—¿Cómo puede vencer Craso? —preguntó en voz alta.
El etrusco dejó de mascar.
—Muy sencillo. Forzando a los partos a una batalla en posición fija y que tengan que enfrentarse a una fila ancha de soldados. Y cuando esto suceda, nuestros jinetes tienen que esperar la oportunidad.
—Así se evita que el ejército se vea flanqueado —añadió Brennus.
—¿Qué tiene que hacer la infantería?
—Aguantar el chaparrón —respondió Tarquinius—. Protegerse tras los escudos y las filas delanteras de hombres arrodillados.
Romulus hizo una mueca de dolor.
—¿Para protegerse las piernas de las flechas?
—Exacto.
—Si se levantan con rapidez, la caballería podrá desplegarse velozmente alrededor de la retaguardia del enemigo en una maniobra de pinza. —Brennus golpeó un puño contra el otro—. Después los aplastaremos con una carga en el centro.
—¿Y los catafractos?
Tarquinius hizo una mueca.
—Si los envían antes de que flanqueemos a los partos, la cosa se pondrá muy difícil. —Suspiró—. Todo dependerá de nuestra caballería.
Brennus frunció el ceño.
—¡Si es que esos cabrones sarnosos no desaparecen antes!
—Desde luego.
Romulus lanzó una mirada penetrante al etrusco.
—¿Qué pasa?
—Brennus tiene razón al no confiar en los nabateos. He estado observando a nuestros nuevos aliados y he estudiado el cielo. —Tarquinius suspiró—. Probablemente se marchen mañana.
—Salvajes traicioneros —masculló el galo.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Romulus.
—Nada es absolutamente seguro —respondió el etrusco—. Pero los nabateos no son amigos de Roma.
—Entonces, ¿qué pasará?
—Debemos esperar. El tiempo nos lo dirá —contestó Tarquinius con calma.
—¿Y si mañana hay doce buitres en el cielo? —le espetó Romulus.
El etrusco lo miró con perspicacia.
—El doce es el número sagrado etrusco. Muchas veces aparece con otras señales, lo que puede ser bueno… o malo.
Romulus se estremeció.
Brennus desenrolló la manta y sonrió tranquilizador. Había llegado a la conclusión de que la profecía de Ultan debía de tener un significado positivo. Desde que había escapado de su vida como gladiador y había viajado hacia el este, había sobrevivido a tormentas, a batallas, a desiertos abrasadores. Había visto ciudades increíbles como Jerusalén y Damasco. Había entablado amistad con un sabio adivino. Aprendía cosas nuevas cada día. Tenía que ser mejor que matar a hombres en la arena diariamente.
—No te preocupes —le dijo a Romulus—. Los dioses nos protegerán. —Se tumbó y enseguida se quedó dormido.
Romulus respiró el fresco aire del desierto. Se había acostumbrado bastante a la tendencia de su amigo de contestar las preguntas a medias. Aunque la reticencia de Tarquinius resultaba frustrante, hasta el momento la mayoría de sus predicciones habían sido correctas, cosa que había obligado al joven a empezar a creer en lo que decía. Si los nabateos se marchaban, la única defensa del ejército contra los partos sería la caballería irregular y el escudo de cada soldado, y ya había quedado demostrado que ambas cosas eran ineficaces. Era un pensamiento aleccionador.
Observó a Tarquinius contemplar en silencio las estrellas, convencido de que el adivino sabía qué iba a suceder.
Romulus estaba cada vez más seguro de que él también lo sabía.
Campo de Marte, Roma, verano del 53 a.C.
Los nobles sonreían y asentían y la multitud gritaba anticipándose a lo que iba a presenciar. El rostro de Brutus no denotaba emoción alguna. Los escalones de madera crujían bajo los clavos de las cáligas. Aparecieron unos legionarios corpulentos y con armadura completa que miraban con recelo a su alrededor. Cuando consideró que no había ninguna amenaza, uno de ellos hizo señas a los hombres que estaban al pie de la escalera. Varios oficiales de alto rango, resplandecientes con los petos dorados y las capas rojas, precedían a Pompeyo. Todo se había dispuesto para impresionar. Cuando los tribunos saludaron al público los gritos de aprobación llenaron la arena.
—Pompeyo tiene una misión —susurró Brutus—. Ser más popular que César y Craso. Con el descontento que hay en la ciudad, está conspirando para convertirse en cónsul en solitario.
—¿Y puede hacer tal cosa?
Una de las leyes más sagradas de Roma era que el poder siempre debía compartirse entre dos. Y aunque los consulados llevaban años monopolizados por el triunvirato y sus aliados, nadie se había atrevido a promover un cambio.
Brutus sonrió a quienes le rodeaban y besó a Fabiola en la oreja.
—Por supuesto —dijo con tranquilidad—. Deja que la espiral de violencia de las bandas callejeras vaya en aumento. Pronto al Senado no le quedará otra opción que ofrecerle el poder. Teniendo en cuenta que Craso está en el este, nadie más tiene soldados.
Fabiola hizo una mueca. Para su amante sólo había un hombre que pudiese dirigir la República.
César. Que estaba en la Galia sofocando focos de resistencia tribal.
Se oyó un último clamor de trompetas. Todo el mundo esperaba en silencio a que el maestro de ceremonias se adelantase.
—¡Ciudadanos de Roma!
Se oyó una fuerte ovación.
—¡Os presento… al
editor de
estos juegos! ¡Pompeyo Magno!
Como las alabanzas a Pompeyo seguían y seguían, Brutus puso los ojos en blanco.
Pero la burda táctica sirvió. El público enloqueció.
Apareció en el palco un hombre fornido de mediana estatura con un grueso flequillo de cabello blanco. Los ojos saltones y una nariz ancha y bulbosa dominaban su cara redonda. A diferencia de sus oficiales, Pompeyo vestía una toga blanca con ribete púrpura, símbolo de la clase de los équites. A los líderes todavía no les compensaba aparecer en Roma con el uniforme militar.
—Pero Pompeyo es un soldado astuto —añadió Brutus—. Será un combate reñido cuando se enfrente a César.
Fabiola se volvió hacia él.
—¿Una guerra civil? Hace meses que hay rumores.
—¡Calla! —dijo Brutus entre dientes—. No digas esas palabras en público.
Pompeyo se adelantó para estar a la vista de todos, levantó el brazo derecho y saludó lentamente a los ciudadanos. Cuando el calurosísimo aplauso se apagó, se sentó en un cojín morado de primera fila.
Poco después, abajo, en la arena, apareció la última pareja de gladiadores. Fue un largo y diestro combate a muerte entre un
secutor
y un reciario. Ni siquiera Fabiola podía evitar admirar la mortal demostración de habilidad marcial. Mientras miraba, rezaba en silencio para que el enorme galo todavía estuviese con su hermano y lo protegiese de los peligros. Sólo los dioses conocían su paradero.
Mientras los dos luchadores, de parecida destreza, se atacaban y golpeaban, Brutus le explicaba los movimientos. Para compensar la falta de armadura, el reciario debía de tener más experiencia que el
secutor
, pues éste podía defenderse de las estocadas del tridente con el escudo. El reciario sólo contaba con su velocidad y su agilidad para evitar la hoja, afilada como una cuchilla, del contrincante.
Pasó el tiempo y al final el reciario fue el primero en hacer sangrar a su oponente gracias a un astuto lanzamiento que cubrió a medias al
secutor
con la red lastrada. Inmediatamente, le clavó el tridente en el muslo derecho hasta el mango.
El público bramó, pues pensaba que la lucha llegaba a su fin.
Desesperado, el
secutor
se echó hacia delante mientras los dientes con púas le desgarraban la carne. Gimió de dolor, levantó la espada y golpeó al reciario en el vientre al caer.
Su contrincante también se desplomó sobre las rodillas.
Los dos hombres derramaron sangre en la arena.
Hubo una pausa mientras los dos luchadores heridos intentaban respirar, luchando por conservar las fuerzas. El público daba gritos de ánimo y les lanzaba trozos de pan y fruta. El
secutor
fue el primero en levantarse, tiró la red y alzó su arma. Con un gran esfuerzo el reciario también se levantó, sujetándose el estómago con una mano y con el tridente ensangrentado en la otra.
—Enseguida acabará —dijo Brutus, señalando. Estaba claro que los dos hombres estaban malheridos.
Fabiola cerró los ojos y se imaginó a Romulus.
El oficial del Estado Mayor se inclinó hacia delante y dio una palmada en el hombro al hombre corpulento que se sentaba delante.
—Diez mil sestercios por el reciario, Fabius —dijo con los ojos brillantes.
Fabius se volvió con una expresión de sorpresa en el rostro enrojecido.
—Se le van a salir las tripas, Brutus.
—¿Tienes miedo de perder?
—Acepto. —Fabius se rió, y los dos se agarraron del antebrazo.
Fabiola hizo un mohín y le acarició el cuello a Brutus.
—Estás tirando el dinero —le susurró al oído.
Brutus le guiñó el ojo.
—Nunca subestimes a un reciario, especialmente si está herido.
Aunque el
secutor
no podía moverse con facilidad, seguía armado con la espada y el escudo. Perseguía al reciario arrastrando los pies y daba estocadas y golpeaba con rapidez, esquivando los ataques del tridente con facilidad. El pescador hacía intentos esporádicos para recuperar la red, pero el otro se lo impedía siempre. Parecía bastante débil, apenas lograba esquivar los agresivos ataques del cazador.
Diferentes sectores del público gritaban apoyando a uno u otro. Como de costumbre, la mayoría apoyaba al luchador que tenía más posibilidades de ganar.
Al
secutor.
Brutus, en silencio entre el clamor del público, miraba con atención. Fabiola le agarraba el brazo; hubiese deseado poder detener el brutal espectáculo y salvar la vida de un hombre.
Debilitado por la herida, el reciario se movía todavía con más lentitud y el
secutor
redobló sus esfuerzos e intentó asestarle un golpe mortal. Cansado, se detuvo un momento convencido dique el otro no le atacaría. El reciario gimió de dolor sangrando por entre los dedos.
En la arena se hizo el silencio.
El público contuvo la respiración cuando el
secutor
se preparó para finalizar la pelea.
De repente el reciario soltó un grito ahogado y miró por encima del hombro de su adversario.
Confundido, el cazador desvió la mirada apenas un instante.
Fue suficiente.
El luchador de la armadura se dio la vuelta con los ojos abiertos como platos, horrorizado de ver cómo se le clavaba el tridente en el cuello. Sujetó los dientes afilados, emitió un fuerte ruido de asfixia y soltó la espada y el escudo. El reciario rápidamente soltó su arma y dejó que el muerto cayese sobre la arena. Balanceándose suavemente, recibió la ovación del público con ojos vidriosos antes de desplomarse sobre su adversario.
Brutus estaba encantado.
—El viejo truco —se jactó, y le dio una palmada en la espalda a Fabius.
El noble gordo hizo una mueca por el inesperado giro de la pelea.
—Un esclavo te llevará el dinero mañana por la mañana —masculló de mala gana antes de volverse hacia sus acompañantes.
Fabiola no apartaba la mirada del reciario, que yacía sobre el
secutor
muerto. Nadie más le miraba. Era un esclavo.
—¿Vivirá? —preguntó con ansiedad.
—¡Claro que sí! —le respondió Brutus con una palmadita en el brazo—. Sólo los cirujanos del ejército son mejores que los de las escuelas de gladiadores. Necesitará docenas de puntos en el músculo y en la piel, pero dentro de dos meses ese reciario volverá a estar en la arena, como nuevo.
Fabiola sonrió, pero hervía de ira. Un hombre valiente acababa de morir y otro estaba gravemente herido. ¿Para qué? Para distracción del populacho, nada más. Y cuando se recuperase, el superviviente tendría que volver a pasar por lo mismo otra vez. Como debió de pasarle a Romulus antes de huir tras la pelea en la puerta del burdel.
«No permitas nunca que los salvajes te atrapen con vida, hermano —rogó—. En Roma no hay misericordia.»
Tras el espectáculo, Brutus la llevó a casa de un aliado político en el Palatino. Gracchus Maximus, senador bien relacionado con César, le había invitado a un banquete.
En el trayecto desde el Campo de Marte, Fabiola sacó de nuevo a colación el tema del triunvirato. Lejos de los otros nobles, Brutus parecía más relajado.
—Tras la muerte de Julia, la esposa de Pompeyo, las relaciones se han vuelto muy tensas. —Brutus frunció el ceño—. Fue una tragedia.
La muerte de la madre durante el parto era algo demasiado común, y la muerte de la única hija de César había debilitado el fuerte vínculo entre él y Pompeyo.
—La muerte de un hijo es difícil de soportar —dijo Fabiola pensando en su madre.
—Como César no está en la ciudad, necesita a Pompeyo para que luche aquí por sus fueros. Afortunadamente el general respeta los acuerdos lo suficiente como para hacerlo. Pero no será siempre así.
—Es probable que la revuelta de la Galia mantenga a César atado de manos, ¿no? —Habían llegado a Roma noticias de que los disturbios, antes localizados, se estaban extendiendo. Un joven jefe llamado Vercingetórix quería unir a las tribus bajo un mismo estandarte.
—No por mucho tiempo —contestó Brutus bruscamente—. Y además, mantiene a sus legiones preparadas para la batalla mientras que casi todas las de Pompeyo no hacen otra cosa que jugar a los dados en Grecia y en Hispania.
Fabiola disimuló su sorpresa. No sabía que las cosas hubieran llegado a ese punto. Los hombres se estaban preparando para una guerra civil.
La litera se detuvo y la conversación se acabó.
Aparte de en la villa de Brutus y el
domus
de Gemellus, Fabiola no había estado en ninguna otra residencia. Como correspondía a un hombre extremadamente rico, la de Gracchus Maximus era enorme. Un muro alto protegía el exterior, y la única entrada eran unas puertas de madera reforzadas con tachuelas de hierro. Uno de los guardias de Brutus llamó a la puerta con la empuñadura de la espada. La llamada fue atendida inmediata mente y ellos bajaron de la litera y dejaron a los esclavos fuera. Al entrar en un gran atrio, un mayordomo con la cabeza rapada dio la bienvenida a Brutus y a Fabiola, hizo una reverencia y los llevó hasta la casa propiamente dicha.