La llave del abismo (30 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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—¿Adonde? —preguntó Darby.

—Donde vayáis. Donde os haya dicho la revelación que debéis ir.

Darby lo miraba con la boca abierta. Meneó la calva cabeza un instante.

—No entiendo... —murmuró—. ¿Por qué...?

—Porque los que me han hecho daño os seguirán, estoy seguro. Y quiero encontrarlos. —Controló el temblor de su voz para añadir:— Mi hermana cuidará de Yun. Si Rowen lo permite, pueden aguardar aquí hasta mi regreso.

—Daniel, es absurdo... —comenzó Darby.

Daniel le dio la espalda de repente. Aunque creía haber meditado su plan cuidadosamente, no se sentía menos desconcertado que el hombre biológico. ¿Acaso eso era lo que realmente deseaba hacer?

Alguien lo detuvo. Era el doctor. Schaumann solo llevaba encima una fina capa de ungüentos y pinturas elegantes que resaltaban sus delicados rasgos, y toda su figura aparecía de un color intensamente carnal bajo las luces del salón. Pero había algo en el brillo de sus ojos y la rigidez de su postura que no era solo adorno.

—Daniel, te comprendo y te admiro. —Su voz parecía tensa—. Pero no quiero hablar ahora de esa decisión que has tomado... Solo quería... Me gustaría repetir la exploración que te hice ayer, pero fuera de casa...

—Pensé que únicamente podía hacerse en lugares con esa clase de techo.

—No es imprescindible aquí en Sentosa —repuso el doctor—. La vegetación diseñada adopta formas geométricas exactas y eso servirá... Conozco un sitio que sería ideal. ¿Qué te parece si nos vemos en el jardín, junto a las estatuas, a eso de las diez de esta noche?

—Muy bien, pero ¿qué ocurre? ¿Tiene relación con lo que percibiste ayer?

En vez de responder directamente, Schaumann se inclinó hacia él.

—No quiero que le cuentes a nadie lo de ayer, Daniel —susurró—. Aún no estoy seguro de nada, así que debemos ser discretos. ¿De acuerdo? —Daniel apenas tuvo tiempo de asentir. El doctor se apartó de él tras murmurar:— Esta noche, junto a las estatuas.

• •
8.7
• •

No hubo una reacción inmediata a su decisión, lo cual Daniel ya esperaba. Suponía que ellos también tenían que meditar antes de aceptarle o rechazarle. De hecho, él mismo no lo tenía claro. Sabía que si se detenía a pensarlo no lo haría, y debido a ello aún no había hablado con su hermana. ¿Por qué debía acompañarlos en aquella absurda búsqueda, ahora que todo había...?

Pero no todo había terminado.

No se sorprendió demasiado de que el emisario escogido por el grupo para interrogarle fuese Maya Müller, la chica ciega e intuitiva. En cambio, sí le asombró, y mucho, la manera que ella tuvo de abordarlo. Entró en su habitación poco después del almuerzo y (costumbre inveterada en ella, al parecer) se sentó en el suelo para hablarle:

—Meldon tiene caballos de verdad en el jardín. No imágenes de
scriptorium
ni figuras mecánicas sino auténticos caballos, diseñados en los centros de genética de su propia empresa en Sentosa. ¿Has visto caballos de carne y hueso alguna vez? —Daniel tuvo que reconocer que no—. Puedo enseñarte algo que pocos conocen: a montar. No hay peligro alguno, han sido diseñados para eso.

La proposición era extravagante, pero él decidió aceptar.

En el jardín aguardaban dos hermosos ejemplares de aquel curioso animal: uno en blanco perla, el otro un alazán de crin con reflejos rojizos. Maya le enseñó a aferrar la montura y alzarse sobre el estribo. Tal como le había asegurado, habían sido diseñados para complacer a jinetes sin experiencia, y en poco tiempo Daniel se afianzó sobre el alazán y empezó a disfrutar. Maya, que había elegido el blanco, cabalgó fuera del perímetro del jardín. Sus pulseras de metal y ébano despedían destellos cuando alzaba las riendas.

La tarde era inmensa y cálida. En el cielo no había una sola nube, y una brisa fresca oreaba las grandes y húmedas plantas a ambos lados de la vereda por la que se introdujeron. Maya retrasó el trote para ir juntos. A Daniel la sensación de ir sobre un caballo le parecía tan asombrosa que durante un buen rato se olvidó de todo y se dedicó a gozar en silencio. Por eso mismo las palabras de Maya, imprevistas, le sobresaltaron aún más.

—Daniel, no puedes acompañarnos.

Se sorprendió del tono tajante que ella había empleado y la brusquedad con que había sacado el tema. Decidió devolver el golpe con la misma fuerza.

—Comprendo. Ya tenéis la revelación, de modo que Daniel ya no sirve para nada y puede regresar a casa. «A su vida de siempre», como dijo Rowen. Lástima que haya perdido a su esposa por el camino y «su vida de siempre» ya no exista... Pero ¿qué puede importaros eso? —No había indicios de ofensa, ni siquiera un acento mordaz, en el tono de su voz. Era una declaración fría, casi objetiva.

—No lo entiendes —dijo ella sin permitir que el silencio se prolongara—. Lo que pretendes es muy peligroso... Sospechábamos que había alguien más importante que Moon en todo esto, pero saber que es la Verdad ha superado nuestras peores expectativas.

La sola mención del nombre odiado bastó para que todo el placer que Daniel sentía por la deliciosa experiencia de cabalgar desapareciera como un sueño.

—¿Quién es esa... «Verdad» realmente? —preguntó en voz baja.

—Nadie lo sabe. —Maya se encogió de hombros—. Se dicen tantas cosas sobre ella que todo parece falso: que no es ni hombre ni mujer, que ni siquiera está viva o que su nombre es uno de los inscritos en el libro del Hombre Negro del Octavo... En todo caso, se sospecha que es creyente profundo del Último Capítulo y que trabaja a sueldo, como Moon. Algunos piensan que no existe, que se trata de una fábula... Yo era de las que creían eso, hasta que nos contaste tu experiencia con Mitsuko... Lo que viste que le hizo a la hija de Kushiro demuestra que es un adversario real y temible, Daniel.

—No tengo miedo de la Verdad —dijo Daniel.

—Yo sí —reconoció Maya.

—¿Crees que podría... atacar aquí, en Sentosa? —Daniel se estremeció pensando en Lania y Yun.

—No lo creo. Por ahora le interesa encontrar la
Llave,
no eliminarnos. Además, Sentosa está vigilada. Eres tú el que me preocupa. Ya te pedimos que te arriesgaras una vez; no queremos que vuelvas a hacerlo por algo que no te incumbe.

—No lo hago por la
Llave —
replicó Daniel—. Sea lo que sea ese tesoro, no me interesa. Me interesa la Verdad.

—¡Nada podrás hacer contra ella, si la encontrases! —Por primera vez la voz de la muchacha parecía teñida de impaciencia—. Ni siquiera eres creyente, Daniel...

—Héctor Darby tampoco.

—Héctor Darby busca la
Llave,
no una absurda venganza...

—¿Y eso qué significa? ¿Qué él sí puede arriesgarse? —Daniel contempló enfurecido el perfil inalterable de la muchacha. Los caballos, rozándose, imprimían un ritmo paradójicamente parsimonioso a los cuerpos, en contraste con la violencia de las palabras—. ¿Sabes lo que Ina White me llamó mientras me golpeaba para conocer la revelación? Dijo que yo era una «vasija»: solo importaba mi contenido. Quizá eso es lo que soy para todos vosotros... El
messenja,
la vasija... ¡Pero puedes decirles a los demás que ya estoy roto y vacío, y nada podrán obtener de mí! —Notó los ojos húmedos. Era como si en la boca tuviera palabras de fuego que necesitara expulsar antes de que le quemaran—. ¡Mi «vida de siempre» se ha hecho pedazos, Maya! ¡No podría volver a vivir tranquilo con Yun sabiendo que ese demonio puede regresar y llevársela cuando quiera! Díselo así a tus amigos: voy a ir con vosotros...

—No tengo que decirles nada —repuso ella
—,
no son ellos quienes me han enviado. En realidad, no les parece del todo mal que nos acompañes. «Quién sabe —dicen—; quizá la "vasija" contenga otras cosas...» —Tras una pausa agregó:— Siento expresarlo así.

—Entonces, ¿por qué has venido?

—Por ti. Y porque ya te hice daño una vez y no quiero repetirlo.

—No fuiste tú quien ordenó asesinar a mi esposa.

—He padecido una gran variedad de sufrimientos —dijo la muchacha—, y a estas altura de mi vida puedo asegurarte que solo hay algo peor que hacer sufrir a otro, y es permitirlo. He venido a avisarte, Daniel Kean: el lugar al que vamos es mucho más peligroso que la Zona Hundida, y nuestros enemigos poseen un poder considerablemente mayor. Pregúntate si la venganza puede compensar el hecho de que Yun se quede sola.

—Pregúntate qué harías tú en mi lugar —dijo él.

Hubo un silencio denso que nada pareció capaz de quebrar. Cabalgaron por una estrecha senda que les obligó a separarse. Maya movía las riendas con pericia conduciendo la blanca montura entre la densidad de la vegetación. Cuando llegaron a un lugar donde las plantas más pequeñas podían ocultarlos por completo, bajó del caballo e invitó a Daniel a hacer lo mismo.

Tras atar a los animales a unos troncos y acariciarlos, se internaron entre los helechos. La atmósfera era húmeda y fragante, y se escuchaban misteriosos ruidos. Una neblina tan ligera como un recuerdo remoto tapizaba las siluetas de las plantas sin llegar a hacerlas desaparecer, incluso resaltándolas.

Alcanzaron un claro rodeado de grandes árboles. Al alzar la vista, Daniel descubrió que eran palmeras gigantescas, diseñadas como columnas abigarradas.

—Es fascinante —dijo.

—Me gusta oírte decir lo fascinante que es —contestó Maya moviéndose entre la bruma. Abrazó uno de los troncos y permaneció un rato así, como amándolo.

Fueron de un sitio a otro, Daniel mirándolo todo, la muchacha palpando. A él lo sorprendían las fugaces antorchas de las mariposas con sus vuelos prefijados y a ella la geometría de los troncos. Había tanta humedad que los cabellos de ambos se derramaban como oro derretido y sus cuerpos destellaban tanto como los collares y ajorcas que vestían. En algo no se parecían: casi más que el paisaje que lo rodeaba, a Daniel le maravillaba la exactitud con que la muchacha lo exploraba.

—¿Nada se te pasa inadvertido, Maya Müller? —le preguntó.

Se sorprendió cuando ella pareció tomarse la pregunta en serio.

—En realidad, muchas cosas —confesó tras una silenciosa reflexión—. No conozco el color de esas orquídeas que ahora mismo tenemos a nuestra izquierda. Sé lo que son, puedo percibir su forma, disposición y cantidad, pero no el color. Me sucede igual con los lugares o las personas. Puedo imaginar tus rasgos, te identificaría entre mil individuos distintos, y sin embargo, cuando sonríes... —Se detuvo, como buscando las palabras—. Cuando sonríes, aunque sé que estás sonriendo, ignoro qué efecto causa tu sonrisa en tu rostro... Supongo que hundo tanto la mano en el agua que no percibo la superficie. Ya veces me gustaría mucho poder ver algo, simplemente, sin conocerlo: sentarme y disfrutar de la forma de un rostro, aunque lo ignore todo sobre la persona que hay detrás. Ver sin ojos consiste solo en saber.

—¿A qué edad...? —comenzó a preguntar Daniel, y se interrumpió.

—¿A qué edad perdí la vista? —dijo la muchacha—. A los doce años.

A Daniel le pareció espantoso saber eso. No se imaginaba qué podía haber causado aquella ceguera, salvo la ausencia de atención médica. En el Norte, los sentidos dañados podían recuperarse con las intervenciones adecuadas.

—¿Te molestaría si te preguntara qué te ocurrió? —dijo con tacto.

—Sí —contestó ella.

Tras otra pausa, cambió de tema inesperadamente. Se puso a comentar cosas sobre Singapur: sus flores y mariposas, las históricas casas de fachada blanca y artesonado negro de Chatsworth Road que imitaban las ciudades bíblicas. Hablaba con la rapidez de quien intenta eludir el silencio. En un momento dado un insecto de múltiples colores zumbó entre ambos con gran estruendo pero, habiendo sido diseñado para no incordiar, se apartó enseguida.

—¿Sabes una cosa? —dijo Daniel interrumpiéndola—. Me gustaría ver tus ojos. ¿Por qué nunca los abres?

—Procuro no hacer cosas inútiles —dijo ella con brusquedad y dio la vuelta en dirección a los caballos.

—Siento haberte ofendido —murmuró Daniel cuando volvieron a cabalgar.

Ella no habló durante un buen rato. Cuando por fin lo hizo, dijo:

—Un adagio del Sur afirma que los ojos de una persona se parecen a lo más importante que han contemplado jamás. No creo que te gustara ver los míos.

El azul de la tarde se oscurecía como si entraran en aguas profundas.

—¿Tan horrible fue lo que contemplaste? —preguntó Daniel tras un silencio.

—Más de lo que crees. Pero ahora, por favor, no quiero pensar en eso. Nos rodea la belleza de la vida, Daniel. Mírala a tu alrededor... y no la desperdicies. —En el mismo tono, y casi sin interrumpirse, añadió:— Siento mucho lo de tu esposa, intenté evitarlo cuando descubrí que Olsen nos traicionaba, pero no lo logré... Ahora quiero evitar tu muerte, Daniel Kean. Te ruego que regreses a Alemania con tu hija y te olvides de nosotros.

—Ya me he olvidado de vosotros —replicó Daniel con calma—. Ahora busco a la Verdad. Voy a acompañaros, Maya: tan solo quiero que me digas cuándo os marcháis y adonde.

—Compruebo que no he podido quitarte la idea de la cabeza, Daniel Kean.

—Las ideas que solo están en la cabeza, ¿de qué sirven? —adujó él, y logró (al fin) crear una carcajada sincera en ella.

—Nos marchamos mañana a primera hora —dijo Maya Müller—. En cuanto al lugar al que vamos, nos lo revelaste tú con tus propias palabras...

—No entiendo cómo.

La muchacha abrió la boca para contestar cuando de pronto su semblante cambió por completo.

Estaban llegando a los inmensos pilares de la mansión, cuyas escaleras se vislumbraban en la creciente oscuridad. Todo parecía tranquilo, pero Maya azuzó a su caballo hacia los pilares y bajó de un salto antes de que el animal se detuviera. Daniel la siguió con la mirada y distinguió a un grupo de personas congregadas en el jardín, bajo luces de antorchas. Las llamas se reflejaban en la bruñida superficie de las esculturas. Fue entonces cuando recordó su cita con el doctor Schaumann.

Una figura se apartó del grupo. Era Meldon Rowen.

Al ver la expresión de su rostro Daniel se estremeció.

TERCERA PARTE:
NUEVA ZELANDA

[Era locura, por supuesto... pero ¿no iba yo dando tumbos por un mundo oscuro tan loco como yo?

Sagrada Biblia
, Undécimo Capitulo, VI, 29]

_____ 9 _____
Tinieblas

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9.1
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