

Tarquinius no respondió enseguida. Desde el encuentro con Gallo, había procurado evitar el contacto humano en la medida de lo posible. ¿Acaso había cometido un error matando al corderito? Lanzó una mirada rápida al hígado. No. Se relajó.

—¿Por qué no consultas a alguno de los otros? —Tarquinius señaló a los adivinos que estaban cerca.

El hombre soltó un gruñido burlón.

—Son unos malditos mentirosos, ¿verdad que sí?

—¿Y yo no?

—Te he estado observando. No haces ningún esfuerzo por ejercer tu oficio. —Señaló el hígado del cordero—. Y estás haciendo adivinaciones para ti. Eso significa que sabes lo que te traes entre manos.

—No suelo hacer sacrificios para desconocidos.

—¿Trabajas para algún cabrón patricio, eh? —gruñó el gordo. Le lanzó un insulto y se dio la vuelta para marcharse.

—Espera —le dijo Tarquinius de repente—. ¿Eres comerciante?

—Puede ser. ¿A ti qué más te da?

—Cinco áureos. —La voz de Tarquinius no daba pie a concesiones.

El comerciante parpadeó. Era una cantidad abusiva para un augur pero, sin replicar, rebuscó en un portamonedas deslucido.

—Toma —dijo, tendiéndole las cinco monedas de oro—. Más vale que seas bueno.

El etrusco se embolsó las monedas y le quitó la gallina de las manos con cuidado. El animal lo miró con ojos atentos, sin saber que estaba a punto de morir.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Cincuenta y uno.

—¿Y vives en…?

—En el Aventino.

Tarquinius torció el gesto.

—¿Nombre?

—Gemellus. Porcius Gemellus.

—¿Por qué estás aquí?

El gordo resopló.

—¿A ti qué te parece? Para saber qué va a depararme el dichoso futuro.

Tarquinius se hizo a un lado, apartándose del cordero muerto. Sujetó a la gallina contra los adoquines y entonó una oración de agradecimiento a Júpiter. Luego le cortó el pescuezo al animal y observó cómo la sangre iba brotando y llenando los resquicios entre los adoquines. Fluía hacia el oeste: la dirección en la que vivían los espíritus malignos. No era un buen comienzo.

—¿Y bien?

Sin responder, el arúspice destripó el ave y dispuso las entrañas ante ellos en el suelo.

Gemellus observó en silencio, con la mandíbula apretada.

Tarquinius movió los labios mientras reflexionaba sobre el significado de lo que estaba viendo. No era de extrañar que el comerciante deseara orientación. Tomó aire antes de empezar a hablar.

—Veo problemas en los negocios. Problemas financieros.

A Gemellus no le sorprendió.

—Continúa.

—Pero no tienes que preocuparte por tu mayor acreedor.

—¿Craso? —preguntó el comerciante rápidamente—. ¿Por qué no?

—Ocupará un nuevo cargo en el este —afirmó Tarquinius—. Y no volverá más.

—¿Estás seguro?

Tarquinius asintió.

—¡Ese capullo va a morir en Siria! —exclamó Gemellus sin molestarse en disimular su alegría. Varios de los que estaban cerca le miraron cuando mencionó el lugar. Era del dominio público que Craso codiciaba el cargo de gobernador de la provincia más oriental de Roma.

—Yo no he dicho eso —le corrigió el etrusco—. He dicho que Craso nunca regresará a Roma. —«Ese idiota arrogante encontrará la muerte en Partia. Y yo seré testigo de ello.»

—Me basta con eso. —Gemellus desplegó una amplia sonrisa—. ¿Algo más?

Tarquinius buscó pinchando el hígado de la gallina.

—Aguas en movimiento. ¿Olas? Una tormenta en el mar —dictaminó.

El comerciante estaba confundido.

—Barcos llenos de bestias…

Gemellus se quedó paralizado. El arúspice observaba los canales que formaba la sangre entre los adoquines.

—Que se hunden al cruzar el mar.

—¡Dos veces no! —susurró Gemellus con voz temblorosa—. ¡No puede ser!

Tarquinius se encogió de hombros.

—Yo sólo te digo lo que veo.

—¿Vendí mi villa para nada? ¿Para nada? —Gemellus se hundió como si el peso del mundo le hubiera caído sobre los hombros—. Tampoco tendré dinero para pagar a los dichosos griegos. —Dio un buen sorbo al ánfora y se volvió para marcharse.

—Espera.

El comerciante se paró pero no se giró.

—¿Hay más?

—Un día llamarán a tu puerta —dijo Tarquinius.

Gemellus se volvió rápidamente con el rostro contraído por el miedo.

—¿Quién será?

Tarquinius se concentró un instante.

—No está claro. Un hombre. Un soldado, ¿quizá?

Gemellus sacó la daga y se acercó arrastrando los pies.

—Si mientes —susurró—, te cortaré el pescuezo y daré tu cuerpo a los perros.

Tarquinius se levantó la capa y colocó la mano en la empuñadura de un
gladius
desenvainado que llevaba para ocasiones como aquélla. Era fácil de disimular y llamaba menos la atención que el hacha de guerra. A Gemellus le bastó con ver el metal bruñido. Escupió en el suelo y se marchó haciendo una señal contra los malos espíritus.

Tarquinius bajó la mirada hacia la gallina muerta, pero no fue capaz de ver quién había asustado tanto al comerciante. Volvió a encogerse de hombros.

No se podía predecir todo con precisión.

12 - Amistad

Transcurridos nueve meses… El Ludus Magnus, Roma, finales de verano del año 55 a.C.

Romulus se volvió de lado e intentó hacerle un corte a Brennus en movimiento.

El galo esquivó el golpe con cierta dificultad.

—Estás mejorando día tras día. —Sonrió—. Además eres fuerte.

Romulus bajó la espada, jadeando.

—Todavía no soy capaz de vencerte.

El gran guerrero sonrió.

—Para eso te falta todavía un poco.

—Ahora soy mejor luchador —dijo Romulus a la defensiva.

—Cierto. Y ni siquiera has cumplido los quince.

—Quiero ser el mejor.

—Hacen falta muchos años para convertirse en un gladiador de primera —repuso el galo—. Has avanzado mucho, Romulus, además de sobrevivir a una herida grave. Ten paciencia. Eres valiente y fuerte, así que sólo te falta más experiencia.

Romulus miró en derredor el patio abrasador. Era el centro de su mundo pues, a diferencia del galo, apenas se le permitía salir a la ciudad, y era inevitable que sintiera claustrofobia. Tenía que haber algo más en la vida aparte del entrenamiento con armas, el levantamiento de pesos y las luchas ocasionales en la arena. Ya incluso las lecciones sobre táctica de Cotta le frustraban porque le recordaban la existencia de países y lugares que nunca había visto. Y al otro lado de los muros del
ludus
estaban ocurriendo grandes cosas. Las noticias de la reciente expedición punitiva de Julio César contra los bárbaros de Germania habían llegado a Roma. Se rumoreaba que intentaba invadir la mística isla de Britannia. Todas las noticias relacionadas con las campañas de César despertaban la imaginación de Romulus.

Deseaba ser libre, despojarse del yugo de la esclavitud. Descubrir el mundo.

La voz de Brennus lo devolvió a la realidad.

—La mayoría de los hombres no tiene tantas agallas como tú y eso se nota en cómo lucha. Pero tú eres como yo. ¡Nada importa salvo la victoria! —Se palmoteo el pecho y se echó a reír—. ¡Los galos luchan con el corazón!

Romulus arrastró un pie polvoriento por el suelo, contento de los ánimos que recibía. Brennus llevaba dieciocho meses siendo un buen amigo y maestro, le había hecho ganar confianza en sí mismo y habilidad con las armas. Aunque nunca olvidaría a Juba, el galo había ido poco a poco ocupando su lugar en el corazón de Romulus.

—También tienes que utilizar el cerebro. Anticípate a las acciones del enemigo. Recuerda a Lentulus.

Se sonrojó, decidido a no ser sorprendido de nuevo.

Brennus le dio una cariñosa palmada en la mejilla.

—Sigue así y a lo mejor un día acabas con un
ruáis
[12]
igual que él. —Señaló a Cotta, que estaba domando a su última adquisición.

La idea de la libertad le hizo pensar de inmediato en su madre y en Fabiola.

—Sigo queriendo enseñar unas cuantas cosas a ese cabrón de Gemellus.

—Olvídale. —El tono de voz de Brennus cambió y dejó de reír—. A no ser que los dioses sean realmente generosos, nunca tendrás la oportunidad de vengarte de quienes te hicieron daño.

Romulus advirtió un sincero dolor en la voz del galo. Su amigo nunca hablaba del pasado, pero Romulus sospechaba que había sufrido lo suyo antes de convertirse en gladiador.

—¿Acaso te pasó algo parecido? —se atrevió a preguntar.

Brennus se quedó callado. Aquella pregunta tan directa le trajo recuerdos turbadores. «Brac. Liath. Mi hijo.» Propinó un golpe atípicamente duro a Romulus encima de la cabeza.

—Nunca permitas que te domine la ira. —Romulus se hizo rápidamente a un lado y le embistió, por lo que el galo tuvo que retroceder unos cuantos pasos.

Brennus se echó a reír.

—¿Intentas enseñarme? ¡Chúpate ésta! —Con un movimiento de la sandalia, lanzó una nube de arena a la cara de Romulus.

El joven luchador vio venir el movimiento unas centésimas de segundo demasiado tarde. Los granos amarillos le nublaron la vista. Se agachó hacia la izquierda, consciente de que el hombretón le había superado.

—Hombre muerto —dijo Brennus, pinchando a Romulus en el cuello con la punta de la espada.

Se frotó enfadado los ojos enrojecidos y tosió para aclararse la garganta.

—Observa la expresión de tu enemigo. —Brennus le clavó un dedo—. Siempre te revelará algo. El ceño, una mirada de reojo. Utilízalo para predecir lo que hará.

—Ya sabía que ibas a hacer eso.

—Esta vez no importa —repuso el galo con una amplia sonrisa—. No era en serio. —Envainó la espada después de quitarle la arena—. Basta por ahora. Vamos a lavarnos.

Por una vez, Romulus se alegró de relajarse. Siguió a Brennus por el patio decidido a no ser sorprendido de nuevo. Varios hombres los saludaron al pasar. El duelo con Lentulus le había valido el respeto de los demás, lo cual ayudaba a mantener la precaria tregua que había estado a punto de romperse desde la pelea por Astoria. A la mayoría les importaba poco la muerte de los
murmillones
pero tampoco querían tomar partido.

Sin arredrarse, Figulus y Gallus habían estado alentando el descontento entre unos cuantos escogidos y resultaba patente. Al comienzo habían sido nimiedades: vinagre en el vino de Brennus, un pie que aparece para que Romulus tropiece, manos sueltas que toquetean los pechos de Astoria. La tensión había ido en aumento y Romulus había decidido volver a llevar siempre una daga encima. La seguridad que había sentido durante meses tras hacerse amigo de Brennus se iba diluyendo día a día. Intentaba vencer sus preocupaciones obligándose a mejorar su forma física y entrenando con el galo siempre que podía.

Brennus se rascó los densos rizos rubios.

—Me extraña que Figulus y sus amigotes no hayan hecho nada todavía.

—Te tienen miedo.

—¡Y a ti!

Romulus estaba encantado.

Comprobó rápidamente que el
lanista
no estaba por los alrededores antes de bramar al grupito reunido en el otro extremo del patio:

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