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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (14 page)

BOOK: La llave maestra
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Entonces entendí que el respeto de mi vida no se había hecho sin condiciones, sino que se disponían a asegurarse de que no se repitiesen mis escapadas nocturnas. Y tuve la certeza de que no saldría de aquella habitación tan entero de mis partes y hombría como había entrado en ella…

Raimundo Randa se interrumpe al escuchar los pasos que se acercan y el tantear de la llave en la cerradura. Al abrirse la puerta de la celda, alza la vista por encima del hombro de su hija, y ve allí arriba a los guardianes armados, sobre las escaleras. Y tras ellos está aquel embozado.

—Hora va siendo de concluir. Se acabó vuestro tiempo —les advierte el carcelero.

Al prisionero se le seca la garganta y el ánimo cuando repara en la inconfundible ronquera de aquella voz velada. Sin duda es Mano de Plata. Le delata también su porte, y el modo en que maneja el brazo derecho. Sujeta su extremo con dificultad, valiéndose del otro, con un gesto en el que se adivina el dolor, por más que procure disimularlo.

Raimundo trata de controlar sus impulsos. Desde lo más hondo de su ser brota una sensación de furia incontenible, que le enciende la sangre y sube por el pecho hasta hacer enrojecer su rostro. Ruth se interpone y le obliga a sentarse.

—¡De buena gana saltaría sobre él! —masculla Randa entre dientes.

—Sabéis que sería inútil —le susurra ella al oído, mientras se inclina para besar sus mejillas—. Seguiríais su juego, y eso no haría sino empeorar las cosas. —Ese hombre sólo espera un pretexto para mataros. Si respeta vuestra vida estos días será porque tiene instrucciones muy precisas del rey. Pero nadie puede impedirle la defensa propia ante testigos.

Le sorprende la cordura de su hija, heredada de la madre, que no de él. Comprende que lleva razón. El embozado reclama a la muchacha con un gesto de impaciencia. Corrobora entonces Randa el precario funcionamiento de aquella mano mecánica, y el intenso dolor que parece producir a su dueño. Una idea empieza a fraguar en el interior del prisionero. Y en lugar de mostrar su cólera, se limita a dirigirse a Ruth para preguntarle en voz alta:

—¿Volverás mañana?

La joven se gira hacia Mano de Plata, esperando su aprobación.

—Os quedan nueve días… —responde fríamente el embozado—. Si antes no resolvéis declarar, al décimo seréis entregado al Santo Oficio.

RAQUEL TOLEDANO

D
entro del coche, el calor era asfixiante. Tan pronto hubieron perdido de vista el edificio de la Fundación, el comisario John Bielefeld puso el aire acondicionado. Luego, esperó a recuperar el resuello y se volvió hacia David Calderón con cara de pocos amigos.

—¿Por qué hemos salido huyendo por la puerta de atrás, como dos ladrones? —le reprochó—. Yo vivo aquí, y se supone que debo respetar la ley y hacerla cumplir. ¿Se da cuenta de la posición en que me coloca?

—Si nos hubiésemos entretenido ahí dentro, habríamos perdido un tiempo precioso y el guardia de seguridad habría bloqueado la salida.

—Antes no quería venir conmigo. ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

—No he cambiado de opinión. Lo que sucede es que esos farfullos que se escuchan en el video del Papa coinciden con la manera de hablar de mi padre antes de desaparecer en las catacumbas de Antigua, Cuando lo vi en la televisión apenas se escuchaban. Pero ahora no me cabe duda.

—¿Y cómo se lo explica?

—Prefiero no hacer conjeturas. Me temo que tendré que acompañarle a casa de Raquel Toledano y ver qué le dice Sara a su hija en el sobre que lleva usted ahí. Y entonces tomaré una decisión. ¿Cuándo ha quedado con ella?

—Le dije que en un cuarto de hora deberíamos estar allí. Pero aquí no se puede apretar el acelerador. Es zona escolar. ¿Raquel sabe lo que su madre llevaba entre manos?

—Para mí esa chica es un misterio.

—¿A qué se refiere Sara Toledano en la carta que le acabo de entregar, cuando habla de los problemas que ha tenido usted con su hija y con la Agencia de Seguridad Nacional?

—Pensaba que ya lo sabía.

Algo me ha contado Sara, pero me gustaría oír su versión.

—No sé si merece la pena…

—Necesito saber qué hay entre usted y Raquel. No quiero meter la pata, ¿me comprende? Sencillamente, no tenemos tiempo para dar pasos en falso…

El comisario se volvió hacia el joven y le miró con franqueza para rogarle:

—David, confíe en mí.

—No es cuestión de confianza. Es que han pasado cosas muy graves. Y no estoy de humor para soportar a niñas pijas.

—Creo que juzga mal a Raquel. Ella podrá ser muchas cosas, pero no una niña bien. Esa chica no lo ha tenido fácil con una familia como la suya, y se ha abierto paso en Nueva York por sí sola. Quizá esté un poco desorientada desde la muerte de su padre, y le cueste reconciliarse con Sara…

El criptógrafo volvió a encerrarse en un mutismo bajo el cual podía adivinarse lo mucho que aquello le afectaba, removiendo asuntos que hubiera preferido olvidar. Bielefeld iba a insistir, cuando el criptógrafo le atajó con un gesto:

—Está bien, comisario. Prefiero contárselo a que siga sermoneándome con las virtudes de la abnegada huerfanita Raquel Toledano… ¿Recuerda lo que le dije sobre el Programa AC-110, en el que mi padre trabajó para la Agencia de Seguridad Nacional durante los años cincuenta?

—¿Ése que llamaban Proyecto Babel, para señalar el peligro de los residuos nucleares?

—El mismo. Cuando mi padre fue eliminado de ese programa en los años sesenta, Abraham Toledano lo envió a Antigua, para ponerlo al frente del Centro de Estudios Sefardíes. Y allí siguió trabajando en todo aquello de lo que habían tratado de apartarlo, y en especial en el maldito Programa AC-110. Hasta que a mediados de los setenta descubrió ese gajo del pergamino en El Escorial.

—El que tenía Felipe II en el momento de su muerte y lleva por detrás la inscripción
ETEMENANKI
y La llave maestra…

—Exacto. A raíz de ese descubrimiento, mi padre intentó tener acceso a los gajos del pergamino que se conservaban en la Agencia, recuperando el Programa AC-110. No lo consiguió, y hubo de seguir trabajando por su cuenta. Entonces fue cuando empezó a padecer esos trastornos que le dije, a farfullar del mismo modo que se oía en ese video del Papa que acabamos de ver. Pues bien, cuando sucedió eso, los Toledano lo trajeron aquí, a Estados Unidos, para ver qué se podía hacer con él. Y en cuanto tuvo conocimiento de lo que pasaba, James Minspert, su antiguo ayudante en la Agencia, se ocupó de todos los trámites y del papeleo para que ingresara en uno de sus hospitales.

—¿La Agencia cuenta con su propio hospital?

—En Maryland. Especializado en salud mental. Cuando uno de sus empleados tiene un accidente, no se pueden usar con él drogas o medicamentos que rompan la confidencialidad. Porque el trabajo de criptógrafo se te llega a incrustar y formar parte de ti. Tu cerebro está lleno de claves y documentos clasificados, que te llevas a casa en la cabeza cuando atraviesas el control de salida de la Agencia. Hasta llegas a soñar en código. Los secretos que tiene un criptógrafo en la cabeza afectan a la seguridad nacional, son propiedad del Gobierno, y no se pueden dejar al alcance de cualquier clínica privada.

—Entiendo. Ellos tenían los mejores medios para atender a su padre, y me imagino que no lo hicieron sólo por caridad.

—En efecto. En ese momento yo era un crío y no me daba cuenta de las cosas. Pero ahora sí, y pienso que buscaban algo dentro de su cerebro. Si lo encontraron, o no, es otra cuestión. El caso es que llegó un momento en que dieron por acabado el tratamiento. Mi padre regresó a Antigua, o lo regresaron. Y al cabo de algún tiempo desapareció en sus catacumbas. Entonces, Minspert vino en mi ayuda, me consiguió una beca para estudiar idiomas y más tarde para ingresar en la Escuela Nacional de Criptografía. De manera que cuando me planteó luego entrar en la Agencia, no supe negarme…

—Ya. Se sentía moralmente obligado… Perdóneme, David, no deseo inmiscuirme en estos asuntos tan delicados ni dudar de su capacidad profesional, pero también podría ser que quisiesen tenerle a usted controlado, por si su padre le había contado o transmitido algo.

—Supongo que sí. De todas formas, yo pensaba que ellos habían cuidado de mi padre, y eso valía una fortuna. Además, me habían pagado una carrera muy cara. Formar a un buen criptógrafo costaba entonces más de medio millón de dólares. Me especialicé en las lenguas del grupo tres, las semíticas, árabe y hebreo. Sólo hay un grupo más cotizado, chino y japonés, pero a mí no se me había perdido nada en Asia. Sin embargo, me atraía la idea de completar el trabajo de mi padre…

—Y una vez dado ese primer paso, cada vez sería más difícil echar marcha atrás.

—Ya se ocupó Minspert de recordármelo… Pero bueno, usted me preguntaba por mis problemas con Raquel Toledano.

—Es que en su carta Sara vinculaba esos problemas a la Agencia y a James Minspert, y parecía muy preocupada por ello.

—De hecho, es así. Los problemas con Raquel tienen que ver con la utilización que hizo la Agencia del trabajo de mi padre en ese Programa AC-110 del que le he hablado. Creía firmemente que allí estaba su futuro, y quizá el mío. Luchar por él era como luchar por Sara, por conseguirla, frente a la oposición de su madre, Peggy Toledano. Yo le vi trabajar en ese proyecto horas y horas, día tras día, año tras año. Estoy seguro de que fue allí donde se dejó la salud. Sobre todo cuando le quitaron el acceso a los ordenadores y hubo de hacerlo todo a mano. Era un trabajo agotador. Que al final pasó a ser propiedad de la Agencia. Una de las razones que me habían llevado a ingresar en ella era poder retomar ese programa y saber qué le había sucedido a mi padre. Sólo estando dentro me permitirían consultar esos documentos.

—Perdone que se lo diga, pero lo extraño es que le admitieran a usted después de los problemas con su padre.

—Espere… No adelantemos acontecimientos, porque ahí fue donde entró en danza Raquel Toledano… Como le decía, James Minspert me ayudó en mis estudios de criptografía, asumió el papel de tutor, y todo fue bien hasta que entré en la Agencia y le planteé al director continuar el trabajo de mi padre. Ahí se liaron las cosas. Primero con Minspert. Él quería que yo estuviese bajo su control, y en cuanto se enteró de mi petición, empezó a presionar para que se me apartara del proyecto. Apenas pude ver por encima el trabajo de mi padre, porque enseguida consiguió impedirme el acceso. Con la inestimable colaboración de Raquel, a quien al parecer no le hacía ninguna gracia que se revolviera de nuevo ese asunto. Ella se llevaba muy bien con su abuela, que se ocupó mucho de Raquel. Creo que incluso se parecen físicamente.

—¿Y Sara?

—Eran malos años para ella. Tras la muerte de su padre, vino la enfermedad del mío, y terminó casándose con el senador George Ibbetson, que era ese buen partido que siempre había defendido Peggy para su hija. Una vez desaparecido Abraham Toledano, su viuda empezó a campar a sus anchas. Demasiada presión para Sara. Bastante tuvo con ayudarme a salir a flote. Supongo que, muy a mi pesar, yo fui una pieza en esa negociación familiar. Y luego, enseguida, nació Raquel. Aun así, me temo que todas estas tensiones terminaron por dar al traste con su matrimonio. Sara fue siempre muy valiente y no dudó en enfrentarse a su propia familia a la hora de defender lo que consideraba justo. Sobre todo si estábamos de por medio mi padre o yo. Ella y su marido no tardaron en separarse, y con el tiempo, Raquel tomó partido por el padre, al menos mientras vivió.

—El senador Ibbetson murió en un accidente aéreo, ¿verdad? Lo que no entiendo es por qué adoptó Raquel el apellido de la madre.

—Es una costumbre que han conservado a través de las generaciones. El apellido Toledano prevalece siempre. Pero creía que usted ya estaba al tanto de estas cosas.

Algo me ha contado mi mujer. Aunque Sara es muy reservada, también hay que entender que se resistiera a revivir algo tan doloroso, que le costó la vida al padre de usted y que tantos enfrentamientos le había traído con su propia familia.

—No, si yo lo entiendo perfectamente —admitió David—. Y también reconozco que con Raquel me comporté como un estúpido. Verá lo que pasó… Para que yo trabajase en el Programa AC-110 había que ponerlo en conocimiento de los Toledano, porque se había originado a partir de un depósito suyo, todos los documentos que había comprado Abraham. Y esa chica se opuso en todo momento a que yo tuviera acceso a ellos.

Bielefeld miraba la carretera con suspicacia. Acababan de dejar atrás amplias praderas de césped, que acotaban un antiguo campo de batalla de la guerra civil convertido en patrimonio nacional, y ahora atravesaban una zona residencial. El comisario parecía muy ocupado intentando localizar algo en los caminos de tierra que daban entrada a los bosques que bordeaban la carretera, y había disminuido la velocidad.

—Al final de esta recta suele haber un control de radar de la policía —explicó a David.

—Usted es policía.

—Sí, pero éstos son de otra guerra. Tendría que parar hasta que nos identificaran y ponerme simpático. Nos harían perder un tiempo precioso. Mejor reducir la velocidad.

En efecto, allí a su derecha, emboscado tras unos setos, no tardó en aparecer el coche patrulla con el radar. Bielefeld hizo un ambiguo saludo, y en cuanto lo perdieron de vista apretó el acelerador.

—David, perdone que sea tan prosaico, pero estamos llegando a casa de los Toledano y aún no me ha contado su encontronazo con esa chica.

Ahora mismo lo verá. Cuando yo retomo el Programa AC-110, o lo intento retomar, ya no se piensa sólo en los residuos nucleares para los que se había diseñado originalmente. Los tiempos han cambiado, y también se plantea convertirlo en un traductor universal, y utilizarlo en la carrera espacial: se trata de crear un mensaje que oriente sobre nuestra civilización a quien se lo encuentre. Quizá se trate de un futuro superviviente de una catástrofe nuclear, o de otra civilización, que se tropiece en el espacio con una nave terrestre. Ésa era la única oportunidad que yo tenía para resucitar el proyecto. Todos mis informes para retomarlo se basaban en ello. Y ahí es donde irrumpe Raquel Toledano como un elefante en una cacharrería. Con un artículo en el suplemento dominical en el que trabaja.

—¿Ella ya era periodista en Nueva York?

—Eso pretendía, al menos. El artículo era una entrevista suya con el consejero de Seguridad Nacional, que incluía una foto de él y del presidente, los dos hablando en el Despacho Oval de la Casa Blanca, poniendo cara de circunstancias, ya sabe. El consejero llevaba en la mano un documento clasificado como VRK, Very Restricted Knowledge, el más alto nivel de secreto de la Agencia. Quizá habría pasado desapercibido para un ojo no entrenado, pero si se miraba con atención podía leerse la letra gorda de la portada. Y si uno había colaborado en él, como era mi caso, podía distinguir otros detalles más o menos borrosos. Por ejemplo, AC-110. El proyecto en el que yo había empezado a trabajar. Para colmo de males, la foto no era nuestra, porque Raquel había llevado su propio fotógrafo. En cuanto se enteró, Minspert puso el grito en el cielo, y envió dos agentes del FBI al periódico, con el encargo de que requisaran los negativos.

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