Dejaron como estaban las altas murallas de tierra que habían construido el día anterior en las afueras de la ciudad de Zeugna. Decenas de campamentos similares señalaban el camino del ejército hacia Asia Menor y resultarían útiles al regreso de la conquista de Partía.
Craso no había visto necesidad de cambiar de costumbre. La cohorte de Romulus y otras unidades dirigían el avance, y no los regulares de la legión. Cruzar el río en cientos de pequeñas barcas de junco construidas por los ingenieros había tomado su tiempo, pero se había logrado con mínimos inconvenientes. Sólo habían volcado dos embarcaciones, cuyos pasajeros habían caído al agua. Debido al peso de las armaduras y las armas, los mercenarios, gritando, se habían ahogado rápidamente. Aquella pérdida era una nimiedad en comparación con el inmenso ejército que aguardaba en la orilla oriental. Igual que en la invasión de Alejandro, la vida de un individuo no tenía importancia.
Al frente de cada legión se encontraba el portador de su estandarte, resplandeciente con su coraza de bronce y su tocado de piel de lobo. En la parte superior del poste había un águila de plata con un rayo en las garras, debajo del cual colgaban las condecoraciones de la legión. Se trataba de símbolos de mucho poder para todo soldado y representaban el valor y el coraje de una unidad.
Las alas extendidas del águila más cercana a Romulus brillaban al sol del amanecer. Le dio un codazo a Brennus y las señaló orgulloso. Parecía un buen augurio y, a juzgar por los alegres murmullos en las filas, los hombres estaban de acuerdo. Algo verdaderamente necesario tras lo sucedido. Ya todos los soldados del ejército sabían que a Craso se le había caído el corazón del toro.
Pero Roma parecía triunfante otra vez.
—He visto muchos estandartes de mierda como éste desde el otro lado del campo de batalla —dijo con desdén el galo, con las manos sobre la espada larga.
Tarquinius no dijo nada, seguía mirando al cielo. No había hablado desde el amanecer.
Ninguno de los amigos de Romulus sentía lo mismo con respecto a las águilas. Ellos no se identificaban con Roma como él. A pesar de lo que significaban las legiones, se sentía orgulloso de ellas. Nacido esclavo, ahora mercenario, seguía siendo romano.
Detrás de los abanderados iban los cuatrocientos ochenta legionarios de la primera cohorte, la más importante, seguida de nueve más del mismo tamaño, lo que elevaba la fuerza de cada legión a casi cinco mil hombres.
Los soldados romanos iban vestidos de forma idéntica. Túnicas largas de tela marrón cubiertas con cotas de malla hasta las caderas; unas cáligas de cuero guarnecidas de clavos les cubrían los pies. Todos llevaban un pesado escudo rectangular curvo. Se protegían la cabeza con sencillos yelmos de bronce con grandes carrilleras con bisagras y cubrenucas. Cada soldado iba armado con dos jabalinas y un
gladius
. Otros pertrechos y alimentos col gabán del yugo, una pieza larga ahorquillada de madera que se cargaba sobre uno de los hombros.
Por el contrario, las unidades de irregulares vestían según sus orígenes. Los hombres de Bassius, mayoritariamente galos, solían llevar cota de malla, túnica holgada y pantalones anchos. Las lanzas y espadas largas, los escudos rectangulares alargados y las dagas constituían su armamento. Las cohortes de capadocios con armadura de cuero estaban cerca, armadas con espadas cortas y escudos redondos. Los honderos baleares, la infantería ligera africana y la caballería íbera y gala completaban el conjunto de mercenarios.
En un incumplimiento intencionado del tratado forjado por Pompeyo algunos años antes, el ejército había cruzado el Eufrates varias veces el otoño anterior y había saqueado las ciudades partas de las inmediaciones. Craso estaba creando un
casus belli
. Por su misma naturaleza, la lucha no había avanzado más que unos pocos kilómetros hacia el interior. Ahora las apretadas filas de legionarios y mercenarios se enfrentaban a un panorama completamente diferente. Un mundo desconocido se extendía ante ellos.
A pesar de la posibilidad de tomar rutas alternativas, estaban a punto de dejar el río atrás y marchar hacia las áridas extensiones de Mesopotamia. La idea desasosegaba a Romulus, sin embargo los amigos a los que había aprendido a querer no mostraban emoción alguna. Brennus se apoyó sobre su larga espada, empequeñeciéndola, mientras el etrusco contemplaba en silencio el estandarte del águila que tenía cerca.
Al recordar las palabras de Tarquinius, Romulus respiró profundamente y miró hacia el sureste, hacia el primer objetivo de Craso: Seleucia, la capital comercial del Imperio parto. Con suerte, todo saldría bien.
Al fin sonó la
bucina
que marcaba el inicio de la marcha. Romulus notó un empujón en la espalda. Todavía pensativo, no reaccionó de inmediato. El soldado que tenía detrás en la fila volvió a empujarle con el tachón del escudo. Un ejército romano se movía como una máquina, no había tiempo para contemplaciones.
Vio que Tarquinius miraba por encima del hombro la Sexta Legión, la unidad regular que seguía a los mercenarios. Mientras miraba, el abanderado sacó el poste de la tierra, preparándose para dirigir la primera cohorte. El soldado no había dado más que un paso cuando el asta de madera le resbaló de las manos, con lo cual el águila de plata se dio la vuelta y quedó del revés.
Gritos ahogados de consternación llenaron el ambiente y Romulus tragó saliva.
Brennus, que odiaba todo lo que representaba el águila, apretó la mandíbula.
Era el segundo mal augurio en pocas horas.
Tarquinius sonreía levemente. Por suerte, la mayoría de los compañeros no había visto lo sucedido.
Romulus respiró el aire caliente del desierto. «Mantén la calma», pensó.
El veterano centurión que estaba al mando de la primera cohorte de la Sexta inmediatamente tomó la iniciativa. Las supersticiones no iban a impedir que cumpliese sus órdenes.
—¡En marcha! —gritó—. ¡Ya!
Por temor al castigo, los legionarios obedecieron rápidamente. Pero en las filas algunos seguían farfullando cuando iniciaron la marcha. No había tiempo para preguntar a Tarquinius sobre la importancia de lo que acababa de suceder.
Levantando una inmensa nube de polvo, los soldados fueron aumentando de velocidad poco a poco. Las órdenes resonaban cuando los centuriones y los
optiones
se inquietaban y se molestaban. Los hombres se revolvían, se ajustaban la carga y se preparaban para marchar a medida que cada unidad se ponía en camino. Las muías caminaban lentamente en la retaguardia, cargadas de alimentos, oro, equipamiento de repuesto y armas de asalto como catapultas. La enorme columna cubría más de quince kilómetros. Los desgraciados que habían sido elegidos para custodiar la recua maldecían su suerte al tragar el polvo asfixiante que habían levantado las legiones al pasar.
El ejército marchó sin incidentes toda la mañana. La arena amortiguaba el sonido de los pies al caminar, los crujidos del cuero y las toses de los soldados. La temperatura subía a un ritmo constante mientras pasaban por los pequeños asentamientos de población helénica, un pueblo que llevaba cientos de años viviendo en la zona.
—Alejandro Magno pasó por aquí —declaró Tarquinius emocionado al ver un pueblo más grande.
Muy interesado, Romulus miró detenidamente las estructuras de barro y ladrillo cercanas.
—¿Cómo lo sabes?
Tarquinius señaló.
—Ese templo tiene columnas dóricas y estatuas de dioses griegos. Y hemos cruzado el río por el mismo punto en que lo cruzó el León de Macedonia. Está marcado en mi mapa.
Romulus sonrió imaginando a los hoplitas de élite que habían hecho historia. Soldados que habían estado en el fin del mundo y habían regresado. Parecía que a las órdenes de Craso tendrían la oportunidad de emular esa hazaña.
—Craso no es Alejandro —dijo Tarquinius misteriosamente—. Es demasiado arrogante. Y le falta perspicacia.
—Incluso los mejores generales pueden cometer un error —arguyó Romulus, recordando una de las lecciones de Cotta—. Alejandro salió malparado de la lucha contra los elefantes indios.
—Pero Craso ha cometido un error fatídico antes incluso de que empiece la batalla. —El etrusco sonrió—. Es una locura no seguir el río hacia el desierto.
Romulus volvió a preocuparse mucho por los malos augurios y se volvió otra vez hacia Tarquinius, que encogió los hombros elocuentemente.
—El resultado de la campaña todavía no está claro. Para saber más necesito un poco de viento o alguna nube.
Romulus miró el cielo claro y azul. No corría ni un soplo de aire.
Tarquinius se rió.
Romulus hizo otro tanto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ya no había vuelta atrás y, a pesar de la incertidumbre de su destino, sentía que el entusiasmo le corría por las venas.
Brennus seguía en silencio, absorto en los recuerdos teñidos de culpabilidad de su esposa y su hijo, de Conall y Brac. Si tenía que morir en aquel infierno abrasador, para él resultaba crucial saber que no habían muerto en vano, que los alóbroges no habían sido exterminados para nada. Que no había desperdiciado toda su vida.
El paisaje estaba lleno de bancales regados por canales del Eufrates. Los campesinos que cultivaban los campos miraban asustados a la hueste. Pocos se atrevían a saludar con la mano o a hablar. Aguantaban la respiración al ver a treinta y cinco mil hombres armados marchar pesadamente dentro de una enorme nube de polvo. El ruido ahogaba cualquier otro sonido.
Un ejército de semejante envergadura sólo significaba una cosa en cualquier lengua: la guerra.
El general montaba, fuertemente protegido, su caballo negro favorito, en el centro de la columna. Los trompetas iban marcando el ritmo por detrás, listos para transmitir las órdenes. Sentado a horcajadas en la silla lujosamente adornada con filigrana de oro, Craso montaba con la facilidad de la experiencia, los pies colgando a cada lado, utilizando las riendas sólo para controlar.
—Buen día para una invasión —declaró Craso en voz alta—. Los dioses están de nuestro lado.
Un coro de asentimiento surgió de sus oficiales de alto rango. Los legionarios veteranos que marchaban a ambos lados del grupo se mantuvieron cuidadosamente inexpresivos. Nadie se atrevía a mencionar lo sucedido.
Craso miró a su alrededor. «Ninguno de estos lacayos se interpondrá en mi camino», pensó enfadado. Al fin había llegado su momento. Cuando los soldados hubieron emprendido la marcha, aquel sacerdote idiota fue crucificado al lado del toro muerto: un aviso inequívoco para los restantes augures de que no cometiesen errores. La imagen del corazón cubierto de arena estaba guarda da bajo llave en los recovecos de su mente. No había sido más que un corazón resbaladizo; las tormentas que habían hundido tantos barcos, sólo mal tiempo. Todavía no sabía nada del águila del estandarte.
—Con la derrota de Partia, el Senado no tendrá más remedio que reconocerle un triunfo completo, señor —se aventuró a decir uno de los tribunos, intentando agradarle.
Craso asintió contento de la gloriosa perspectiva de montar en una cuadriga por la calles de Roma, con una corona de laurel en la cabeza. Por fin estaría a la par que sus socios del triunvirato. Había sido una mera coincidencia, y no amistad, lo que había unido a los rivales, y al principio había parecido una buena idea. El hecho de compartir el poder durante más de cinco años no había impedido a ninguno de ellos competir continuamente por el dominio. De momento ninguno lo había conseguido, pero Craso había sufrido más reveses que los otros dos.
A causa de la propaganda de Pompeyo, su protagonismo en el aplastamiento de la rebelión de los esclavos había sido minimizado, y su legítimo triunfo se había visto reducido a un desfile a pie. Craso llevaba años a la sombra de los éxitos militares de los otros dos. Y eso le daba muchísima rabia. Aunque la carrera de Pompeyo era insigne, también tenía una curiosa habilidad para arrogarse victorias. «En realidad fue Lúculo quien derrotó a Mitrídates y a Tigranes en Asia Menor —pensó Craso con amargura—, y no ese idiota de Pompeyo. No sucederá lo mismo en Partia. La gloria será mía. Toda.»
Empezó a reflexionar sobre Julio César, que también había empezado con buen pie al someter la Galia y Bélgica y, encima, se había hecho inmensamente rico. Por lo visto la ambición de César no tenía límite. Craso soltó un improperio. Había sido un error ayudar al joven noble con esos generosos préstamos. La táctica habitual de tener dominados a los hombres negándose a aceptar que le devolviesen el dinero que le debían había fracasado cuando César saldó su deuda con su seguridad característica, enviando una recua de muías a la casa de Craso poco antes de que éste partiese hacia Asia Menor. Los animales de carga transportaban cientos de bolsas de cuero que contenían el importe íntegro de la deuda pendiente, hasta el último sestercio. A Craso no le había quedado más remedio que aceptar. Frunció el ceño al pensar en cómo César, un hombre con la mitad de años que él, le había ganado en habilidad. Nunca más.
«Nadie podrá negar mi brillantez cuando caiga Seleucia —pensó Craso—. Me haré con el poder en Roma. Yo solo.»
Casio Longino, el más audaz de sus legados, clavó los tacones en los flancos del caballo y se puso a su lado. El rostro lleno de cicatrices del soldado denotaba preocupación.
—¿Permiso para hablar, señor?
—¿Qué sucede? —Craso se esforzó por ser educado. La mayoría de los oficiales veteranos no tenía ni con mucho la experiencia de aquel hombre. Longino era un veterano de muchas guerras, desde las de la Galia hasta las del norte de África.
—Armenia, señor.
—Ya hemos hablado de eso, legado.
—Ya lo sé, general, pero…
—Para seguir la sugerencia de Artavasdes de marchar hacia el norte hasta las montañas armenias y después hacia el sur tardaríamos tres meses. —Craso sujetó las riendas con fuerza—. Sin embargo, por esta ruta tardaremos sólo cuatro semanas en llegar a Seleucia.
Longino se detuvo, meditando sus palabras.
—Es extraño que se negase a acompañarnos, ¿no le parece? El rey de Armenia ha demostrado ser un súbdito leal.
Un incómodo silencio llenó el ambiente, roto por los lejanos rebuznos de la recua de muías. Todos los oficiales sabían que a Craso no le gustaba recibir consejos.
—Se retiró en el momento en que le mencionamos la ruta que queríamos seguir —añadió Longino.