—Ya ha transcurrido de sobras el plazo para ello —objetó Biefeld.
—Pues ni por ésas. Supongo que el responsable ha sido James Milinspert, a quien se refiere Sara en su carta. Trabajó con mi padre en la Agencia, y digamos que fue mi jefe cuando yo estuve allí. El caso es que han decidido no desclasificar esos documentos al menos no hasta el año 2012.
—Eso los convierte en el último gran misterio de la Segunda Guerra Mundial.
—Así es. Lo más sangrante de esta historia es que esos fondos san un depósito de Abraham Toledano, pagado con dinero de su propio bolsillo. El servicio de criptografía no les concedió ningún valor.
El había ido a Alemania para organizar el destino de los judíos supervivientes del Holocausto. Le hablaron de esos papeles, los compró y los añadió al mismo lote, para que no se desperdigaran de su contexto original. El tiempo le dio la razón, esos fondos han resultado ser un enigma. Y el mayor de todos, tres fragmentos de pergamino en forma de cuñas triangulares, como estos cuatro que me envía Sara en su carta.
—¿Por alguna razón especial?
—Por su propietario, el ministro de la Guerra de Hitler, Albert Speer. Los guardaba como oro en paño. Estaba a punto de destruirlos, para que no le comprometieran, cuando Abraham Toledano le hizo llegar una cuantiosa suma a través de un intermediario suizo. Se los vendió, pero no quiso decirle de dónde los había sacado. Ni siquiera después de los juicios de Núremberg, cuando Speer fue condenado a pasar el resto de sus días en la prisión de Spandau. Sin embargo, Abraham Toledano se había dado cuenta desde el principio de que aquellos papeles tenían relación con España y se propuso investigarlos con la mayor discreción. No tuvo ningún apoyo económico oficial, pero le autorizaron para que contara con la ayuda de mi padre, al que también pagó con dinero de su bolsillo. Así fue como empezaron a estudiar esos documentos y se vincularon a los servicios criptográficos y, después, a la Agencia de Seguridad Nacional.
—¿Cuántos años tenía por entonces su padre?
—Era muy joven, alrededor de veinte años. Pero ya era muy bueno con los idiomas. Siempre lo fue. Estudió lenguas semíticas con Abraham Toledano y se convirtió en su discípulo predilecto y su brazo derecho. Mi padre había perdido a toda la familia en la Guerra Civil. Abraham lo adoptó, se lo trajo a Estados Unidos. Y lo que pasó a continuación no hizo más que reforzar esos vínculos.
—Lo que sí tenía entendido es que Abraham Toledano participó por esos años en la creación del Estado de Israel.
—Entre bambalinas. En esos momentos en los que empezaba a hablarse del Estado de Israel no estaba claro dónde se quería instalar. Tampoco se reivindicaba Jerusalén como capital. Todo eso fue un empeño personal de Abraham Toledano, y tuvo mucho que ver con aquellos documentos que había descubierto. Al estudiarlos, fue perfilándose algo increíble: allí aparecía, a mediados del siglo XVI, el primer proyecto serio, detallado, para reunir en Palestina a los judíos de la diáspora. Y lo habían patrocinado sus antepasados, los Toledano. Aquello dotaba al Estado de Israel de una legitimidad histórica crucial: durante el reinado de Felipe II, medio siglo después de haberlos expulsado en 1492, España, el más poderoso imperio de aquel momento, impulsaba la creación de un Estado judío. Era muy tentador repetir la operación, estableciendo un paralelismo con el otro imperio que acababa de ganar la guerra en 1945, Estados Unidos de América.
—Creo que ahora entiendo mejor el papel de Sara en esa conferencia de paz que pretenden organizar en Antigua —reconoció Bielefeld.
—Diga mejor que empieza a entenderlo, porque queda mucha tela que cortar. Para abreviar le diré que, con ese primer resultado de aquellos documentos, Abraham Toledano pareció darse por satisfecho. Quizá le aconsejaron que lo dejara estar cuando Israel empezó a cobrar forma. Pero mi padre no estaba de acuerdo con dejarlo. Tuvieron una disputa muy agria cuando Pedro hizo un informe manteniendo que en todas esas negociaciones para crear un Estado judío en la época de Felipe II hubo una parte secreta, que nunca trascendió y que fue la que dio al traste con todo el proyecto. Y, según él, la clave estaba en aquellos tres gajos de pergamino.
—Los tres que se conservan en la Agencia de Seguridad Nacional y que son como éstos que ahora le envía Sara, ¿no? Resulta difícil de creer.
—Yo tampoco lo creería si no hubiese pasado lo que pasó… Las cosas se complicaron… Mi padre llegó a sospechar que su antiguo mentor no quería que se supiera nada de lo que allí estaba oculto, para no cuestionar el Estado de Israel que Abraham Toledano apoyaba en ese momento. Si en tiempos de Felipe II aquellos gajos del pergamino habían sido un obstáculo, aún parecían seguir siéndolo cuatro siglos después. El caso es que a finales de los años cincuenta sus posiciones se fueron distanciando más y más. Pedro debió de sufrir mucho, porque se encontraba Sara de por medio. Y supongo que a ella le pasaría otro tanto…
David hizo una pausa, miró la fotografía y suspiró, antes de continuar.
—Bueno… Abrevio. Entre que Abraham Toledano quiere apartar a mi padre de aquello, y que la Agencia de Seguridad Nacional no anda sobrada de buenos lingüistas, el caso es que a finales de los años cincuenta lo fichan para un proyecto muy especial. Se pone en marcha algo así como un Proyecto Manhattan de la criptografía. Alto secreto militar. Su nombre oficial era Proyecto AC-110, aunque todos lo conocían como Babel.
—Sara habla de él en su carta, ¿no?
—El mismo. Tenían un encargo muy concreto. Al empezar a enterrar residuos nucleares en el desierto, a muchos metros de profundidad, se vieron en la necesidad de dejar señales de aquel nuevo peligro, por si algún día salían a la luz. El problema se planteaba de cara a un futuro muy amplio, porque esos residuos tenían por delante unos diez mil años de radioactividad. En ese tiempo, ¿quién sabe lo que sucedería en la Tierra y qué códigos resultarían comprensibles? Entonces, ¿cómo informar a los futuros habitantes del planeta? Había que crear un lenguaje universal que pudiera entenderse dentro de miles de años. Todo un desafío. Se excluyó inmediatamente cualquier tipo de comunicación verbal, por razones obvias. Grandes civilizaciones, como la egipcia, tenían un lenguaje que resultó indescifrable a las pocas generaciones de que cayera su imperio. La escritura no valía.
—Quedaban las imágenes —sugirió Bielefeld.
—Por supuesto que mi padre lo consideró. Pero las imágenes sólo son reconocibles a partir de convenciones precisas. Si no se conocen las costumbres se vuelven confusas, y no se puede saber si los representados están luchando, cazando, danzando o haciendo Dios sabe qué… Se les ocurrió entonces que las zonas afectadas por la radioactividad podrían llenarse con todo tipo de mensajes en todo tipo de códigos, esperando que alguno de ellos sobreviviera o guardase relación con los empleados en el futuro. Pero incluso esa solución requiere cierta continuidad cultural, imposible de asegurar. ¿Sabe a qué conclusión llegaron?
—Ni idea.
—Sostuvieron que lo único que funcionaría sería crear una conciencia del peligro que pudiera transmitirse durante siglos y siglos, incluso tras haberse perdido todo conocimiento preciso de su origen, incluso en plena barbarie. Habría que recurrir al mito, las supersticiones, los tabúes… A lo peor no quedaba más remedio que instituir una especie de casta, formada por científicos, antropólogos, lingüistas y psicólogos, que se perpetuara a través de los siglos y que con el tiempo degenerarían en una especie de sacerdotes o guardianes del secreto, que se verían obligados a transmitir algo que ni siquiera sabrían explicar. Mi padre se negó a suscribir algo así.
—¿Tenía una propuesta mejor?
—Eso fue lo malo. Todavía no, aunque estaba en la pista. Pidió tiempo, y se lo dieron. Pidió acceso a los ordenadores, y se lo dieron. Hasta que llegó el momento de rendir cuentas. Cuando les pasó el primer informe, lo apartaron del proyecto y le negaron el acceso a los ordenadores, que entonces eran muy caros. El tiempo de uso de uno de aquellos cacharros era carísimo. Pero mi padre siguió trabajando a mano, erre que erre. Entonces, lo echaron de la Agencia. James Minspert, que había sido su ayudante, le sustituyó. Y yo siempre he sospechado que se apropió de su trabajo. Mi padre estaba agotado por el esfuerzo, y Abraham Toledano lo envió a Antigua para que se ocupara de montar un Centro de Estudios Sefardíes en su antiguo palacio de la Casa de la Estanca. Y también para alejarlo de Sara. Esta fotografía está hecha justamente cuando van allí a revisar el proyecto de remodelación del palacio por el arquitecto Juan de Maliaño.
—Pero a Pedro y a Sara se les ve contentos.
—Es que ellos creían que el Centro de Estudios Sefardíes incluía a Sara. No sabían que Peggy y Abraham Toledano tenían otros planes para ella. La enviaron a Chicago, donde se doctoró en Historia de las Religiones con Mircea Eliade. Ella y mi padre se siguieron viendo, pero menos… Pasan los años… Un buen día, a mediados de los setenta, mi padre está trabajando en la biblioteca de El Escorial… ¿Conoce El Escorial?
—Nos llevaron de excursión el otro día. ¡Menudo mamotreto!
—Su biblioteca tiene unos fondos impresionantes en lenguas semíticas. Eso es lo que mi padre está investigando allí en los años setenta, cuando descubre un pergamino en forma de cuña. Como los tres que le había comprado Abraham Toledano a Albert Speer. Y como estos cuatro que ahora me envía Sara.
—¿El que encuentra su padre en El Escorial es el fragmento al que se refiere ella en su carta, el que guardan en esta Fundación?
David asintió. Se levantó, fue hasta la mesa auxiliar y volvió con un par de folios y un gajo triangular de pergamino, cuidadosamente protegido por una funda de plástico.
—Éste es. Mi padre se da cuenta de inmediato de que procede del mismo documento original que los otros tres requisados por la Agencia de Seguridad Nacional. Lo encuentra entre los papeles de fray José de Sigüenza, el bibliotecario y cronista de El Escorial en el siglo XVI. En una nota, Sigüenza cuenta que Felipe II murió con ese fragmento en las manos. Y, en efecto, por detrás lleva escritas unas palabras suyas.
Se las mostró, dando la vuelta al archivador de plástico transparente.
—¿Qué es lo que dice ahí? —preguntó Bielefeld.
—
ETEMENANKI
. Pero ésa no es la letra de Felipe II, sino ésta, donde dice La llave maestra.
—¿La llave maestra de qué?
—A saber. Quizá de El Escorial, que tenía muchas puertas, unas mil doscientas cincuenta. Fray José de Sigüenza anota su extrañeza por el hecho de que el monarca más poderoso del mundo quisiera morir con este pergamino en la mano, teniendo como tenía reliquias de todos los santos imaginables. Montones de armarios y cajones llenos de reliquias, y en el panteón los restos de los reyes que le habían precedido. Y, sin embargo, cuando le llega la hora, elige ese pergamino. Ésta es la nota de fray José de Sigüenza. Y, agárrese, su destinatario es Raimundo Randa, el correo y agente secreto de Felipe II acusado de alta traición.
—Su proceso es lo que estaba investigando Sara en el convento de los Milagros, ¿no?
—Exacto. Esto es lo que le dice fray José de Sigüenza a Raimundo Randa:
En todo este tiempo fueron llegando a El Escorial muchas cajas de reliquias que Su Majestad había encargado recoger por media Europa, hasta reunir siete mil y pico huesos, fundas un tiempo de otras tantas almas. Entre ellos componían diez cuerpos enteros de santos, cerca de ciento cincuenta cabezas, más de trescientos brazos y piernas… Tantos huesos había, en fin, que cualquiera tendría para roer toda la vida.
No sé si sabéis cómo recibió Felipe II años atrás la noticia de vuestra desaparición. Que más furia no creo que tuviera el Minotauro en su laberinto. Yo bien le vi a horas extrañas con aquella llave maestra que sólo llegó a instalarse en algunas puertas de El Escorial, probando cerraduras por todo el monasterio, como si no diese crédito a lo que le habían contado de vos. Suponía yo que todo eso lo había olvidado. Pero nunca se sabe lo que de veras importa a un hombre, por muy rey que sea, hasta que le llega la hora postrera.
Y os digo esto porque, con ser tantas y de tanto rango aquellas reliquias, ninguna acababa de contentarle en aquel trance, y mucho tuve que averiguar hasta saber lo que buscaba. Era aquel trozo de pergamino donde decía
ETEMENANKI
, y él había añadido de su puño y letra La llave maestra. Pues con él en la mano tenía para sí que le sería más cierto y propicio el tránsito final.
Estaba ya por entonces don Felipe en lo más penoso de su enfermedad. Como a su padre, el emperador, la gota le castigaba los huesos como un cepo. Y no era más que un saco de úlceras y un fardo de llagas al que llevaban a enterrar cada día.
No le era ajena la muerte, pues había visto fallecer a sus cuatro mujeres y a seis de sus hijos, sino que le dolía aquella espantable escuadra de miserias que le acometían el cuerpo. Una hidropesía le hinchaba el vientre y le provocaba una sed abrasadora. Y así sentía que se iba pudriendo y cociendo vivo, en medio de grandísimos dolores. Luego se le hicieron llagas en manos y pies, de las que supuraban humores pestíferos que rompían la piel y manaban en los momentos menos oportunos. Era, al fin, tan grande el padecimiento, que ni aun la sábana podía sufrir encima.
Se agravó su estado con un tumor maligno que le fue creciendo encima de la rodilla derecha, y pronto el muslo estaba hecho una bolsa de podre que le llegaba hasta el hueso y expelía hasta dos escudillas de pus y otros recios humores. Ya le acometían tantos males que no le era posible menearse ni revolverse en la cama. Le era forzoso estar de espaldas noche y día, sin tener siquiera el alivio de mudarse de lugar.
Así se convirtió el lecho real en muladar del que surtían terribles olores, sepultado Su Majestad en sus propios desechos, que se confundían con las llagas y supuraciones de su propio cuerpo en putrefacción. En los cerca de dos meses que padeció la enfermedad no se le pudo mudar la ropa que tenía debajo, ni moverle para limpiarle, con lo que estaba como en una sentina, hecho carroña de sí mismo. Y así, el rey más poderoso del mundo, que en vida era el más aseado y compuesto, tanto que no podía sufrir ni una telaraña en el techo, ni una mancha en el suelo, ni una raya en la pared, se veía ahogado en humores gruesos, pútridos, melancólicos, hediondos.