La llamada de los muertos (22 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: La llamada de los muertos
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—Dana, ¿qué haces? -preguntó Jonás, preocupado.

Dana no respondió. Cerró los ojos y buscó el camino en su interior. Sabía que no sería sencillo ni agradable, porque no era la primera vez que lo hacía.

Pero, precisamente por eso, sabía también que podía lograrlo.

Recordó las lejanas palabras de Kai: «¿Aún no lo has entendido?»

Sonrió, a su pesar. Se dijo a sí misma que todo iría bien. Que no había otra manera.

«Dana», había dicho Kai, mucho tiempo atrás, «la Puerta eres tú».

Dana halló el camino. Al Otro Lado la esperaban los espíritus de aquellos que habían sabido aceptar su muerte. Al frente de todos ellos estaba Aonia.

Dana les franqueó el paso. Los espíritus lanzaron un grito de júbilo y atravesaron el Umbral, todos a la vez, a través de la mujer que caminaba sobre el delgado hilo que separaba la vida de la muerte en el Momento en que ambas podían ser una sola dimensión.

El corazón de la Señora de la Torre dejó de latir.

De pronto, en la cúspide de la Torre, todo se desbocó. Dana había caído al suelo, pálida como una muerta, mientras de su cuerpo salía una extraña y densa niebla compuesta por muchos rostros, de apariencia más agradable que la de los espectros. El cuerpo yacente de la Señora de la Torre parecía ser una fuente inagotable de fantasmas que salían de ella súbita y enérgicamente, como si llevasen mucho tiempo atrapados en alguna parte. Pero, en lugar de dispersarse en busca de una vida a la que pudiesen aferrarse, los espíritus se encararon directamente con los espectros.

Los magos no aguantaron más, y la barrera de repulsión se vino abajo; pero los espíritus habían ocupado su lugar y chocaron frontalmente contra los espectros, obligándolos a retroceder.

—¡¡DANA!! -chilló Kai, tratando de ver algo desde fuera.

Del cuerpo de Dana seguían saliendo fantasmas justicieros que, pese a estar muertos, protegían la vida y todo lo que ella significaba.

De pronto la masa gris-azulada desapareció.

Los espíritus habían derrotado a los espectros tan rápida y eficazmente que los magos no daban crédito a sus ojos.

Pero no todo se había acabado allí.

Había más fantasmas. Fantasmas que no deseaban destruir a los vivos, sino volver a ser como ellos. Fantasmas que querían aprovechar el Momento para regresar a la vida.

Los espíritus no tenían poder sobre ellos, porque solo podían enfrentarse a sus contrarios, y los otros fantasmas eran una fuerza neutra.

Y el primer fantasma que cruzó el Umbral fue el de una mujer elfa de sorprendente belleza y mirada desdeñosa. Sus ojos almendrados se posaron en Morderek, que la miraba, aterrado.

La maga extendió el brazo.

—Ven a mí -dijo.

El bastón salió despedido de las manos de Morderek y regresó a su legítima dueña.

—Me traicionaste, aprendiz -dijo Shi-Mae-. Has subestimado las leyes de la magia. Mi maldición cayó sobre ti, y ya es hora de que cumpla mi venganza.

—¡¡No!! -chilló Morderek, aterrado.

Entonces Saevin se levantó, no sin cierta dificultad, y plantó cara a Shi-Mae.

—Vuelve atrás -ordenó-. Tú y todos los tuyos. No podéis quedaros aquí.

—¿Ah, no? ¿Y quién lo dice?

—Yo -dijo Saevin; parecía que le costaba trabajo pronunciar cada palabra-. Porque yo he venido hoy hasta aquí para ser, de ahora en adelante, el Guardián de la Puerta.

Los fantasmas lo miraron, en un silencio incrédulo y temeroso. Por alguna razón que los vivos no lograban entender, no se atrevían a enfrentarse a Saevin.

—¡La Puerta se está cerrando! -susurró entonces uno de ellos-. ¡El Momento acaba!

Los fantasmas murmuraron entre ellos, preocupados. No habían logrado volver a la vida. Y si no regresaban al Otro Lado, se verían obligados a vagar por el mundo de los vivos como almas en pena por toda la eternidad.

—Volved -dijo Saevin-. El Momento llegó y pasó. Ya nada puede devolveros la vida que perdisteis.

La Puerta se estaba cerrando. Tras un instante de vacilación, el primer fantasma dio media vuelta y la cruzó de nuevo. Uno por uno, los demás fantasmas, resignados, regresaron al Más Allá.

La última fue Shi-Mae.

—Me voy -anunció a regañadientes-, pero no me iré sola.

Todos supieron que se refería a Morderek. El mago negro temblaba violentamente.

—Tú... No puedes...

Shi-Mae sonrió.

—¿Quieres apostar?

Señaló con su bastón a Morderek, y este chilló de pronto, como si estuviese sufriendo lo indecible. El fantasma de la hechicera apuntó entonces con el bastón hacia el espejo, y Morderek, que había perdido el dominio sobre su cuerpo, se precipitó a través de él con un alarido.

Después, desapareció.

La Archimaga elfa dio una mirada circular. Pareció un tanto sorprendida al ver que Nawin, que se había incorporado, ya totalmente consciente, presentaba el aspecto de una elfa adulta.

Después, sus ojos se posaron en un desconcertado Fenris, y se suavizaron un tanto.

—Hasta siempre, Fenris -dijo, pronunciando por primera vez el nuevo nombre de él.

El mago elfo sonrió, inseguro.

—Hasta siempre, Shi-Mae -dijo-. Y no seas muy dura con él -añadió, preocupado.

—Solo morirá entre horribles sufrimientos -respondió ella fríamente-. ¿No era eso lo que decía la profecía?

Fenris pareció sorprendido.

—Sí, pero... siempre pensé que...

—Tú eres un lobo, Fenris. El escucha la voz de los lobos. No se necesita ser un lince para comprender la diferencia -se volvió de nuevo hacia los demás, con un gesto torvo-. Y vosotros, disfrutad de la vida.

Y con estas últimas palabras, Shi-Mae desapareció a través del Umbral.

Entonces Saevin se volvió hacia los demás y les sonrió, y fue una sonrisa triste, de despedida. Después, lentamente, dio media vuelta hacia el espejo.

—¡Saevin, no! -chilló Iris.

Corrió hacia él, pero el muchacho ya había traspasado el Umbral. La Puerta se cerraba tras él. «Adiós, pequeña Iris», oyeron su voz, muy lejana.

Iris sollozó; quiso seguirle, pero Jonás no la dejó.

La Puerta se cerró definitivamente.

Todos se quedaron quietos durante un momento, sin acabar de entender lo que había pasado, hasta que un golpe los hizo reaccionar. La Torre entera se tambaleó.

—¿Qué diablos...? -empezó Fenris, pero un aullido de rabia y dolor lo hizo enmudecer.

—¡¡¡DANA!!! -gritó Kai desde fuera; estaba tratando de entrar en la Torre, y se golpeaba contra el muro exterior, preso de la desesperación.

Y fue entonces cuando todos se dieron cuenta de que Dana estaba demasiado pálida para haber sufrido un simple desmayo.

Los rayos de la aurora iluminaron el cuerpo exánime de la Señora de la Torre, mientras por todo el Valle de los Lobos resonó un lamento que expresaba un dolor inimaginable, un dolor que traspasaba la frontera entre la vida y la muerte, un dolor que solo podía sentir una criatura que existía desde hacía más de quinientos años.

EPÍLOGO

Entonces, ¿este era tu destino, Saevin?»

«Lo supe desde niño. No fue fácil aceptar que yo no era un ser humano como los demás. Debía renunciar a la vida en favor de la inmortalidad... Qué irónico, ¿verdad?»

«Supongo que lo es. Siempre hemos soñado con la inmortalidad, pero, por ejemplo, el Oráculo deseaba morir.»

«Y lo ha logrado, por fin.»

«¿Lo sabes?»

«He de saberlo. No en vano soy el Guardián de la Puerta. De todas las Puertas, en realidad. Me he convertido en el eterno Vigilante de la frontera entre la vida y la muerte.»

«Un muchacho tan joven... Has tenido que renunciar a muchas cosas. A Iris, por ejemplo.»

«¿Lo sabías? Nunca dejé entrever que sentía algo especial por ella. Habría sido peor, más doloroso para los dos.»

«Y, sin embargo, yo lo intuía. Lo siento por vosotros.»

«Podría no haber cruzado la Puerta. Pero sabía que debía hacerlo. Igual que tú sabías que debías hacer de puente una vez más. Y has pagado un alto precio por ello.»

«Pero estoy aquí, en el Umbral. Siento que algo en mi cuerpo late todavía. No estoy muerta, ¿verdad?»

«Todavía no. Pero puedes elegir si sigues adelante o vuelves hacia atrás.»

«¿Puedo hacerlo?»

«Considéralo un regalo por tu generoso sacrificio, Kin-Shannay.»

«¿Sacrificio? Si realmente me permites regresar, ¿qué clase de sacrificio sería ese?»

La risa del Guardián de la Puerta resonó por la frontera.

«El tiempo aquí no transcurre como en el mundo de los vivos, Dana. ¿Tienes idea de todo lo que ha sucedido desde que iniciamos esta conversación?»

«¿Quieres decir...?»

«Asómate y mira...»

La nieve caía blandamente sobre el Valle de los Lobos cuando la comitiva llegó a los pies de la Torre. Habían venido paseando desde el pueblo porque les parecía agradable estar de vuelta en casa, y porque les apetecía hablar un rato antes de entrevistarse con el Amo de la Torre. Eran cinco: tres elfos y dos humanos. Los elfos eran jóvenes. Una de ellos vestía ropas sencillas, pero caras, y sus ojos verdes miraban a su alrededor con una serenidad regia y majestuosa. Los otros dos elfos, una pareja, tenían un cierto aspecto salvaje, pero se notaba que habían tratado de estar presentables para la ocasión. La elfa se había recogido sus largos cabellos color rubio ceniza en una trenza, y el elfo se había puesto su mejor túnica.

Los dos humanos, en cambio, eran ya maduros. El hombre era alto y delgado, y se había quedado calvo tiempo atrás. La mujer sonreía dulcemente, pero sus grandes ojos oscuros parecían tristes y nostálgicos.

Salió a recibirlos una muchacha de cabello rojo como el fuego y ojos tranquilos y reflexivos.

—Lis -saludó el hombre-. Caramba, cuánto has crecido.

—¡Qué alegría volver a veros a todos! -dijo ella.

Impulsivamente, los abrazó, uno a uno. Las dos mujeres elfas se sintieron un poco abrumadas ante el afecto de la muchacha, pero enseguida sonrieron de nuevo.

—¿No están tus padres por ahí? -preguntó el hombre, sonriendo también.

—Mamá fue a las montañas, pero no tardará en volver.

Otro hombre salió a la puerta de la Torre. Vestía una túnica dorada y era también maduro, como los humanos recién llegados; las canas blanqueaban su cabello moreno.

El hombre calvo acudió enseguida a saludarle.

—¡Jonás! -exclamó alegremente-. Los años te tratan muy bien... ¿Puede ser que conozcas un conjuro rejuvenecedor mejor que el mío?

—Tú no usas conjuros rejuvenecedores, Conrado -intervino la mujer de los ojos tristes, sonriendo-. De lo contrario, tendrías más pelo.

—¿Qué tal va vuestra Escuela, Iris? -le preguntó Jonás.

—Bien, porque yo mantengo los pies en el suelo -dijo ella-. Pero aquí, mi socio -añadió, señalando a Conrado- no piensa más que en sus estudios de alto nivel...

—¡Eh! Impresionamos al Consejo gracias a mis teorías sobre la existencia de pliegues temporales; sin eso, no habría Escuela, y lo sabes.

—Lo sé -dijo Iris, conciliadora.

Conrado sacudió la cabeza y observó a Lis y a Jonás.

—Hum -dijo-. El pelo de su madre, los ojos de su padre... ¿Y de quién ha sacado el carácter?

—De su madre -gruñó Jonás, con aspecto resignado.

—¡Papá! -exclamó Lis, dolida.

Jonás sonrió.

—Era broma, cariño.

—Me alegra ver que el nuevo Amo de la Torre no ha perdido el sentido del humor -dijo el elfo.

Jonás lo miró de arriba abajo.

—Condenados elfos... no has cambiado absolutamente nada, Fenris. Si no estuvieses comprometido, creo que podrías casarte con mi tataranieta.

Fenris acogió el comentario con una alegre carcajada, y miró a su compañera, que sonreía enigmáticamente junto a él.

—Gaya, Nawin, Iris -dijo Jonás, inclinándose cortésmente ante ellas-. Bienvenidas de nuevo a la Torre.

Ellas le sonrieron con gentileza.

—Me gustaría mostraros una cosa -dijo el Amo de la Torre-, pero supongo que querréis descansar...

—Ni lo sueñes -atajó Fenris; sus ojos ambarinos brillaban con impaciencia-. No nos has llamado a todos por nada, Jonás. Quiero verla inmediatamente.

Los demás estuvieron de acuerdo con él.

La comitiva atravesó el jardín y pasó junto a una gran mole dorada parcialmente cubierta de nieve, tumbada al pie de la Torre. El dragón alzó ligeramente la cabeza, fijó en ellos sus ojos verdes y les sonrió levemente. Después, volvió a dejar caer la cabeza y sus ojos se cerraron de nuevo.

—¿Sigue sin reaccionar? -susurró Fenris al oído de Jonás.

—Así es -suspiró el Archimago-. No se ha movido desde... bueno, desde entonces. No ha querido separarse de debajo de su ventana. Ya no habla. Simplemente... espera.

—¿Espera, a qué?

—A saber a qué atenerse, supongo.

Fenris frunció el ceño.

—Pero han pasado varios años...

—¿Varios años? -Jonás lo miró, serio-. Varias décadas, amigo mío.

Fenris parpadeó, perplejo.

—Pobre Kai -dijo solamente.

Lis llevó a Gaya, que se sentía algo incómoda entre los magos, a descansar a su habitación. Los demás subieron los doce pisos hasta la cúspide de la Torre. Un pesado silencio se había adueñado de ellos.

Poco antes de llegar a las almenas se tropezaron en la escalera con una mujer pelirroja; las canas ya comenzaban a blanquear sus sienes, pero sus ojos brillaban con energía y decisión.

—Ah, Salamandra, ya has vuelto -murmuró Jonás.

Ella le dio un rápido beso en la mejilla y abrazó a sus amigos en silencio, con una sonrisa. Después, poniéndose un dedo sobre los labios, abrió la puerta de la habitación.

Ellos entraron, sobrecogidos. Al fondo había una cama con dosel y, tendida sobre ella, una mujer anciana, de cabello blanco como la nieve, dormía tan profundamente que parecía que su pecho no se movía cuando respiraba.

Fenris se colocó junto a ella y no pudo reprimir un suspiro.

—Amiga mía -susurró-. ¿Cómo es posible? Aún recuerdo la primera vez que te vi... Eras solo una niña... Y ahora... Y yo apenas he cambiado desde entonces...

Se enjugó una lágrima indiscreta.

—Por eso dicen los sabios que los elfos no deberíamos tener amigos entre los humanos -murmuró Nawin, conmovida-. Es tan triste verlos envejecer y luego vivir sin ellos...

—Bueno, no os pongáis así -dijo Salamandra, incómoda-. Os hemos llamado porque...

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