A Craso se le salían los ojos de las órbitas.
—¿Estás cuestionando mis órdenes de nuevo?
—Simplemente le estoy aconsejando.
—¡Insubordinación! —gritó Craso. La capa negra que se había puesto esa mañana se le pegó a la espalda, empapada de sudor. Los legionarios que estaban de guardia cerca la miraron con inquietud. El negro era el color de la muerte—. ¡A tu puesto, legado, antes de que ordene que te azoten!
Longino apretó la mandíbula. Pocos se atrevían a hablar a un oficial superior de semejante modo.
—Está cometiendo un grave error, «señor» —dijo con insolencia. El general le necesitaba demasiado como para cumplir su amenaza—. Son preferibles las filas compactas.
Craso miró a los demás.
—¿Alguien está de acuerdo?
Silencio. Sus subordinados habían sido bien escogidos.
—Considera tu carrera terminada —declaró Craso—. ¡Si es que sobrevives a la batalla!
—Ya veremos lo que el Senado dirá de todo esto cuando volvamos a Roma. Todavía tiene algo de poder. —Longino se dio la vuelta con desprecio y se fue a caballo, tragándose la ira. La arrogancia de Craso no impediría que aplastasen a los partos. Solventaría los problemas con el general después. Longino intentó quitarse de la cabeza el corazón del toro, el estandarte con el águila del revés y la capa negra.
—¿A qué estáis esperando? —La saliva volaba desde los labios de Craso—. ¡Largaos de mi vista!
Los legados se apresuraron a obedecer.
Tenían una batalla que ganar.
Las legiones tardaron casi media tarde en alcanzar la llanura. Los jinetes del desierto estaban sentados en la reluciente neblina, esperando pacientemente. Los tambores y las campanas producían un barullo incesante. El extravagante sonido recordaba los rugidos de los animales salvajes mezclado con el ruido de los truenos.
Resultaba aterrador.
Los mercenarios eran quienes llevaban más tiempo esperando y, por tanto, eran los más afectados por las altísimas temperaturas. A muy pocos les quedaba agua y, de nuevo, algunos hombres se desplomaron a causa de la deshidratación y el agotamiento debidos al calor. Los soldados más fuertes hicieron lo que pudieron por sus compañeros antes de que empezase la batalla. Bassius iba arriba y abajo, unas veces animando y otras amenazando. Su increíble dinamismo ayudaba a levantar la moral, que estaba bajo mínimos.
Cuando el ejército de Craso estuvo por fin bien colocado, la
bucina
tocó una serie de notas entrecortadas. La espera había terminado.
—¡Ya lo habéis oído! —gritaron los centuriones—. ¡En posición!
Siguiendo los movimientos que habían practicado muchas veces, las legiones se abrieron en abanico por la llanura en una impresionante formación de cuatro lados. Simultáneamente, cada cohorte formó un cuadrado hueco de tres hombres de profundidad y cuarenta de longitud y de anchura. Cada soldado estaba separado de su vecino por cien pasos por delante y por detrás. Craso, sus oficiales y dos cohortes veteranas se situaron en el centro vacío junto con el convoy de abastecimiento, mientras que la caballería gala y la íbera se colocaron en los extremos. Se trataba de una formación más que inusual para iniciar una batalla.
—¿Qué está haciendo? —Romulus frunció el ceño. Estaba claro lo que iba a pasar en cuanto se iniciase el ataque.
—Craso se cree que podrían sorprendernos por la espalda —dijo Brennus—. De esta manera lo evita.
—Pero no consigue mucho más —añadió Romulus, imaginándose cómo responderían los partos.
—¡Es un imbécil! —Tarquinius miró a su alrededor enfadado—. Esos arqueros sólo tendrán que pasar a caballo entre las cohortes y nos dispararán uno a uno con toda tranquilidad.
Resultaba inquietante que todos viesen claramente qué iba a pasar excepto Craso. El poco respeto por la autoridad que le quedaba a Romulus desaparecía con rapidez.
El líder parto seguía sin tener prisa por atacar. Esperó a que el ejército romano acabara con las maniobras.
A una señal que no vieron, los tambores empezaron a sonar con golpes fuertes y rítmicos, distintos de los previos. El ritmo de las campanas también cambió y su volumen era tal que no se podía hablar. El ruido siguió y siguió, creando una energía intimidatoria. Agotados por el sol y el tremendo calor, los aturdidos soldados se limitaban a mirar al enemigo, sin saber muy bien qué hacer.
De repente, el clamor cesó.
Un nutrido grupo de jinetes del centro del ejército parto se separó del resto. Lentamente se adelantaron hasta llegar a unos cien pasos de las primeras líneas romanas y se detuvieron.
Romulus miraba entre la neblina.
—¿Quiénes son?
—Catafractos. —Tarquinius lo dijo con respeto—. La élite de la caballería pesada.
—Las lanzas largas como las que llevan los hoplitas griegos acabarían con ellos enseguida —afirmó Romulus con dureza—. Si las tuviésemos.
—O una trinchera defensiva —añadió el galo.
Tarquinius asintió con la cabeza en señal de aprobación.
Los romanos, cansados, miraban con abatimiento al enemigo, incapaces de hacer otra cosa que achicharrarse de calor. Casi sintieron alivio cuando los instrumentos empezaron a tocar de nuevo. Con un gesto elegante, los jinetes partos se quitaron la capa dejando al descubierto la cota de malla que les cubría desde el cuello hasta medio muslo. Todos llevaban una pesada lanza en la mano derecha. Los caballos, también con armadura, creaban una inmensa pared de metal. La luz del sol se reflejaba en los miles de anillas de hierro y cegaba a los romanos.
A los soldados de Craso les resultaba imposible mirar directamente a los catafractos, y la luz deslumbrante no era la única razón. El miedo se estaba apoderando de sus corazones.
—Increíble —comentó Tarquinius, emocionado—. Los
andabatae
de la arena eran una burda imitación de los verdaderos catafractos.
Romulus sólo había oído hablar de los gladiadores a caballo que llevaban casco sin orificios para los ojos.
—Mira que son salvajes los romanos —dijo el galo—. Enviar a hombres cegados a la arena para luchar.
—Estos jinetes son diferentes —manifestó el etrusco.
Romulus estaba asombrado de la malla que caía por los flancos del caballo. Nunca había visto nada parecido.
Los catafractos esperaban, potenciando su efecto aterrador. I .os tambores seguían produciendo un ruido horrible para acrecentar la sensación de muerte inminente. Los mercenarios y los legionarios cambiaban de pie inquietos. La desazón del ejército de Craso empezaba a notarse, y se hacía extensiva a todos los soldados. Normalmente eran los romanos, parados en silencio, los que asustaban a sus enemigos antes de la batalla.
—Puede que hoy tengamos una lucha decente. —Brennus levantó la lanza con impaciencia, deseoso de acabar con la espera—. La verdad es que estos cabrones parecen peligrosos.
Tarquinius sonrió con tristeza.
Deseoso de que la batalla empezase ya, Romulus comprobó que la espada estuviera suelta en la vaina y la cabeza del
pilum
bien sujeta al mango. «Tranquilo», pensó.
Durante lo que pareció una eternidad, los dos ejércitos se mantuvieron frente a frente, embebiéndose del intenso calor. La tensión era insoportable.
De repente el ruido cesó. Los arqueros montados avanzaron inmediatamente y la caballería pesada se mantuvo en la misma posición.
—¡Preparaos para una carga enemiga! —ordenó Bassius—. ¡Formación cerrada!
Los mercenarios estaban bien entrenados. Rápidamente los soldados prepararon los
pila
y las lanzas y se apretujaron, de pie, hombro con hombro. Igual que diminutas piezas de una maquinaria, miles de soldados a lo largo de todo el campo de batalla hicieron lo mismo. Con los escudos solapados, las formaciones que los partos tenían ante sí eran docenas de cuadrados acorazados.
El enemigo espoleó sus monturas y salió al trote, luego al galope. La tierra tembló con el ruido atronador de los cascos de los caballos y a Romulus se le encogió el estómago. Los ataques del día anterior no eran nada comparado con aquello.
Tal como Tarquinius había predicho, los jinetes se dividieron diligentemente en columnas con el objetivo de colarse en los huecos de las cohortes. En las filas el miedo era cada vez más palpable, los hombres sudaban profusamente y las manos agarraban sudorosas las jabalinas. Romulus oyó vomitar a un soldado que tenía detrás. Hizo caso omiso del ruido y levantó el escudo todavía más sin dejar de mirar a los jinetes que se acercaban.
La batalla estaba a punto de empezar.
Los partos se acercaban a caballo cada vez más. No tardarían en ver los hocicos de los caballos resoplando y los rostros contraídos de los arqueros tensando la cuerda del arco.
El
pilum
que le quedaba a Romulus ardía.
—¡Preparad las jabalinas! —No había rastro de miedo en la voz de Bassius—. ¡Esperad mi orden!
Todos los soldados llevaron hacia atrás el brazo derecho, preparados para cuando recibiesen la orden de disparar.
Antes de que la orden llegase, los partos dispararon una descarga. Estaban mucho más cerca que el día anterior. Hasta ese momento, los mercenarios no tenían ni idea de lo potentes que eran los arcos compuestos del enemigo. Oleadas de flechas surcaban el aire, clavándose en los escudos romanos como si fuesen de papel. Las filas del frente cayeron, reducidas a un solo hombre.
Milagrosamente, el único que quedaba en pie era Bassius, con el escudo acribillado de flechas.
—¡Apuntad corto! ¡Disparad! —gritó.
Con esfuerzo, Romulus y los soldados de las segundas dos filas se inclinaron hacia delante y lanzaron las jabalinas formando arcos bajos. Cayeron como una lluvia de madera y metal que al fin encontró su objetivo. Desde una distancia tan corta, las jabalinas romanas también eran mortíferas. Los caballos cayeron relinchando a la arena y derribando a los jinetes. Decenas de guerreros fueron alcanzados, pero la carga tuvo tal fuerza que traspasaron los límites considerados seguros.
Otra brutal descarga cayó en la parte lateral de la cohorte antes de que Bassius tuviese tiempo de responder. De repente, los partos se marcharon al galope para atacar otro cuadrado. El ruido de los cascos se fue apagando, reemplazado por los gritos.
Como mínimo ochenta hombres yacían en la arena caliente.
Romulus miraba boquiabierto la escena. Montones de soldados habían muerto en el acto a causa de las flechas que habían atravesado el escudo y la cota de malla y se les habían clavado en la carne. Por todas partes yacían escudos clavados a los cuerpos tendidos boca abajo, y un denso bosque de astas de madera cubría el suelo. Había tantos heridos que Romulus se examinó incrédulo. No tenía ni un rasguño. Sus amigos tampoco.
—Pueden pasarse el día haciendo esto —dijo Tarquinius con calma.
Brennus mascullaba y maldecía con expresión adusta.
Rodeadas de nubes de polvo, otras cohortes iban a sufrir los mismos ataques, porque los arqueros cabalgaban alrededor de las formaciones romanas. Por el momento, la mermada unidad de Bassius era un oasis de calma en medio del caos.
—¡Romulus! Ven aquí.
Bassius le estaba haciendo señas con el rostro contraído por el dolor. El escudo que le colgaba del brazo izquierdo estaba acribillado de flechas.
—¿Qué puedo hacer, señor?
—¡Cortar esta maldita cosa! —El veterano centurión movió el brazo herido. Una punta de flecha le sobresalía por debajo del codo.
Romulus se estremeció.
—Ha atravesado limpiamente el escudo. —Bassius negó con la cabeza—. Treinta años de guerras y nunca había visto un arco tan potente.
Romulus agarró la flecha con las dos manos y la partió en dos cerca de la punta. Cuando el joven soldado tiró del asta hacia atrás Bassius gimió de dolor. El escudo cayó y dos pequeñas heridas empezaron a sangrar. Romulus le hizo un torniquete con un trozo de tela de la túnica.
—Buen chico —dijo Bassius, y recogió el escudo.
—No puede luchar así, señor.
El centurión no le hizo caso y se colocó de nuevo en posición.
—¡Formad un cuadrado! ¡Enseguida habrá un nuevo ataque!
Romulus se unió a las filas; le hubiese gustado que Bassius estuviese al mando de más de una cohorte. Los oficiales como él resultaban mucho más valiosos que Craso.
Una calma momentánea se apoderó del campo de batalla cuando los arqueros partos se retiraron, dejando el caos tras de sí.
—Sólo se han ido a reponer flechas. —Tarquinius observaba las bandadas de buitres que aparecían en el cielo—. Craso tiene que aprovechar esta oportunidad. El ejército entero debería formar una línea continua de ocho o diez filas de profundidad. —Señaló las unidades deshechas—. No así. Esto no es una batalla, es una masacre.
—¿Cuántas bajas? —Craso se golpeó la palma de la mano con el puño. Nervioso, el caballo dio unos cuantos brincos laterales y aplanó las orejas.
—Todavía las estamos contando, señor. —El joven tribuno habló con miedo—. Pero como mínimo una décima parte de cada cohorte.
—¿Una décima parte de mi ejército ha muerto o resultado herida?
—Sí, señor.
—¿A cuántos partos hemos matado?
—No estamos seguros, señor. —El joven oficial palideció de miedo—. Unos cuantos cientos, tal vez.
—¡Fuera de mi vista! —farfulló Craso con rabia—. Antes de que te haga ejecutar.
—No puede decirse que él tenga la culpa, señor —intervino Longino, que había vuelto a desobedecer órdenes yendo a quejarse.
Craso sacudió las riendas y fulminó al legado con la mirada. No mencionó la discusión que habían tenido antes de la batalla. Incluso él se había dado cuenta de cuál era la prioridad en esos momentos.
—¿Cuáles son sus órdenes? Los partos volverán a atacar enseguida.
—Envía un mensaje a Publio —gritó Craso abruptamente, con una mirada de loco en los ojos—. Tiene que avanzar con su caballería y cuatro cohortes de mercenarios por el flanco derecho de los partos. Para distraerlos.
Longino se quedó callado. No era lo que él hubiese hecho.
—¿Está claro? —De repente la voz del general sonó calmada. Demasiado calmada. Craso miró al oficial a cargo de sus guardias.
El centurión puso la mano en el
gladius.
Longino se percató del gesto y supo inmediatamente lo que significaba. Cualquiera que cuestionase las órdenes de Craso sería ejecutado. El legado saludó con frialdad y se dirigió a los exploradores que estaban cerca.