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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (6 page)

BOOK: La legión olvidada
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Maestro y discípulo recorrieron el último tramo hasta la entrada, invisible hasta que prácticamente estuvieron encima de ella. Por la estrecha abertura apenas cabían dos hombres uno junto al otro.

El joven etrusco se quedó boquiabierto. Había pasado junto a la abertura innumerables veces mientras buscaba ovejas, pero era imposible encontrarla si no se conocía la ubicación exacta. Entonces sonrió. Los largos años de espera estaban llegando a su fin.

—Cuidado con la cabeza. —El arúspice se paró y murmuró una oración—. El techo es muy bajo.

Tarquinius siguió a Olenus, entrecerrando los párpados para acostumbrarse a la oscuridad. Era la cueva del sueño, tan sencilla por dentro como la recordaba. El único indicio de presencia humana era una pequeña hoguera circular en el centro.

Olenus dejó el cordero y ató la cuerda a una roca grande. Se internó más en la cueva y observó el muro. Se detuvo a unos treinta pasos de la entrada, gruñó por el esfuerzo e introdujo ambas manos en una grieta para buscar algo.

Tarquinius observó fascinado cómo el adivino extraía un gran objeto rectangular envuelto en una tela. Olenus retiró la gruesa capa de polvo y se volvió hacia él.

—¡Sigue aquí!

—¿El hígado sagrado?

—El primero que fue obra de un arúspice —contestó Olenus con solemnidad—. Trae el cordero.

Salió fuera y se paró junto a una losa de basalto negro en la que Tarquinius se había fijado al entrar. El viejo dejó el lituo y sacó una daga larga de su cinturón, que colocó en el borde de la piedra plana.

—¡Es igual que el altar que vi en el sueño!

—Hay otro, en el fondo de la cueva. —Olenus desenvolvió el hígado de bronce y lo colocó con reverencia junto al cuchillo—. Pero la adivinación de hoy debe realizarse a la luz del día.

Tarquinius observó el trozo de metal liso, verdoso por el paso del tiempo. Tenía la misma forma que el órgano púrpura que había visto cortar del ganado sacrificado. Más abultado por la derecha, el bronce tenía dos piezas que sobresalían, al igual que los distintos lóbulos de un hígado de verdad. La superficie superior estaba llena de líneas que la dividían en múltiples zonas. En cada zona había símbolos crípticos grabados con trazos largos y finos. Puesto que había estudiado los diagramas del hígado numerosas veces, Tarquinius fue capaz de entender las palabras de la inscripción.

—¡Nombra a los dioses y las constelaciones de estrellas!

—O sea que todo ese tiempo estudiando no ha sido en vano. —Olenus le quitó la cuerda de las manos—. Has leído toda la
Disciplina Etrusca
dos veces, así que deberías saber buena parte de lo que voy a hacer.

Tarquinius había pasado incontables horas estudiando con detenimiento los pergaminos agrietados que Olenus guardaba en la cabaña. Había digerido docenas de volúmenes, alentado siempre por el anciano, que se situaba junto a él y le indicaba los párrafos más relevantes con uñas largas y amarillentas. Había tres grupos de libros: el primero, los
Libri Haruspicini
, estaba dedicado a la adivinación con órganos de animales; el segundo, los
Libri Fulgurates
, versaba sobre la interpretación de los rayos y los truenos; el último, los
Libri Rituales
, trataba sobre rituales etruscos y la consagración de ciudades, templos y ejércitos.

—Con cuidado, pequeño —susurró Olenus.

El cordero tensó la cuerda con expresión de alarma en los ojos.

Hablando con voz tranquilizadora, el arúspice colocó al animal en el centro del basalto.

—Te damos las gracias por tu vida, que nos ayudará a entender el futuro.

Tarquinius se acercó. Había visto a Olenus practicar sacrificios otras veces, pero hacía ya meses. El arúspice nunca había utilizado el hígado de bronce junto a una ofrenda viva. Y aunque Tarquinius había intentado hacer auspicios muchas veces después de cazar, no habían sido más que intentos de predecir cosas como el tiempo y el rendimiento de la cosecha.

—Ha llegado el momento. —Olenus empuñó la daga—. Observa cómo se interpreta un hígado fresco. Sujétalo bien.

Tarquinius sujetó la cabeza del cordero y le estiró el cuello hacia Olenus. Con un tajo rápido, el anciano le cortó el pescuezo. La sangre roja brotó sobre el altar formando un grueso reguero que los salpicó.

—¿Ves cómo fluye hacia el este? —se regocijó Olenus mientras el líquido caía—. ¡Los augurios serán halagüeños!

Tarquinius miró hacia el este, hacia el mar. Los etruscos procedían del otro lado del mar, de Lidia, de donde habían llegado hacía muchos siglos. Según el ritual, los dioses más benevolentes con los humanos también habitaban en esa dirección. No era la primera vez que sentía el deseo irrefrenable de viajar a las tierras ancestrales de su pueblo.

Olenus se colgó el cordero muerto a la espalda, con el vientre hacia arriba. Con movimientos hábiles, separó de un corte piel y músculo desde la ingle hasta la caja torácica. Cayeron varios bucles de víscera que brillaron al sol.

Olenus señaló con la daga.

—Fíjate en la forma que adoptan el intestino grueso y el delgado encima de la piedra. Ambos deberían ser de un saludable color gris rosado, como éstos. De lo contrario, es probable que la interpretación no salga bien al llegar al hígado del animal.

—¿Qué más se ve?

—El movimiento de los intestinos sigue siendo fuerte, lo cual es buena señal.

Tarquinius observó las contracciones regulares del intestino delgado, que hacían avanzar el material digerido en un intento vano por mantenerse con vida.

—¿Algo más?

El arúspice se acercó.

—No. Cuando era pequeño, los ancianos afirmaban que eran capaces de interpretar mucho a partir del intestino y los cuatro estómagos. Eran unos charlatanes.

Olenus introdujo ambas manos en el abdomen y empleó el cuchillo para separar el hígado del diafragma. Unos cuantos cortes rápidos cercenaron los vasos sanguíneos que lo mantenían en su sitio. Sacó el órgano con los antebrazos ensangrentados. La superficie redondeada se balanceaba en su mano izquierda.

—¡Oh, gran Tinia! ¡Danos buenos augurios para el futuro de este
arun
! —Escrutó el cielo buscando el águila que los había acompañado antes.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Tarquinius.

—Leer tu vida en el hígado, chico. —Olenus rió—. ¿Qué mejor manera para completar tu aprendizaje?

Tarquinius contuvo la respiración mucho rato, inseguro. Acto seguido, se dio cuenta de que asimilaba las palabras como si estuviera obligado a ello. Había dedicado muchos años a aquello para echarse atrás, aunque lo que iban a predecir fuera su propio futuro.

—Buena parte de lo que puedes discernir se encuentra en la superficie interna. Observa la Canícula, Sirio. Y aquí está la Osa Mayor.

Observó los puntos que le indicaba y lo que había aprendido de forma teórica empezó a cobrar sentido. El arúspice habló largo y tendido sobre las interpretaciones que podían hacerse a partir del color, la forma y la consistencia del órgano brillante. Para asombro de Tarquinius, Olenus sacó a la luz muchos detalles de su infancia que era imposible que recordara. El anciano explicó toda la vida de Tarquinius, haciendo pausas de vez en cuando para que su discípulo tuviera tiempo de ir interpretándola.

—La vesícula biliar. —Pinchó un saco en forma de lágrima que sobresalía del centro del hígado—. Representa lo que está oculto. A veces puede interpretarse y otras veces no.

Tarquinius tocó la bolsa de fluido tibio.

—¿Se ve mucho? —Era la parte más difícil de la adivinación y nunca había conseguido extraer nada de los hígados con los que había practicado.

Olenus guardó silencio durante unos instantes.

Con el corazón acelerado, Tarquinius observó el rostro del arúspice. Allí había algo, lo notaba.

—Te veo alistándote en el ejército y viajando a Asia Menor. Veo muchas batallas.

—¿Cuándo?

—Pronto.

Tarquinius sabía que, desde hacía algún tiempo, la región oriental de Asia Menor era un foco de rebelión y conflictos. En la anterior generación, Sila había derrotado con contundencia a Mitrídates, el belicoso rey del Ponto, pero su preocupación por la incertidumbre de la situación política en Roma le había hecho retirarse sin asestar el golpe definitivo. Mitrídates había esperado el momento oportuno hasta que, cuatro años antes, sus ejércitos irrumpieron en Pergamum, la provincia romana de la zona. Lúculo, el general que había enviado el Senado, había cosechado unas victorias impresionantes desde entonces, pero la guerra continuaba.

Distraído con la idea de luchar para los romanos, Tarquinius sintió un fuerte codazo.

—¡Presta atención! —le riñó el anciano—. Años de viajes, de aprendizaje. Pero al final Roma te reclama. El deseo de venganza.

—¿De quién?

—Una pelea. —Olenus parecía en trance—. Una persona de alto rango es asesinada.

—¿Lo hago yo? —preguntó Tarquinius con suspicacia—. ¿Por qué?

—Un viaje a Lidia en barco. Ahí entablas amistad con dos gladiadores. Los dos son hombres valientes. Te convertirás en maestro, igual que yo.

El extremo de la daga pasó de la vesícula biliar a otros puntos del órgano púrpura. El arúspice empezó a musitar con rapidez. Tarquinius sólo era capaz de entender palabras sueltas. Observó el hígado, encantado de ver lo que Olenus interpretaba.

—Una gran batalla, que pierden los romanos. Esclavitud. Una larga marcha hacia el este. El camino del León de Macedonia.

Tarquinius sonrió. Algunos decían que los
rasenna
procedían de más allá de Lidia. Quizás aprendiera algo de los viajes de Alejandro.

—Margiana. Un viaje por río y otro por mar. —Olenus adoptó una expresión preocupada—. ¿Egipto? ¿La madre del terror?

—¿Qué ocurre? —Tarquinius intentó ver qué había alarmado a su maestro.

—¡Nada! No he visto nada. —El anciano tiró el hígado del cordero y retrocedió unos pasos—. Debo de estar equivocado.

Tarquinius se acercó. De la vesícula biliar había empezado a rezumar un fluido verdusco sobre la piedra. Se concentró al máximo pero le costaba interpretarlo. Entonces se le aclaró la vista.

—¡Egipto! ¡La ciudad de Alejandro!

—No. —Con enfado y miedo a la vez, Olenus apartó a Tarquinius y le dio la vuelta al hígado para que no viera la parte inferior—. Ha llegado el momento de ver la espada de Tarquino.

—¿Por qué? ¿Qué has visto?

—Muchas cosas,
arun
. —El semblante de Olenus se ensombreció—. A veces es mejor no decirlo.

—Tengo derecho a saber lo que me depara el destino. —Tarquinius se envaró—. Tú viste el tuyo.

La determinación de Olenus flaqueó.

—Tienes razón. —Hizo un gesto con la navaja—. Entonces mira.

Tarquinius se quedó atrás, planteándose las opciones. Por fin había aprendido a interpretar el hígado a fondo y tendría numerosas oportunidades de hacerlo en años venideros. Su mentor había visto un futuro fascinante. Pero también algo inesperado.

Tarquinius no deseaba saber todo lo que le pasaría en la vida.

—Ya lo sabré a su debido tiempo —dijo con tranquilidad.

Aliviado, Olenus empuñó el lituo y señaló la cueva.

—Tenemos que encontrar la espada. Estás preparado. —Dio una palmadita cariñosa a Tarquinius.

Antes de internarse en la oscuridad de la cueva, Olenus sacó un puñado de juncos con un extremo untado de cera. Ayudándose con dos trozos de pedernal, encendió un par de antorchas.

—Toma una.

Procurando que la cera fundida no le cayera por el brazo, Tarquinius siguió al anciano al interior. La cueva se ensanchaba a medida que se internaban en ella, y se adentraron por lo menos trescientos pasos. El aire era fresco pero seco.

Se sobresaltó al ver que la antorcha iluminaba unas pinturas de vivos colores en las paredes.

—Este lugar ha sido sagrado durante muchos siglos. —Olenus señaló la figura de un arúspice, claramente identificable por el gorro de pico romo y el lituo—. ¿Ves cómo sostiene el hígado con la izquierda y mira al cielo?

—Debe de ser Tinia. —Tarquinius se inclinó ante una imagen excepcionalmente grande: una figura idéntica a la estatuilla de terracota que Olenus guardaba en un santuario de su cabaña. La deidad tenía los ojos rasgados y la nariz recta, enmarcada por rizos pequeños y una barba corta y puntiaguda.

—Los romanos lo llaman Júpiter.

Olenus frunció el ceño.

—Se han apoderado incluso de nuestro dios más importante.

El adivino hizo una seña a Tarquinius para que se adentrara en la oscuridad, pasando de largo pinturas de rituales y fiestas antiguas. Los músicos tocaban la lira y los
auletos
, la flauta doble etrusca. Unas airosas mujeres morenas con prendas sueltas de colores bailaban con hombres gordos desnudos mientras los sátiros miraban lascivamente desde las rocas cercanas. Fornidos guerreros etruscos con armadura completa vigilaban una escena sobre la que se cernía una figura masculina desnuda con alas y cabeza de león. La intensidad de los ojos de la bestia le conmovió.

—¡Dioses en las alturas! —Tarquinius se henchía de orgullo al imaginar la época gloriosa de Etruria—. ¡Son mejores que cualquiera de las que tiene Caelius en su casa!

—Y que las de la mayoría de las villas de Roma. —El anciano se detuvo en la entrada a una cámara lateral; alzó la antorcha y se acercó a una forma grande que había en el suelo.

—¿Qué es eso?

El arúspice no respondió, y Tarquinius apartó la mirada de los murales. Tardó unos instantes en reconocer los paneles ornamentados de bronce, las ruedas revestidas de metal y la plataforma de lucha cuadrada de un carro de combate etrusco. Se quedó boquiabierto.

—Aquiles en el momento de recibir la armadura de Tetis, su madre. —Olenus señaló la representación en la sección frontal del carro.

Habían tallado fragmentos de marfil, ámbar y piedras semipreciosas para dar color a la escena. La lengüeta central y los dos collares de los caballos también estaban decorados con pequeñas imágenes de los dioses. Incluso las ruedas de nueve radios llevaban grabados símbolos sagrados.

Sobrecogido, Tarquinius recorrió con los dedos la madera y el bronce, asimilando los detalles al tiempo que quitaba una gruesa capa de polvo.

—¿Cuántos años tiene esto?

—Perteneció a Prisco, el último rey de los etruscos —repuso Olenus con solemnidad—. Gobernó Falerii hace más de tres siglos. Dicen que llevaba más de cien como éste a la batalla.

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