Se quedó boca arriba en la cama, sin atreverse a volver a dormir, aguardando el amanecer.
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10.1
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Hubiese podido estar muerta, pero estaba dormida. La única diferencia con un cadáver era que se hallaba acostada, y nadie dejaría un cadáver en esa posición.
Por lo demás, su belleza resplandeciente parecía artificial. No respiraba, no se movía: yacía bocarriba, el cabello cuidadosamente distribuido alrededor de la cabecera de un lecho muy simple. Un cuerpo femenino sin aderezos, adornos ni sábanas, con los ojos cerrados.
Turmaline.
Los ojos se abrieron.
Tengo poco tiempo. Escucha con atención.
Turmaline se incorporó y abandonó el lecho en un solo gesto silencioso. Caminó con pasos mullidos hacia la puerta y salió al exterior.
Aún no había amanecido en Wellington, pero una claridad verdosa, difusa, llenaba el horizonte. La casa alquilada por una semana era una magnífica villa situada en las colinas que dominaban la ciudad. De paredes verde manzana y ventanas blancas, poseía un jardín y un patio muy amplios. La soledad daba cierto miedo, pero era lo que Turmaline buscaba: no había nadie alrededor, y la vigilancia era escasa.
Se detuvo junto a la pared de la fachada e inclinó el lado izquierdo de la cabeza, donde se encontraba la pequeña placa receptora de su auricular, despejándose el cabello metálico para que las palabras del Amo llegaran con nitidez. Su pelo lanzó chispazos con los primeros rayos del sol.
El diálogo fue breve. Turmaline había cumplido las órdenes, pero era preciso hacer más. La Verdad aún no se hallaba libre para actuar. La próxima misión de Turmaline estaba clara.
Cuando el auricular enmudeció, regresó a la casa. Mitsuko aguardaba en el suelo del salón, en la postura en que Turmaline la había arrojado por la noche. En su mirada ya no había rastros de rebeldía, como meses atrás. La hija de Kushiro ya era, tan solo, la voluntad del Amo.
—Nos vamos —dijo Turmaline—. Tenemos el tiempo justo para llegar al aeropuerto. —Mientras la japonesa de cabello rojizo se ponía en pie, la Rubia agregó, sonriendo:— Y una buena noticia para ti: te queda poco para morir.
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10.2
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Nunca había visto nada parecido.
A su alrededor todo parecía vivo y caótico: arena amontonada, rocas, el verdor legamoso derramado por los bordes, el mar indefinible que rompía contra los arrecifes. Incluso el cielo, con sus nubes bizarras y gibosas, parecía tener otra cualidad. Sintió como si no estuviese en la Tierra, como si se hallara en un mundo remoto no hollado jamás por el ser humano. Pero lo peor de todo era que, a pesar de ese sentimiento de extrañeza, lo que estaba contemplando...
—... nos pertenece —dijo Darby, y Daniel lo miró—. Y nosotros pertenecemos a
esto.
Es aberrante, ¿verdad? De algún modo piensas que la ciudad es tranquilizadoramente falsa. En cambio, esta playa solitaria es lo real. Aquí nació la vida, y probablemente las ideas religiosas...
El aéreo de Svenkov, un vehículo pequeño, maniobrable, con una sola cabina donde los pasajeros se sentaban en círculo y un
scriptorium
para suministrar los datos del trayecto, se había posado cerca de la playa, al sur de Ratanui, a unos ochocientos kilómetros al sur de Wellington. El viaje, emprendido en la madrugada, había durado poco más de tres horas. No era un tiempo muy largo para haber cambiado tanto de escenario, pensaba Daniel, y lo mismo parecían pensar sus compañeros.
Jeremy Yin Lane, alias Yilane, se había despojado incluso de sus adornos y joyas y se arrodillaba sobre la arena. En su espalda era visible el tatuaje en forma de serpiente, desvelado por un viento inconstante que agitaba su cabellera y provocaba náuseas por su «hediondo olor a pescado». Pero el joven Yilane, orgulloso de su linaje ancestral y su creencia en el Décimo Capítulo, parecía querer demostrar que solo él era capaz de dar el primer paso en aquel recinto infinito y sagrado. El propio Svenkov había escogido la zona de rocas para detenerse, sin avanzar hacia la arena. Allí había dejado su mochila y armas, y utilizaba el faldellín de cuerdas que se había quitado de la cintura como alfombra para pisar el borde filoso de las piedras. Parecía una bella ave de presa posada en un promontorio, el largo pelo azabache bailando con la brisa.
—He conocido norteños que enloquecieron mirando este mar —exclamó sonriente.
Nadie contestó a sus burlas, pero Daniel pensó que podía no estar exagerando.
Se refugió en la contemplación de la plena belleza de Anjali Sen, la oscura creyente india, que se había reunido con Yilane para entonar unos cánticos de rodillas. Maya, la chica ciega, también rezaba a prudente distancia de las olas, mientras que Rowen se quejaba y aseguraba entre dientes que su propio aéreo poseía un vehículo auxiliar que podría haber aterrizado en la misma playa y les hubiese ofrecido más comodidad y protección. Svenkov parecía disfrutar con sus críticas.
—Si quiere prescindir de mí, no tiene más que decirlo —soltó con frialdad—. Pero mientras yo sea el
ariki
de este grupo las cosas se harán a mi manera.
Mirando los grotescos arrecifes Daniel pensaba cómo había podido concebirse un paisaje así. ¿Era la voluntad de algún Ser Superior que las rocas adoptaran formas asimétricas y salvajes, y que en sus mismos bordes creciera un légamo como aquel?
Darby, tras enjugarse los labios, se había acercado al lugar donde Maya se sentaba. Rowen también parecía considerar que ese punto, en una zona despejada de arena a suficiente distancia de olas y arrecifes, era propicio para un campamento. Daniel aún titubeaba, confuso, hipnotizado por la barahúnda del mar, cuando percibió una figura junto a él.
Yilane sostenía algo en las manos. El mar parecía haberlo transfigurado: dilataba las fosas nasales y jadeaba con fuerza.
—Son amuletos —explicó—. Nada de lo que ves a tu alrededor es dañino, tan solo es ajeno. O eso parece. Se trata del vestíbulo de la Casa de Dios. Nosotros, los creyentes del Décimo, entramos en ese vestíbulo adornados con estos collares y pendientes. ¿Los has visto alguna vez? —Alzó un collar formando una O dentro de la cual se asomaba su rostro delineado de ojos orientales—. Las cuentas son conchas de moluscos. Emisarios, como se les llama en algún texto interpretativo. Póntelo, y los pendientes también. Te ayudarán.
—¿Moluscos? —dijo Daniel sosteniendo el largo y blanco collar y los pequeños pendientes.
—Criaturas del mar. Los objetos sagrados se elaboran con ellos, en recuerdo de la Tiara de la Orden. Son símbolos. Te protegerán de la oscuridad de los arrecifes y de los Emisarios mayores que habitan en ellos.
Yilane ya le daba la espalda cuando Daniel lo detuvo.
—¿Me protegerán? —Pese a todo, y al olor biológico que desprendían aquellos objetos que Yilane había traído en la mochila, Daniel se colocó el collar y dejó que las conchas se desplomaran entre chasquidos por la tersa piel de su pecho—. ¿Cómo me van a proteger de lo que estoy viendo?
Yilane lo miró entornando los rasgados ojos.
—Sé que no eres creyente, Daniel Kean —dijo con desprecio—. Y pese a todo, constituyes la prueba de que la creencia es real... Por eso estás aquí. De modo que a nadie le importa lo que opines.
Sus palabras produjeron un silencio.
—Me gustaría creer, Yilane —dijo Daniel con suavidad—. Me sentiría más feliz, te lo aseguro.
—En eso te equivocas —intervino Anjali Sen sonriendo hacia Daniel—. No serías más feliz, todo lo contrario. Creer es conocer, y conocer da miedo. Pero Yilane también se equivoca si piensa que no nos importan tu opinión o tus sensaciones. Es muy difícil acostumbrarse a esto. He aquí —dijo y extendió la mano— el mar no diseñado, tal como era desde el principio de los tiempos, aquel sobre el que habla el Viejo Borracho de las leyendas del Décimo, de cuyas olas brotan las espantosas rocas que contemplas. Nada ni nadie puede ayudarte a atenuar tu pánico, Daniel, seas creyente o no. Pero el sentido de la creencia aquí es la similitud: con estos adornos intentamos fundirnos con las criaturas marinas, los Emisarios de Dios, cuyas casas espirales ya vacías cuelgan de nuestros cuellos y orejas como un recuerdo de sus invisibles cuerpos gelatinosos. Te lo ruego, Daniel: ven aquí, a la arena, y tranquiliza tu espíritu con bailes y cánticos.
La invitación era amable, pero obviamente Yilane no la compartía. El joven se había alejado dándoles la espalda. Cuando Daniel lo miró fugazmente, observó que se recogía el espeso pelo rizado en la nuca, quizá para descubrir todos sus tatuajes y dibujos. Entonces una serpiente cálida y oscura le tocó el brazo.
Llevado de la mano por Anjali, como un niño, Daniel se obligó a avanzar por la fina, demasiado cremosa arena que manchaba sus pies.
No solo era pánico sino un malestar hondo, nauseabundo. Nadie podía reprochárselo. Pensaba que todo en su cuerpo era ajeno a lo que le rodeaba, incluyendo el olor y color de las cosas, la percepción del frío y el viento o los inmensos cielos. La Zona Hundida era
humana,
pero aquel templo abigarrado no.
—Te acostumbrarás —dijo Anjali.
Daniel supo que solo intentaba consolarlo.
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10.3
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No se acostumbró. En cambio, buscó el amparo (sin saber bien por qué) del hombre biológico.
Héctor Darby apenas había participado en los cánticos y danzas de los demás. Cuando terminaron de traer el equipo del aéreo y lo repartieron entre las distintas mochilas, el bibliófilo regresó a la arena y se sentó frente a la Casa de Dios. Su túnica y holgada camisa se hinchaban como jorobas a la espalda y los ralos pelos bajo su calva se agitaban. Permanecía con el ceño fruncido, como si el mar tuviese palabras escritas en el horizonte, y él intentara descifrarlas.
El sol ya había inaugurado un camino de fuego en su descenso por una esquina del océano cuando Daniel (una silueta en el ocaso naranja) se sentó a su lado.
—Estamos en el inicio de los tiempos —dijo Darby sin preámbulos, como si la presencia de Daniel le hubiese impulsado a dar voz a un monólogo ya comenzado—. Procedemos de aquí, no podemos negarlo. Incluso para un no creyente la Biblia sirve como receptora de la tradición, y a partir del Décimo Capítulo el Autor comienza a viajar: nos lleva a un pueblo de pescadores para mostrarnos el verdadero mar y los híbridos que habitan en los arrecifes. Luego, en Capítulos sucesivos, al desierto austral, a la Antártida... Y habla de ciudades sumergidas o enterradas y razas que vivieron en épocas pretéritas, muy anteriores a la humanidad. ¿Son solo fábulas o la verdadera historia? ¿Qué pensar al respecto en un sitio como este?
—Siempre creí que la Zona Hundida era lo peor que iba a contemplar jamás —dijo Daniel.
Darby negó con la cabeza.
—La Zona Hundida es un cristal, y nosotros nos sentíamos
protegidos
en su interior, como nos sentíamos tras la cápsula del centro genético donde fuimos creados. Aquí nos encontramos fuera de toda protección y todo control, Daniel. Hemos iniciado los viajes bíblicos. Y no hay duda de que cada cosa que vemos obedece a un esquema no humano, ajeno al diseño y la lógica: la forma de esos arrecifes, o de esa pequeña isla rocosa separada de la costa... —La señaló, y Daniel se obligó a contemplarla de nuevo: un detalle geológico nauseabundo—. Un trozo de tierra en medio del «agua azul», como describe el Décimo... Y este... este olor...
—Es repugnante... —dijo Daniel intentando evitar las náuseas por enésima vez. No había podido comer en todo el día.
—Tiene que haber razones científicas para este olor —se esforzó Darby—. ¿Por qué en el mar diseñado no lo percibimos? Brent sabría más de esto que yo, pero creo que se debe a que aquí no existe control sobre la vida, como en el mar con diseño geo-biológico. Este es el olor de las cosas que se pudren, de los cuerpos que permanecen allí donde mueren. —Miró a Daniel fugazmente, pero no a los ojos: contempló su cuerpo terso, pulcro, tendido junto al suyo, incluso inclinó la cara hacia su piel—. Tú eres inodoro, como todos los diseñados, o acaso despides una sutil fragancia —dijo—. No es
vuestro
olor, Daniel, es el
mío,
el olor de las cosas abandonadas y no vigiladas... Si los híbridos existieran, esas horrendas mezclas de pez y hombre, olerían así. ¿Recuerdas a Shane Davenport, que deliraba creyendo cazar híbridos? Creo que se sintió igual. Todos los biológicos sentimos que pertenecemos más a esta naturaleza que a la vuestra. Probablemente Kushiro también lo pensó. ¡Los verdaderos híbridos somos nosotros!
Su voz se quebró y lo sumió en el silencio. Más de una vez había visto Daniel sufrir a Darby por no pertenecer al linaje del diseño, pero nunca como hasta ese momento. No supo qué contestarle: eran ideas absurdas, pero Darby era un bibliófilo y su cultura y sabiduría no tenían parangón. Fuera como fuese, la tensión que advertía en su ánimo le llevó a intentar un débil consuelo.
—Estoy seguro de que el doctor te habría quitado estas ideas de la cabeza...
De pronto quedó inmóvil. Acababa de recordar lo que Schaumann le había dicho la última vez que habían hablado, y le pareció correcto contárselo a Darby, en parte por distraer su amargura. Cuando terminó, Darby lo miró un instante.
—A mí me dijo algo parecido. —Y ante la expresión de sorpresa de Daniel añadió:— Tras la comida de bienvenida a tu hermana, Brent y yo hablamos un rato. Me dijo que, al examinarte en el cuarto de techo en ángulo, había percibido otra cosa de forma indirecta... No en ti sino en el ambiente, entre nosotros... No añadió nada más. Creí que se hallaba tenso por la expectativa del viaje.
—¿Qué crees que podía ser?
—No lo sé. Parecía reacio a comentarlo. Supuse que deseaba asegurarse antes de emitir una opinión definitiva. Brent era así. —Darby se frotó los brazos—. Luego, cuando murió, ya no volví a pensar en eso hasta ahora.
Se miraron en la creciente oscuridad.
—¿Podría significar algo importante? —inquirió Daniel.
Darby pareció reflexionar mientras deslizaba la mirada de uno a otro de los miembros del grupo. Daniel lo imitó. En la orilla, Anjali y Yilane rezaban mientras las olas cubrían sus tobillos. Maya palpaba un desnudo y retorcido tronco de árbol. Rowen y Svenkov charlaban junto a la hoguera. Al fin, Darby movió la cabeza.
—Por lo pronto, creo que debemos respetar su voluntad y no hablar con nadie de esto —dijo—. Será nuestro secreto.