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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (8 page)

BOOK: La legión olvidada
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—Un día una adivinación lo explicará todo. —El arúspice se dio la vuelta y se negó a responder a más preguntas.

Se quedó ensimismado, inmerso en un profundo trance que duró hasta la mañana siguiente. Era como si a Olenus se le hubiera agotado la energía y no quedara de él nada más que una cáscara vacía.

Tarquinius se sentía apesadumbrado mientras archivaba las palabras del anciano en el fondo de su mente. Colocó con cuidado a Olenus en una postura cómoda junto al fuego y permaneció sentado a su lado el resto de la noche, en vela. Había asumido que todo estaba predeterminado, pero nunca había imaginado que tendría que aceptar la muerte de alguien tan cercano. Le embargaron oleadas de dolor; el cielo ya clareaba cuando Tarquinius se resignó al destino de alguien más querido que su propio padre. Era el último arúspice y sus esfuerzos serían los únicos que evitarían que la sabiduría antigua se perdiera para siempre. Excepto por los romanos. Los años de amor y entrega de Olenus no debían desperdiciarse. Era una carga pesada pero el orgullo incontenible que sentía por su origen proporcionó al joven etrusco un gran objetivo en su vida.

El día amaneció fresco y con un sol resplandeciente. Gracias a la altitud de la cueva, las temperaturas bajaban mucho más que en el valle. Reinaba un silencio absoluto y en el cielo no había pájaros. No se veía ninguna criatura viviente en las laderas desnudas, pero Tarquinius sabía por experiencia que era un buen momento para cazar. Los rastros que había visto la noche anterior le conducirían a los lobos.

Ninguno de los dos habló mientras Tarquinius llenaba el morral y se comía un mendrugo. El arúspice se quedó sentado cu una roca junto a la entrada, observando en silencio y con expresión satisfecha.

—Gracias. Por todo. —Tarquinius tragó saliva—. Siempre te recordaré.

—Y yo nunca olvidaré.

Se agarraron mutuamente por el antebrazo. Olenus parecía haber envejecido todavía más durante la noche, pero de todos modos le sujetó el antebrazo con fuerza.

—Ve con cuidado,
arun
. Nos reuniremos en la otra vida. —El anciano estaba tranquilo y sereno, aceptaba plenamente su destino.

Tarquinius levantó el morral, que pesaba más porque contenía el hígado, el cayado y la espada. Llevaba el mapa celosamente guardado en el pecho, dentro de un saquito. Trató de despedirse.

—No hay nada más que decir. —Como siempre, el arúspice le había leído el pensamiento—. Ahora vete y que los dioses te bendigan.

Tarquinius se dio la vuelta y bajó por el sendero a grandes zancadas, con una flecha en la cuerda de arco.

No volvió la vista.

04 - Brennus

Nueve años después… Galia Transalpina, 61 a.C.

—¡Lanza, antes de que nos vea!

—Está muy lejos. —El guerrero galo miró a su primo, más joven, y sonrió—. Por lo menos a cien pasos —susurró.

—Puedes hacerlo. —Brac sujetaba los dos perros de caza y los acariciaba para evitar que aullaran.

Brennus hizo una mueca y volvió a mirar el ciervo que estaba entre los árboles. Su poderoso arco ya estaba a medio tensar, con la flecha de pluma de ganso en la cuerda. Habían subido el último tramo a cuatro patas y descansado detrás de un enorme tronco caído. Gracias al aire fresco que soplaba en la dirección contraria, el animal no había advertido la presencia de los hombres.

La pareja se había pasado toda la mañana siguiendo el rastro; el olfato de los perros los había guiado por la espesa maleza característica del verano. El ciervo se había movido a sus anchas, mordisqueando hojas de las ramas bajas, y se había parado a beber un poco de agua de lluvia que había quedado retenida en las raíces retorcidas y nudosas de un viejo roble.

«Que Belenus guíe mi flecha», pensó Brennus.

Tensando al máximo la cuerda de tripa, cerró un ojo y apuntó. Hacía falta una fuerza tremenda para mantener el arco totalmente tensado, pero el extremo afilado de la flecha permaneció firme como una roca. El galo soltó el asta con una exhalación. La flecha voló recta y certera hasta clavarse en el pecho del ciervo con un sonido seco.

La presa cayó al suelo.

Brac dio un golpecito a Brennus en el hombro.

—¡Le has dado en el corazón! Has evitado que la persecución fuera larga.

Los dos hombres caminaron a zancadas entre los árboles, pasando prácticamente desapercibidos gracias a las camisas de tela marrón y los pantalones verdes. Brac era alto y tenía unas piernas fuertes, pero su primo era más alto todavía. El rostro del hombretón era ancho y alegre, dominado por una nariz maltrecha. Siguiendo las costumbres de su tribu, los alóbroges, llevaban el pelo rubio trenzado y sujeto con cintas de tela. Ambos guerreros iban armados con arcos y lanzas largas para cazar. También llevaban una daga colgada del cinturón de piel.

Al ciervo se le habían empezado a velar los ojos. Con unos cuantos cortes certeros del puñal, Brennus soltó la flecha y limpió el extremo en un poco de musgo cercano. La introdujo de nuevo en la aljaba y musitó otra oración para Belenus, su deidad preferida.

—No va a volver al campamento sólito. Corta ese pimpollo.

Ataron las patas a una rama robusta con cintas de cuero que Brennus llevaba en un saquito. La pareja levantó a la bestia muerta no sin esfuerzo. La cabeza se le movía arriba y abajo con el movimiento. Los perros gruñían de emoción y lamían la sangre que caía ininterrumpidamente de la herida del pecho.

—¿Cuántos más necesitamos?

—Uno, quizá dos. Tendremos carne suficiente para ambas familias. —Brennus cambió ligeramente el peso de sitio en el hombro y sonrió al pensar en su mujer Liath y su hijo recién nacido.

—Más de la que tendrán los idiotas del pueblo.

—No tienen tiempo de cazar —repuso Brac—. Caradoc dice que los dioses cuidarán de nosotros cuando los romanos sean derrotados.

—Viejo tonto —musitó Brennus, aunque al instante lamentó tal falta de control. No solía expresar esa clase de opiniones.

Brac se escandalizó.

—¡Caradoc es el jefe del clan!

—No digo que no, pero mi familia necesita comida para el invierno. Cuando tengan la suficiente, me uniré a la rebelión. No antes. —Brennus miró fijamente a Brac, que apenas tenía edad para afeitarse.

—Entonces díselo.

—Caradoc ya se dará cuenta a su debido tiempo. —La falta de dos lanzas resultaba suficientemente reveladora. Brennus tendría que justificar su ausencia cuando regresaran.

—De todos modos, tú deberías ser el cabecilla de la tribu —declaró Brac.

Brennus suspiró. Últimamente ya se lo habían propuesto demasiadas veces. Muchos guerreros tenían muchas ganas de que retara al envejecido Caradoc, jefe desde hacía casi veinte años.

—No me gusta dirigir hombres, primo. A no ser en el campo de batalla, y eso debería evitarse en la medida de lo posible. Negociar no se me da bien. —Encogió los anchos hombros—. Prefiero estar por ahí cazando o con mi mujer que zanjando diferencias.

—Si hubieras encabezado la lucha el año pasado, los romanos no habrían vuelto. —El rostro de Brac denotaba una fe ciega en él—. ¡Los habrías aplastado por completo!

—No es que Caradoc sea amigo mío —gruñó Brennus—, pero es un gran líder. Nadie lo haría mejor que él.

Brac se quedó callado porque no deseaba seguir discutiendo. El joven adoraba a su primo. Ese era el motivo por el que no estaba en el pueblo preparándose para la guerra.

—Caradoc dice que ninguno saldrá con vida de nuestra tierra —se atrevió a decir Brac con expresión ávida.

El hombretón se sintió mal por su arrebato.

—Quedarán muchos para nosotros —dijo para tranquilizarlo—. Los exploradores dijeron que hay miles en el valle siguiente.

—¿No serán demasiados?

Brennus se echó a reír.

—Nadie vence a los alóbroges. ¡Somos la tribu más valiente de toda la Galia!

Brac sonrió feliz.

Brennus sabía que sus palabras eran huecas. Harto de promesas incumplidas, el verano anterior Caradoc había acabado enfrentando a la tribu contra los señores romanos para protestar por los nuevos tributos abusivos. Los esfuerzos iniciales para obtener justicia negociando habían resultado un fracaso absoluto. Roma sólo entendía el idioma de la guerra. Y, sorprendentemente, la primera campaña había tenido éxito y habían expulsado a las legiones de la tierra de los alóbroges.

Pero el precio de la victoria había sido alto.

La mitad de los guerreros habían muerto o resultado heridos. Si bien los galos no contaban con la posibilidad de reemplazar a sus muertos, los romanos parecían tener una reserva inagotable a la que recurrir. Apenas dos meses después de la derrota, la caballería republicana había empezado a hacer incursiones en los asentamientos más remotos. La llegada del mal tiempo era lo único que había interrumpido la oleada de salvajes represalias.

Brennus pronto se dio cuenta de que su pueblo sería derrotado, aplastado y esclavizado, al igual que todas las tribus que habían vivido por allí cerca. No quedaban guerreros suficientes para repeler el ataque inminente de los romanos.

Pomptino, gobernador de la Galia Transalpina, y políticos ambiciosos como Pompeyo Magno, estaban ávidos de esclavos, riqueza y tierras, y los obtendrían como fuera. Hacía varios años que era habitual que los comerciantes que estaban de paso hablaran de pueblos arrasados y episodios sangrientos. Los nuevos colonos, duros ex legionarios que poco a poco iban usurpando territorio tribal, ofrecían más pruebas de ello. El aumento de los tributos había tenido un objetivo: provocar la rebelión de los alóbroges.

Estaban solos contra Roma.

Y Caradoc hacía caso omiso de sus consejos.

Convencido de que la batalla no se reanudaría hasta al cabo de una semana o más, el frustrado Brennus había decidido hacer acopio de carne para el invierno antes de tiempo. Cazar era un intento fútil por olvidar lo que sucedía en los valles de más abajo.

—Quiero un estandarte con águila. —Brac estaba ansioso—. Como el que conseguimos el verano pasado.

—Lo tendrás —mintió Brennus—, cuando derrotemos a los romanos.

El joven guerrero agitó el brazo libre en el aire, fingiendo lanzar una espada. Estuvo a punto de hacer caer el extremo de la rama.

—¡Estate quieto! —exclamó Brennus cariñosamente.

Los galos llegaron al campamento provisional al cabo de varias horas, agotados de cargar con el ciervo. Brac soltó agradecido su carga. Enseguida se acercó un perro para lamer la sangre y Brennus lo alejó con una patada y un improperio.

Aquel lugar había sido su hogar durante cuatro días. El hombretón se había llevado a su primo del pueblo, situado en el fondo del valle, para alejarlo de donde solían cazar otros guerreros. Habían ascendido penosamente por laderas boscosas toda la mañana hasta un gran claro atravesado por un arroyo poco profundo.

Brennus había hecho un gesto para abarcarlo todo.

—Agua y leña. Un espacio abierto para que el sol seque la carne.
¿Qué
más queremos?

En cuanto habían levantado la tienda de piel que los protegería de la lluvia, habían iniciado la caza. La primera tarde no había dado frutos, pero Brennus regresó tranquilamente al campamento y construyó varias trampas de madera.

Había alzado la vista al cielo y sonreído.

—Mañana nos guiará Belenus. Lo noto en los huesos.

Al día siguiente por la noche, los perros se habían peleado por los esqueletos de dos ciervos, mientras Brennus y Brac se sentaban junto a la hoguera con la barriga bien llena. Las siguientes cacerías también habían dado sus frutos, pues habían abatido un jabalí y otro ciervo con las flechas. El animal que acababan de matar era la quinta presa.

—No necesitamos más. —Brac señaló los armazones secos que crujían bajo el peso de la carne—. Y hoy era el recuento de lanzas. Deberíamos regresar.

—Muy bien —suspiró Brennus—. Hartémonos de comida esta noche y regresaremos mañana. La presa de hoy ya se secará en el pueblo.

—No nos lo habremos perdido, ¿verdad? —Brac estaba ansioso por tener su bautismo de fuego contra los invasores. Hacía semanas que el inminente enfrentamiento era el tema de conversación principal. Caradoc era muy carismático y había estado inculcando a la gente un odio tremendo por las legiones.

—Lo dudo. —Brennus intentó hablar con tranquilidad—. El año pasado tuvimos tres semanas de escaramuzas antes de la batalla, ¿recuerdas?

—¿Cómo iba a olvidarlo? —Brac recordaba perfectamente la imagen de los guerreros que volvían cargados con armas y suministros romanos, embriagados por la victoria.

Hacía más de sesenta años que la Galia Transalpina estaba bajo el control de la República y había numerosas tropas apostadas de forma permanente cerca de los pueblos. La victoria de los alóbroges, gracias a los ataques de guerrilla al abrigo del bosque, había sido de lo más inusual. Y se había pagado un precio muy alto por ella, algo que pocos hombres parecían haberse planteado.

—Quizá Caradoc sepa lo que va a pasar —musitó Brennus—. ¿Es mejor morir libres que huir de nuestras tierras como cobardes?

—¿Qué dices?

—Nada, chico. Aviva el fuego. Tengo tanta hambre como un oso después de hibernar.

Brac tenía mucho que aprender y la misión de Brennus, el hombre de más edad de la familia, era enseñárselo. Cuando empezó a descuartizar el ciervo, el guerrero grandullón rezó a los dioses para que le permitieran cumplir ese cometido, además de proteger a su esposa e hijo, las únicas personas que le importaban más que Brac y su familia. La idea de huir con ellos por las montañas antes de que empezara la lucha parecía propia de cobardes pero, al igual que la derrota, la huida era inevitable. Brennus creía que no había otro destino que la muerte para quienquiera que se quedara a luchar contra los romanos. Caradoc había convencido a los guerreros de lo contrario. Preocupado y frustrado, hacía ya algún tiempo que Brennus se había dirigido al druida de la tribu para pedirle ayuda, pero Ultan no quería inmiscuirse. Y, como era de esperar, Caradoc se había negado siquiera a plantearse conducir a su pueblo hacia un lugar seguro. «Los alóbroges no huyen como perros —había aullado—. Aplastaremos a las legiones. ¡Daremos una lección a Roma que no olvidará!» Brennus había insistido y entonces la expresión del viejo jefe se había vuelto amenazadora. Consciente del mal genio de Caradoc, había jurado lealtad y no había vuelto a hablar del tema en público, ni siquiera con sus amigos. Sólo estaba permitido hablar del enfrentamiento contra los romanos.

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